Se veía venir y hoy es ya una gruesa bola que se desliza por la pendiente engrosándose a cada vuelta. La pandemia la ha hecho crecer exponencialmente. La irracionalidad se abre paso como motor de acción. El trumpismo que asaltó el Capitolio fue el estreno estelar de la tendencia que lleva gestándose varios años. Es un fanatismo que se mueve solo por lo que siente, sin atender a hechos y razones, y que usado por políticos desaprensivos y amplificado por ciertos medios, adquiere ya caracteres de grave problema social. Que no está levantando suficientes alertas.
Los primeros signos alarmantes datan de no menos de tres años. Se empezó entonces a definir este tiempo de los idiotas para el que ya se avanzaban tratamientos. No hay que molestarles. Un gran número de personas están dispuestas a creer lo que quieren creer y guiados tan solo por sus emociones. Borran lo que no les gusta. Nada les hace cambiar de opinión, a no ser la persuasión, explicaba en El País el periodista científico Javier Salas ya entonces. Argumentarles con múltiples cautelas para que no se replieguen recelosos. Emocionalmente. Estamos en estas manos. Se veía venir y ha ido a más. Desde la última vez que escribí sobre ello, el pasado septiembre, hemos visto síntomas tan preocupantes como el trumpismo volcado en acción violenta. Y lejos de atemperarse, las llamadas de una congresista republicana, estos días, para matar demócratas.
“La gente se fía más de sus sentimientos que de los hechos”, dice al jubilarse Marty Baron, el director del Post y en su día de The Globe con su Pulitzer en las manos. “No aceptan ninguna presentación de los hechos que contradiga sus sentimientos”, añade, “y, cuanto más les damos hechos que contradicen sus creencias, más creen que somos su enemigo”.
En España el fenómeno se advierte como problema político de enorme envergadura en las actuaciones de Isabel Díaz Ayuso, en particular, Pablo Casado y otros representantes de la derecha extrema y sin demasiados escrúpulos. Ayuso suelta cada poco una parida que, eso sí, es repetida en bucle por los medios, por si alguien no se ha enterado bien. Vamos desde “el ser de Madrid” a la propuesta de vacunación prioritaria para la hostelería. Lo que dice Ayuso no resiste el análisis. Si, según ella y su Gobierno, la gente no se contagia en los bares sino en su propia casa ¿para qué dispone una urgente vacuna? Pero con su táctica consigue propaganda y confrontar a colectivos sociales. Y, sobre todo, ha logrado hacer olvidar que ella obtuvo el peor resultado electoral del PP en Madrid en toda su historia y trabaja para remontarlo sin reparar en medios.
Casado, el jefe, miente con la misma desfachatez, habla de pagos escandalosos de Europa sin pruebas mientras no ha dejado de maniobrar en contra del Gobierno de España, o sea, de España y de los españoles, porque no tiene consecuencias. Ni siquiera se amilana por esa sombra de mafia que acompaña la pésima salud de los implicados y denunciantes de la corrupción del partido que preside.
La ultraderecha oficial que les inspira es capaz de pedir al mismo tiempo que censuren al estilo franquista las series de ficción de TVE, y que se prohíba y en su caso sancione a las Redes, empresas tecnológicas internacionales, si borran sus proclamas como han hecho con Trump, una vez que el desastre estaba fuera de control.
No resisten ningún análisis lógico, pero son seguidos por personas irracionales que se mueven por lo que sienten. Con la contribución indispensable de sus voceros mediáticos. Hoy han colado en la actualidad un artículo de supuestos sabotajes al Zendal de sus amores –de los amores de Ayuso y de los claros intereses que representa–. Y personas hechas y derechas, hasta un señor que dice ser catedrático, se lo come sin reflexionar siquiera que un medio acostumbrado a mentir ha de ponerse al menos en cuarentena. Y que son profesionales de la Sanidad quienes denuncian las carencias de ese centro.
La pandemia que no logran entender muchas personas aún exalta más las emociones debilitando la razón. Se constata que se han hecho con gurús mediáticos –uno especializado en cuentos de misterio y algunos médicos “famosos por salir en la tele”– a quien siguen con fe ciega, insultando con auténtica furia a quien les mueve a una mínima reflexión.
