Debemos dejar de ver la vejez como una catástrofe, porque no lo es. El incremento de la longevidad es un triunfo histórico, conseguido gracias a unas mejores condiciones de vida y a unos sistemas sanitarios que protegen a la población en caso de enfermedad y ha de ser percibido pues como un logro del progreso social y de la democratización de la supervivencia y no como una catástrofe. Y desde este foco hay que afrontar un futuro no demasiado lejano (aunque el coronavirus ha impactado sobre estas previsiones) en que el número de personas adultas y de personas mayores será mucho mayor que el número de jóvenes, algo que las migraciones o un incremento de la natalidad pueden mitigar, pero no frenar.
Aunque la vejez sea percibida de forma negativa como fruto de un edadismo que resalta aspectos como el impacto en los costes sanitarios y sociales, las situaciones de soledad o el rechazo a la decrepitud de los cuerpos, hay que reconocer que en las últimas décadas el proceso de envejecimiento se ha transformado de forma espectacular y ha contribuido a modificar aspectos esenciales de la vida social.
La etapa de la vejez se ha dilatado en el tiempo y supone una percepción nueva del curso vital. Actualmente, una mujer española de 70 años tiene la misma esperanza de vida que tenía una mujer española de 56 años en 1960. Esto entraña cambios en la definición de qué es una persona mayor, así como en la representación de las trayectorias biográficas. La recientemente fallecida antropóloga Mary Catherine Bateson consideraba que el aumento de la longevidad no ha contribuido a extender la etapa de la vejez, sino que ha creado una nueva etapa, que ella denomina “segunda edad adulta”. Y a la “tercera edad” se añade una cuarta e, incluso, una quinta edad. La presencia simultánea de cuatro generaciones en las familias constituye una verdadera revolución en las dinámicas sociales y familiares que han hecho nacer no solo unas relaciones intergeneracionales inéditas, sino también una transformación de los roles de género, de las necesidades de cuidados y de las políticas públicas dirigidas a las personas mayores.
Todas estas transformaciones hacen que se pueda considerar que, en el contexto de las sociedades europeas contemporáneas, se han generado “nuevos envejecimientos”. Y es que esta “segunda edad adulta” se caracteriza por su gran vitalidad y elevada participación social y política, lo que rompe con los estereotipos asociados a la vejez. Las personas mayores no representan las supervivencias de un pasado al cual se aferran, sino que son sujetos activos en la transformación de las sociedades. No se pueden identificar solamente (ni principalmente) con personas que se encuentran en situación de dependencia, sino como sujetos que crean un nuevo tipo de ciudadanía activa que influye en las decisiones sociales y políticas y que cada vez lo hará más como fruto de su mayor presencia en número y en protagonismo.
En el contexto familiar, por otra parte, se ha incrementado el rol social, simbólico y práctico de las personas mayores pues, como ocurre en el conjunto de la sociedad, tienen mayor presencia en unas familias extensas que, no solo no han desaparecido, sino que, por el contrario, se han consolidado. Actualmente, la estructura intergeneracional es más compleja. Hay más generaciones que pueden coexistir durante un periodo de tiempo más largo y cada individuo puede tener más de dos roles o posiciones generacionales en el curso de vida, incluso de forma simultánea. Así, una persona puede ser a la vez abuela, madre e hija y, especialmente el estatus de hija o de hijo puede alargarse durante muchos años. Por otro lado, las personas mayores tienen también un rol activo en las transformaciones familiares, pues en su trayecto vital pueden haber experimentado, ellas mismas o sus hijos/as, las evoluciones provocadas por el divorcio, la recomposición de las parejas, la pluriparentalidad o los vínculos homosexuales.
Evidentemente, el perfil de las personas mayores varía mucho como efecto de las desigualdades sociales. El tan estimado envejecimiento activo es más fácil de conseguir cuando se dispone de recursos económicos y culturales, así como de un amplio abanico de redes familiares y sociales. Los sectores de población más humildes envejecen en peores condiciones de salud, y la esperanza de vida es más baja que entre los sectores más adinerados. Por otra parte, no se envejece igual siendo hombre o siendo mujer. El ejercicio de los roles de género a lo largo de la vida establece desigualdades que se reproducen y acrecientan en la vejez. También las transformaciones de los cuerpos se perciben de forma diferente, de manera que para las mujeres es un imperativo tejer estrategias para disimular los signos del envejecimiento y evitar la invisibilidad social asociada a la vejez que, en el caso de los hombres, se expresa de forma bien distinta. Como señaló Susan Sontag hay un doble estándar para envejecer. Cabe mencionar, finalmente, las diferencias en la forma de envejecer entre las personas que no residen en sus países de origen y que tienen el dilema de mantenerse en ellos o de volver a su país.
Pero hay otro tema importante que aparece también asociado a la vejez como es la necesidad de cuidados que requieren las personas mayores que han perdido su capacidad de autonomía y han entrado en situación de dependencia, lo que implica necesitar de terceras personas para realizar actividades básicas de la vida diaria. El análisis de los cuidados en la etapa del final de la vida constituye un punto crítico para comprender cómo este incremento de la longevidad modela las experiencias y significados del cuidado, moviliza agentes y recursos para llevarlo a cabo y constituye un punto de interconexión entre la economía moral y la economía política. Sí, es posible que necesitemos más cuidados en la etapa final de nuestras vidas. Pero recordemos que ser cuidado es un derecho, no un capricho. Cuidar y ser cuidado es la base del sustento de la vida y merece dar valor también acompañarnos para tener un final de vida digno.
Hay pues un “nuevo envejecimiento” asociado al incremento de la longevidad, pero también a las nuevas formas de vivir y de reivindicarnos como personas. Y este es sin duda uno de los cambios más profundos de nuestra sociedad, puesto que modifica las experiencias de vida, transforma la relación entre generaciones y afecta a las lógicas económicas y políticas de los Estados. Hay que reivindicar la nueva vejez, en lugar de denigrarla. Mary Luz Esteban, antropóloga y amiga, ha escrito el Manifiesto de las mujeres viejas. Una poesía feminista que reivindica a estas mujeres viejas soberanas de sí mismas, que no podemos asociar a los estereotipos de pasividad, sumisión y receptoras de cuidados. Me siento felizmente representada.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.