Lo verdaderamente escandaloso de Balthus

En aquel entonces Balthus era un espejo. Encontrar sus obras en aquel libro de El erotismo en el arte que yo miraba cada vez que mis padres salían a hacer la compra o incluso que llegué a guardar debajo de la cama para inspeccionarlo cuando según ellos yo debía llevar largo rato durmiendo era, sin duda, uno de los pasatiempos más excitantes que conocí de niña. Allí había obras de muchísimos artistas que me parecían unos cerdos. Había fotografías en las que las mujeres abrían las piernas con una elasticidad a mi juicio improbable, o pinturas donde los penes eran más grandes que las cabezas de sus portadores. ¿Para qué dibujaban los adultos todas esas cosas? ¿Qué sentido tenían? ¿Y por qué me ponían tan nerviosa?

Balthus, sin embargo, era ese espejo. Las niñas de esas imágenes —recuerdo una en un diván, con un batín probablemente rosa, y otra en una silla con las bragas al aire, e incluso esa con el chichi delgado a la que una profesora le reñía y le daba tirones— representaban cómo me sentía yo al ver el resto de obras del libro. E incluso cómo me sentía yo cuando a veces en la televisión pasaban escenas de amor. Y también cómo me sentía yo cuando estaba sola, en mi cuarto, en esa misma cama bajo cuyo colchón escondí El erotismo en el arte, y de pronto se me ocurría menear milimétricamente mis caderas contra la almohada hasta sentir aquello que entonces no sabía cómo se llamaba pero que ya era hermoso y prohibido, como un cuadro de Balthus.

Se me vienen a la cabeza estas imágenes íntimas ahora que en la prensa cultural se debate sobre la inmoralidad de la obra de Balthus tras su desembarco en Madrid. Un desembarco, por otro lado, casi más polémico y fatal en esa misma prensa que en la vida real. Un poco como cuando a algunos les dio por decir que vivíamos en un mundo en el que el feminismo terminaría por censurar Lolita, sin tener en cuenta que a Lolita ya se le había censurado hacía más de medio siglo y no precisamente por influencia de la crítica feminista, sino por los valores conservadores que hoy mismo traen este jaleo.

Hay un capítulo de la serie de dibujos Big Mouth —se puede ver en Netflix, es un maravilloso y asqueroso recopilatorio de escenas sobre la pubertad y la sexualidad compleja de la adolescencia— en el que en mitad del torbellino de pajas, dedos y cambios hormonales que están experimentando un grupo de chavales estadounidenses aparece un personaje al que sólo pueden ver ellos y que es algo así como su “fantasma de la vergüenza”. Una sombra que les acompaña cada vez que toman decisiones que tienen que ver con su cuerpo o sus sentimientos, y que incluso lleva a que una de las niñas, la más inocente de la serie, empiece a tener miedo de masturbarse con el gusanito de luz con el que llevaba acariciándose ahí abajo desde que tiene conciencia. Este fantasma de la vergüenza se parece mucho al que rondaba por mi cuarto cuando de niña cotilleaba las obras de Balthus, y se sigue pareciendo al que a veces me asalta cuando veo obra de otras mujeres que han tratado la sexualidad en la pubertad, como por ejemplo Jana Brike o Aleksandra Waliszeska, o cuando miro la escena de Big Mouth que comentaba más arriba, o incluso como cuando leo fragmentos de obras como Permafrost, de Eva Baltasar, una autora que ha defendido en público y en este mismo medio la necesidad urgente de hablar de la sexualidad en nuestra infancia, especialmente cuando el protagonista de esa infancia es una niña.

Ha sido a través de mujeres como ellas cuando he entendido que tal vez Balthus no era verdaderamente un espejo. Que tal vez su obra mostraba algo desconocido y radical pero que lo verdaderamente desconocido y radical era saber de esa sexualidad a través de sus protagonistas. Necesitamos relatos que nos confirmen, que nos hagan poner el foco en nosotras mismas. Necesitamos mirar las obras de ese hombre “inmundo” para darnos cuenta de que lo verdaderamente escandaloso es que durante tanto tiempo se nos haya negado la posibilidad de responder con nuestra verdad.