Mientras escribo esto desconozco si a Carlos Fabra le ha vuelto a tocar la lotería. Lo cierto es que no me extrañaría, dado que la estadística se va volviendo sorprendentemente elástica a medida que uno se acerca a la Comunidad Valenciana.
Lo probable, sin embargo, es que esta vez al político presunto no le haya tocado la lotería. Ni a ti. Y, sin embargo, hoy millones de personas consultarán los números premiados con la esperanza de que este año el careto deformado por la felicidad y empapado en cava que abra el Telediario sea el suyo.
“La probabilidad de que te toque el Gordo es de uno entre 100.000”, me dice Raúl Ibáñez, profesor del departamento de Matemáticas de la Universidad del País Vasco y divulgador. Pero, seamos sinceros, ¿a quién le importa la probabilidad cuando se tiene fe?
Quienes se dedican a contar historias en cine o literatura manejan un término conocido como “suspensión de la incredulidad”. Se basa en la voluntaria e imprescindible decisión del espectador de dejar pasar ciertas cosas, de ser benévolo con el guionista. Todos lo hacemos, de manera más o menos consciente, cuando nos enfrentamos a una historia. Aceptamos con naturalidad, por ejemplo, que un profesor universitario coja un látigo, se calce un sombrero de ala y se vaya por ahí en busca del arca de Noé. Aceptamos que un adolescente con gafas de pasta se monte en una escoba y sobrevuele Londres. Tenemos que aceptarlo para disfrutar de la película.
Ese mismo efecto, a gran escala, se produce cada año con la lotería. Millones de personas anulan su capacidad crítica, su sentido de la más evidente y sencilla realidad estadística para dejarse llevar por el mantra del ¿y si este año sí?
“Te diré lo que tienes que hacer para que te toque el Gordo”, me dice Raúl, que, por su labor divulgativa, tiene bien estudiado el tema. “Pásate 2.000 años comprando 50 décimos de números distintos cada año”.
Hemos sufrido demasiadas reformas educativas en demasiado poco tiempo, me temo, como para entender un razonamiento tan abstracto. Los españoles no somos buenos en matemáticas; lo dice el informe PISA y también la troika. Pero eso no impide que, a medida que se acerca el fin de año, se empiecen a escuchar, en los lugares más inesperados (léase bares, peluquerías o medios de transporte público), sesudas reflexiones tales como 'qué numero más feo'.
“Sí, eso me encanta”, me dice Raúl. “Los números con suerte. Y resulta, fíjate, que es solo una cuestión de simetría. Nos fijamos en los números que tienen un cierto tipo de simetrías y los rechazamos porque nos parecen... feos. El 10001, por ejemplo, es un número simétrico. Es raro. Pero el, no sé, 46279 es un número completamente vulgar, y lo preferimos precisamente por eso. Porque tendemos a lo común”.
El spot de lotería de esta Navidad era un buen ejemplo del envoltorio emocional, casi místico, que rodea a este sorteo. La nota de prensa que copiaron y pegaron casi todos los medios destacaba el ambiente onírico y la música de Eduardo Manostijeras. No es para menos; hay caracoles gigantes, modelos atrapados en gotas de agua, desiertos de hielo... Pero mi parte favorita está justo al final, cuando, sobre el plano de un bombo digital gigante, una edulcorada voz en off nos susurra que “cada Navidad tus sueños hacen posible la lotería”. Y ciertamente “sueños” es una expresión mucho más amable que “superstición”, “credulidad” o “incultura matemática”.
Porque, se pongan como se pongan Paulo Coelho y sus groupies, la fe no mueve montañas; lo que sí puede ocurrir es que te vuelva tan loco que las veas moverse. Sospecho que algo de eso hay en este fenómeno que despliega semejantes colas en plena calle, bajo la lluvia y el frío y la nieve. La gente, todos necesitamos placebos, y cada uno elige el que mejor le viene, el más popular en su círculo social. Los hay que se apuntan a clases de alemán, los que descubren a Jesucristo, los que se abren de chakras y los que confían en que todo irá mejor gracias a un bombo y un montón de pelotitas.
“Entiendo que la gente haga esas colas enormes en la puerta de, por ejemplo, La Bruixa d'Or”, me dice Raúl. “Lo entiendo porque, en efecto, la probabilidad de que toque ahí es más alta. Pero no porque haya tocado antes, dado que el bombo no tiene memoria histórica. Es más probable que toque ahí porque La Bruixa d'Or ha alcanzado tal fama que vende muchísimos números, lo que aumenta la probabilidad de que sean ellos quienes repartan el número premiado. Lógicamente, eso no quiere decir que quien compre un billete ahí tenga más probabilidades de que le toque. Pero, ¿qué ocurre? Que tú compras en Bruixa d'Or y, aunque no te toque a ti, si toca en esa administración, piensas: casi. Creemos que la probabilidad funciona por proximidad. Es absurdo, pero funcionamos así.”
Fantasía, ilusión, placebo. Suspendemos la incredulidad para disfrutar de ese profesor universitario con látigo, de ese mago adolescente con gafas de pasta y de ese sorteo que, año tras año, nos promete que de la clase media se puede salir por la vía del azar.