Qué razón tenían nuestras abuelas y abuelos en eso de que la salud es lo primero y que lo importante es que “con salud cumplamos muchos años más”. Ellos lo tenían claro, sabían qué era lo realmente importante en la vida. Las nuevas generaciones quizá hemos dado por hecho la salud y la hemos supeditado al dinero y el trabajo. Lo cual no es de extrañar, porque el sistema nos empuja a eso, a seguir girando en la rueda de un ritmo frenético y no tener tiempo para parar y cuidarnos.
Porque, no nos engañemos. La salud es lo más valioso que tenemos, lo que garantiza nuestra existencia. Y no podemos permitir que la pongan en riesgo. Debemos exigir que se proteja la sanidad pública, porque nos va la vida en ello.
Precisamente en este contexto en el que eludimos lo obvio, en que creemos que la salud está garantizada y se desprecia la labor de nuestro personal sanitario, se hace aún más necesario cuidar de nuestro sistema de salud. Porque la cruda realidad es que si no fuera por este servicio público muchas de las personas que conocemos no estarían entre nosotros. O sí, pero endeudadas.
Basta con preguntarse qué sería de nuestros seres queridos si no fuera por la sanidad pública. Si ese familiar con cáncer tuviera que pagar los 2.900 euros al mes que cuestan las pastillas que tiene que tomar para curarse. O ese otro que de la noche a la mañana tuvo que someterse a ciclos de quimioterapia, operarse y semanas después pasar por radioterapia. Ese mismo que cuando ya empieza a recuperarse te reconoce que no podría haber pagado el tratamiento que le ha salvado la vida, y que desde entonces no puede creer en otra cosa que no sea la bendita sanidad pública. Una creencia que deberíamos tener todos y todas. Por nosotros, por ellos y ellas. Por aquellos familiares y amigos que pasaron por una enfermedad y que, gracias a los médicos, médicas, enfermeros y enfermeras que le atendieron, hoy pueden volver a disfrutar de cenas con colegas, de días de reyes magos con sus hijos y nietos, y discutir sobre trivialidades en comidas familiares.
Cuando veo al personal sanitario reclamando sus derechos –que también son los nuestros— no puedo parar de pensar en cuánto dependemos de ellos. En que si nos jugamos la sanidad pública lo que nos jugamos es nuestra propia salud y la de quienes queremos. Por eso su reivindicación debería ser la nuestra. No podemos permitir que nos arrebaten el derecho a que nos salven la vida, a que nuestros médicos y médicas tengan más tiempo por paciente, a que puedan ejercer su trabajo con dignidad y no con una precariedad que haga peligrar su salud y la nuestra.
Suele pasar que hasta que algo no te toca, no le das la importancia que merecía. Pero seguramente todos hemos vivido la angustia y el miedo de perder a alguien por una enfermedad y hemos tenido que poner todas nuestras esperanzas en quienes podían salvarles la vida.
Cuando la enfermedad llega, viene acompañada de una sensación de desamparo, de no saber qué hacer, de darte cuenta de que tú no puedes hacer otra cosa que acompañar a la persona que está enferma y confiar en quienes saben. Pero en todo ese proceso de terror no estás sola, están ellos y ellas atendiendo a la persona que quieres. Y, en honor a esa memoria, a lo vivido, debemos proteger el sistema de salud público que tenemos, devolver el cuidado que recibimos y salir a defender su causa.
Porque las enfermedades no entienden de listas de espera. No piden permiso. Llegan, y tienen que atenderse lo antes posible, con unos médicos que no estén exhaustos y que cuenten con unos recursos que permitan hacerte las pruebas necesarias. A tiempo, claro. Porque es fundamental a la hora diagnosticar y de tratar.
Hay que exigir unas condiciones dignas para el personal sanitario. De lo contrario, seremos cómplices de la destrucción de la sanidad pública. No podemos esperar a que sea demasiado tarde, a cuando estemos enfermas o un familiar lo esté para sufrir la injusticia de que por unos servicios decadentes nuestro familiar no pueda salvarse de una muerte que podría haberse evitado.
Resulta frustrante tener que recordar cosas tan obvias, pero hay que hacerlo. Porque están siendo cuestionadas. Se está poniendo en duda la reivindicación de quienes pusieron sus cuerpos durante la pandemia para salvar los nuestros. Y de nada vale acordarse de ellos cuando estemos enfermos o confinados por una pandemia. No podemos dejar que les ninguneen y olvidar cuánto hicieron y hacen por nosotros. Solo hay que preguntarse cómo serían nuestras vidas si no hubiera habido científicos y médicos en los peores meses de la pandemia. La vuelta a nuestro día a día se lo debemos a ellos. Tenemos una deuda con estas personas que trabajaron contra reloj para dejar atrás un año en el que nuestras vidas se paralizaron.
No podemos consentir que se instale un sistema de salud low cost. Porque no estamos hablando de un negocio, sino de algo mucho más serio y que no debería comprarse con dinero como es la salud. La de todos y cada uno de nosotros. Es precisamente esto lo que está en juego, la salud de personas que acuden a un centro para depositar toda su confianza en el médico y ponerse en sus manos para curarse. La sanidad pública no entiende —ni debe hacerlo— de rentabilidad, y quizá por eso no lo entienden quienes ponen precio a todo.
Cuando el personal sanitario se planta ante la degradación del sistema público de salud no está defendiendo solo su posición. Si no les apoyamos y dejamos caer un servicio público esencial como este, ¿quién nos curará? Podemos pensar que ningún médico nos dejaría en la cuneta. Y pensamos bien. Pero ese es también el problema, que damos por sentado que siempre habrá un médico con recursos para salvarnos la vida. Cuando para eso hace falta que estén al 100% de sus capacidades. Y si ellos mismos nos dicen que no está siendo así, ¿cómo vamos a cuestionarlo? Hacen lo imposible con los recursos que tienen. Y, ¿quién mejor que ellos y ellas para diagnosticar el estado de salud de la sanidad pública?.
Cuesta creer que después de lo que hemos vivido tengamos que reivindicar un derecho que ya era consenso en la sociedad española. Pero así es. Toca hacerlo. Porque, como me sigue recordando mi madre, maestra de la escuela pública, ningún derecho está garantizado y hay que defenderlo cada día, como si nos fuera la vida en ello.