Las calles han explotado y los episodios de violencia callejera y vandalismo se están multiplicando en diversas ciudades de España. La segunda ola del coronavirus y las medidas coercitivas que lleva aparejadas son mucho más laxas (de momento) que las de la primera ola; sin embargo, la falta de consenso político en el mensaje a la ciudadanía y la deslegitimación de las medidas en función del color político que las pronuncia pueden ser el acicate que haya prendido la mecha de la violencia nocturna en nuestras calles. De los aplausos y la responsabilidad en la primera ola hemos pasado a la indignación y la violencia. Esto es solo el comienzo, de nuestras autoridades depende que sea un episodio aislado o que se prodiguen en picos de sierra.
Quisimos creer que esto ya había pasado, y ahora tenemos que retroceder a un estadio de la pandemia que dibuja un escenario muy impredecible. Necesitamos encontrar culpables y, sobre todo, algunos, unos pocos, canalizar su frustración e ira hacia aquellos a los que los irresponsables, mayormente populistas, señalan como los culpables. La chispa de la violencia ha prendido en una mezcla explosiva entre impaciencia e incertidumbre, sentimiento de injusticia, frustración, instrumentalización política de la pandemia, ruptura del consenso respecto a la legitimación de la violencia, efecto llamada y delincuencia organizada. Veamos cada una de ellas por separado, porque la peligrosidad del momento es altísima.
La impaciencia es una seña de identidad de nuestra era, y choca frontalmente con la actitud que aconseja la resolución de las múltiples crisis del coronavirus. Son muchas las teorías y evidencias que explican la tendencia a la impaciencia o el placer de la recompensa instantánea en nuestro cerebro. Lo queremos todo ya, y cuanto antes mejor. La cultura de la paciencia y del esfuerzo forma parte de otro siglo y supone una dificultad añadida a la ya de por sí compleja pandemia. Se nos ha acabado la paciencia en este asunto. La juventud quiere recuperar ya su ocio nocturno, la economía quiere volver a funcionar a pleno rendimiento y todos en general queremos una vacuna que nos haga recuperar nuestras vidas. No basta con que los expertos nos hayan dicho por activa y por pasiva que eso lleva su tiempo medido en lustros; no basta con que las predicciones más serias como la de The Wall Street Journal prevea que hasta 2024 durará el primer impacto económico, social y psicológico. No les hacemos caso, porque nuestro sistema cognitivo necesita darnos buenas noticias, esperanza, así que por qué no creer a quienes niegan el virus, o quienes nos dijeron que lo habíamos derrotado: así podemos justificar esa ansia a que nos devuelvan la vida.
Existe un sentimiento de injusticia, sobre todo en los colectivos más afectados o que menos entienden por qué les ha tocado vivir esto. Ese sentimiento adquiere relevancia en las manifestaciones de agresión colectivas, como uno de los motores que mueve hacia la protesta que puede o no acabar en disturbio y saqueo. Cuando escuchamos a muchos colectivos especialmente afectados, más que por la enfermedad, por las consecuencias sociales o económicas, se escucha un lamento de injusticia sobre por qué recae sobre ellos el peso de la crisis, absolutamente aislados del contexto que nos asola.
A esta sensación de injusticia se une la hipótesis de la frustración-agresión de Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears (1939) según la cual cualquier estímulo que obstaculiza o bloquea la consecución de una meta genera frustración, y esta a su vez desencadena una conducta agresiva. Es obvio que muchos de los que se manifiestan en las calles lo hacen amparados retóricamente por la palabra libertad, culpabilizando a las autoridades de unas medidas limitadoras que entienden injustas y que obstaculizan su vida y voluntad. En este análisis no existe el factor coyuntural de solidaridad social por el cual estoy limitado para que otro no se contagie, incluso muera. Y esto, en mi opinión, es el resultante de la instrumentalización política de la pandemia.
Desde que se relajara la primera curva, la oposición ha aprovechado para acusar al Gobierno de utilizar prerrogativas excepcionales con el único objetivo de acumular más poder del que le tocaría. Las acusaciones de dictadura han sido constantes, legitimando un discurso que acusa al Gobierno de tomar las medidas de forma arbitraria y antidemocrática. De aquellos barros, estos lodos, el discurso ha calado entre ciertos sectores y ahora salen a la calle para clamar por su libertad, la voz en la teoría de Hisrchman, si fuera verdad eso de que vivimos en una dictadura, algo que no es cierto, pero que algunos han utilizado como arma narrativa y ha calado.
Todos negarán ahora la legitimación de la violencia, pero existen discursos que la amparan si uno atiende a las frases que siguen al “pero”. Ninguna violencia es legítima, pero… y ya saben ustedes que lo que antecede al “pero” es negado por la misma palabra. Hoy en día, hay líderes políticos que justifican movilizaciones que con toda seguridad acaban en altercado, por el anonimato, la noche, el poder del grupo, la técnica del pie en la puerta (Zimbardo, 2011) y porque, como se ha descrito, existen elementos justificadores propios de la agresividad y la violencia que ahora socialmente se dan.
Finalmente, algunas de las movilizaciones acaban en altercado con violencia callejera, saqueo y enfrentamiento policial. Porque estas movilizaciones nocturnas ilegales, que no manifestaciones regladas cuyo derecho es fundamental en una democracia, son utilizadas por los profesionales de la kaleborroca y la delincuencia para montar follón y de paso saquear tiendas y obtener algún rédito de la jornada.
La teoría del aprendizaje social nos dice que la cultura regula el uso de la agresión en las relaciones sociales y aporta significados compartidos a estas acciones. La no unanimidad de condena de estos episodios puede ser dinamita en un momento tan complicado sanitaria, social, económica y psicológicamente en el mundo. La responsabilidad de los gobernantes y líderes sociales es imprescindible para parar estos episodios, que ahora no son generalizados, pero que tienen el combustible psico-social para serlo. Sin peros, sin argumentaciones retóricas, sin instrumentalizaciones de corto plazo, porque la impaciencia, la frustración y el sentimiento de injusticia han calado fuertemente en una sociedad que no estaba preparada cognitiva y emocionalmente para superar una prueba de tantísima magnitud.