Y añadan a los negacionistas cada vez más activos. Un cantante cuya madre murió por coronavirus se apunta a las demenciales teorías de chips incrustados en las vacunas. La idiocia está alcanzando peligrosas cotas de influencia. Porque ya actúan, como los trumpistas. Un negacionista se cuela en el hospital de Miranda de Ebro y entra en zonas prohibidas para grabar “la gran mentira”. Están llegando a hostigar a una empresa de escenarios para series por un bulo en redes: el COVID no existe y los hospitales son falsos. Ya en septiembre se decía que crecían mucho y eran muy agresivos.
Con un universo extremadamente pequeño, apenas distinguen entre los buenos y los malos, puro maniqueísmo y encima devoto que se enciende en pasiones a favor y en contra. Culpan a quienes, desde los gobiernos intentan afrontar los enormes problemas que ha ocasionado la pandemia, hasta de las causas que los han agravado en España. Un país en el que las políticas neoliberales debilitaron la sanidad pública, deliberadamente, en busca de negocio, y que han seguido la misma tónica incluso con el virus campando entre nosotros. Los que priman con aplastante claridad la economía sobre la vida de las personas. El que apostó por el turismo y el ladrillo como únicos motores económicos. El que descuidó la protección social de sus ciudadanos en agravio comparativo con la Europa a la que pertenecemos en todos los apartados. Esta gente cree que los problemas nacieron ayer y se resuelven mañana.
Cómo afrontar semejante pandemia. El reduccionismo del pensamiento, la inmediatez que les rige, las emociones que excluyen la racionalidad. El machaqueo constante de los medios que refuerzan sus sentimientos, sus “creencias” no sustentadas en la realidad. Están buscando la vuelta de las políticas más devastadoras. Si en semejante panorama se cometen errores –desde la buena voluntad al menos–, entregarse a los trumpismos sería suicida. Lo ha sido en EEUU. El 'chamán-bisonte' del ataque al Capitolio ahora se arrepiente, o se lo han aconsejado así sus abogados: “Fui horriblemente embelesado”, dice.
La pandemia de la irracionalidad está extendida, de ahí el ascenso de los fascismos, eufemísticamente llamados, algunos de ellos, populismos. El Brexit británico ha traído ejemplos reveladores. Los pescadores británicos se encontraron con la sorpresa de que salir de la Unión Europea implicaba burocracias de control aduanero y sobre todo reducir el mercado del que habían dispuesto. Y no pasaron más de 15 días para comprobar que no vendían sus productos. El líder de los conservadores Jacob Rees-Mogg terminó de arreglarlo al decir: “al menos ahora los peces son mejores y más felices porque son británicos”. Los felices peces británicos andaban pudriéndose en los hangares. Y el gobierno pensando en subvencionar a los pescadores por sus pérdidas.
¿A dónde vamos por este camino que se afianza, lejos de diluirse? Guiarse por sentimientos o creencias sin base es un virus para el que no está actuando ninguna vacuna. El coronavirus llegará a controlarse gracias a ellas, a la ciencia. Se recuperará la actividad y habrá que reparar los enormes destrozos causados por el virus, pero con esta gente enloquecida que adquiere cada vez más poder, ¿qué se hace? Este lunes, un psicólogo, Adam Grant, escribía en The New York Times del problema. Según él, la ciencia del razonamiento con personas irracionales se basa en no intentar cambiar la opinión de otra persona, sino en ayudarle a encontrar su propia motivación para cambiar. Esto a diario se ha evidenciado como darse cabezazos contra un muro de cemento.
Los asuntos de gran envergadura, como este, no tienen una solución fácil ni inmediata. De entrada habría que ir a las raíces. No difundir las mentiras políticas y mediáticas, no nutrir la irracionalidad bajo ninguna excusa, saber que quienes lo hacen buscan su beneficio. Y sobre todo atajar con la ley, la firmeza, todas esas desviaciones que ponen en peligro la convivencia y hasta la vida. Ya no nos falta más que, con cuanto nos ocurre de base, esta masa de insensatos. Al menos no alimentarlos, en la medida de lo posible.