La propuesta presentada por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de reducir los grados a tres años y ampliar los Master a dos adolece del clásico problema que tienen muchas de las reformas que se realizan en nuestro país: no responde a un modelo claramente definido que aborde el conjunto de problemas. Nuestra universidad tiene dificultades mucho más profundas que la duración de sus estudios, pero nadie parece ponerle el cascabel al gato. ¿Qué necesitan nuestros centros de enseñanza superior? Sin ánimo de ser exhaustivo y con la seguridad que me dejaré cosas, veamos algunos de sus retos más importantes.
El primero de sus problemas es la financiación. No es posible seguir manteniendo una universidad con una inversión por alumno tan baja y, al mismo tiempo, aspirar a ser como los centros de excelencia del mundo. En España, un alumno en una universidad pública tiene un coste, de media, entre 4.800 y 5.900 euros, dependiendo del tamaño del centro (Dolores Moreno y María Lucía Navarro Gómez, 2010, Costes comparados de las universidades españolas privadas y públicas, Estudios de Economía Aplicada 28-2). Es difícil con estas cifras competir con los centros de enseñanza y de investigación más potentes.
El segundo de los problemas, asociados con el punto anterior, es la baja remuneración del profesorado y su precaricación en porcentajes muy elevados (falsos asociados y titulares interinos). Para poder impartir clases en una universidad, en la mayoría de los casos se exige una cualificación muy elevada que no tiene nada que envidiar a la de un abogado del estado, un registrador de la propiedad o un médico. En cambio, las diferencias salariales respecto a los cuerpos de elite de la administración son muy notables. Pero no sólo eso, en el mercado privado, con el mismo nivel de formación, la remuneración es mucho más elevada. ¿Cómo una universidad va a atraer talento si las condiciones laborales que ofrece son tan precarias?
El tercero de los problemas es la escala capacidad redistributiva de los estudios universitarios. Las diferencias de clase social siguen siendo muy relevantes a la hora de acceder a la universidad. A pesar de haberse extendido a amplias capas de la población, todavía los chicos de familias acomodadas tienen muchas más probabilidades de ir a la universidad que un chico de clase baja. Solucionar este problema no sólo significa actuar sobre etapas educativas anteriores, sino que también exige de un programa de becas mucho más ambicioso.
Como se puede ver, estas tres dificultades no tienen mucho que ver con la duración de los estudios universitarios. En cambio, sí que responden a un modelo de universidad: de mayor excelencia, con más capacidad para atraer talento y con un mayor efecto redistributivo. Pasan los años y estos problemas siguen ahí, no se solucionan. Y es que lo que necesita nuestro país no son parches o remiendos, sino soluciones globales que respondan a un ideal, a un modelo. Sólo en los años 80 se hizo algo tan ambicioso como lo que aquí se describe. Será por ello que la Ley de Reforma Universitaria tuvo una duración de casi 20 años, algo que no han conseguido las leyes posteriores que han regulado nuestra universidad.