Estoy a favor del referéndum. De cualquier referéndum. También del del Brexit, sí. Ya sé que a veces el resultado complica las cosas en lugar de resolverlas. Estoy de acuerdo con lo que dice el protagonista del film Brexit (HBO): “Un referéndum es una respuesta simple a un problema complejo”. Y, a pesar de todo, cualquier alternativa me parece peor, más arbitraria, menos democrática, que una consulta ciudadana libre y con garantías. El problema de Catalunya se basa, entre otras cosas, en la ausencia de esta rúbrica popular a un Estatuto de Autonomía cuyo redactado final es obra del Tribunal Constitucional. Así que, políticos catalanes y españoles de todo tipo y pelaje, métanselo en la cabeza, cualquier solución para Catalunya será agua de borrajas si no hay un referéndum al final del camino.
¿Que el referéndum divide? Bueno, este era el argumento en el que se basó Franco para prohibir los partidos políticos. Se dirá, con razón, que en este caso están en juego sentimientos y emociones. Pero eso no es novedad, ni tendría que ser una sorpresa en un territorio con evidentes características nacionales, y a la vez tan mestizo, como es Catalunya. La cuestión es que la política tendría que encauzar este problema, traducirlo en propuestas, y no exacerbarlo. Y los que se oponen al referéndum han jugado constantemente la carta del chantaje emocional. O del chantaje a secas. Si en lugar de vestiduras rasgadas, aduanas reinstaladas, apelaciones ridículas a escoger entre Miró o a Velázquez, amenazas de bloqueo político y boicot económico, se hubiera desdramatizado un poco la situación, los catalanes habrían podido vivir este debate con mucha menos angustia.
Por otra parte, si el referéndum no es posible porque –digamos– las encuestas prevén un resultado demasiado reñido para ser aplicable, alguien nos tendría que decir cuál es la alternativa (me refiero a alguien del PSOE o de Podemos, por supuesto; de los líderes de la derecha no espero nada que no sea represión). Si no hay referéndum, ¿qué hacemos? Porque estoy seguro de que nadie, nadie, nadie cree que el tema catalán se vaya a resolver solo, que los independentistas dejarán de serlo por simple cansancio. Y, aunque así fuera, ¿en qué clase de país nos convierte eso? ¿Es realmente la España que quieren? ¿Edificada sobre la represión y la posterior frustración de tantos ciudadanos?
No. El envite catalán merece el respeto suficiente para, al menos, intentar darle una respuesta alternativa. Ya entiendo que estamos muy al principio, que unos tienen que decir independencia o nada, y otros independencia nunca, pero hay que ir pensando en qué es lo que se va a poner sobre la mesa; pensar qué es lo que, al final, con un apoyo mayoritario, será sometido a referéndum. Un consenso nuevo que sustituya al viejo. El consenso de 1978 fue una opción valiente, porque se saltó a la torera la legislación franquista para traer de vuelta al presidente de la Generalitat republicana, con el Ejército enfurecido (parece que no queda nada de ese coraje). En cualquier caso, ese consenso se basó en unas mayorías que ya no existen; es hora de adaptar ese consenso a la realidad de la Catalunya actual. Pensar que la solución de 1978 sirve para un país con prácticamente la mitad de independentistas es no ser realista.
Hay que plantear un nuevo status para Catalunya, y el independentismo, que cuenta con una mayoría absoluta en el Parlamento catalán, tiene derecho a abrir el baile. Y deber de ser flexible. El Gobierno español, y los partidos contrarios a la independencia, tienen que dejar de pensar que su punto de vista es más razonable por el simple hecho de que lo respalda un texto escrito hace 40 años y el poder coercitivo de las Fuerzas Armadas y la Policía.
Catalunya necesita una solución ad hoc. Es inevitable, y a pesar de los pataleos de los barones autonómicos, esta solución llegará. Tiene que ser una solución práctica y a la vez imaginativa. Tiene que implicar transferencia de soberanía y de poder político, y un freno al drenaje fiscal. Y –last but not least– tiene que abordar sin miedo cuestiones simbólicas e identitarias. Muchos catalanes se han vuelto independentistas no por dinero ni por razones prácticas, sino por ese resorte interno que Vicens Vives definió como la voluntad de ser. Y esta pulsión secular tiene que ser compatible con la legítima aspiración de miles de catalanes que no quieren dejar de ser españoles. Así que devánense los sesos, señores. Piensen en algo. Tienen que convertir en normal que en Catalunya haya seguidores de dos selecciones de fútbol distintas.
Siéntense. Ustedes que pueden, hablen, como diría Gemma Nierga.
(Pero antes, por la buena salud de todos y de la democracia, liberen a los presos políticos y dejen volver a los exiliados. Si no, no habrá manera de pasar página).