Unos buscan el significado de la vida en la filosofía, otros en la ciencia, otros en la religión. Yo lo busco en los diccionarios. Eso me permite tener mi visión del mundo muy a mano: la tengo ordenada en una estantería por tipos de palabras. El otro día, en un arranque, me dio por calcular y he visto que los pilares de mi pensamiento miden dos metros de alto por dos de ancho. Es un tamaño que va creciendo con mis visitas impulsivas a las librerías y que tiene un movimiento en una única dirección: el aumento de los diccionarios provoca la expansión de mis entendederas. De tal modo que diccionarios (D) y pensamiento (P) son dos magnitudes directamente proporcionales. Así: D ↑ â¾ P ↑
Hasta ahora había llenado mis estanterías con diccionarios de palabras de todo pelaje, pero hace unos días entré en una librería y de pronto vi un diccionario que… ¡apenas tenía palabras! Era un diccionario de colores, ¡de combinaciones de colores!, ¡de bloques de colores! Lo compré y ¡ay, mi mare! ¡Esto sí que ha sido una revolución en mi forma de ver el mundo!
En este diccionario hay cientos de colores y cada uno tiene un nombre distinto. ¡Son cientos de nombres de colores! Entonces me di cuenta de que hasta ese momento yo había vivido en un mundo pequeño, básico, aburrido, en el que solo existían el blanco, el amarillo, el naranja, el rosa, el rojo, el verde, el azul, el violeta, el marrón, el gris, el negro y pare usted de contar.
Era un mundo de colores absolutos en el que te ponías morado cuando comías mucho y te quedabas blanco cuando te daban sustos. Un mundo en el que te ponías rojo de vergüenza y amarillo cuando te daba un parraque. Un mundo en el que si te criticaban, te ponías verde, y si te enfadabas, decías: “¡Me estás poniendo negra!”. Era un mundo tan burdo que solo tenía un nombre para describir el tono de piel: el “color carne”, como si solo existiera un tono de piel: el de la raza blanca.
Empecé a mirar el diccionario de colores y de pronto me sentí como Dorothy en El maravilloso mago de Oz. Ante mí se abrió un arcoíris cuántico y todos los objetos de mi alrededor se convirtieron en marrón topo, cervatillo, verde tortuga pálido, arce, naranja albaricoque, canela rosada, amarillo sulfúrico, gris mineral.
Leer esos nombres de colores fue como encender las luces de un mundo que hasta entonces había visto a oscuras. Como si hubiera estado usando las palabras sin saber que puedo modificar el tono, el brillo y la saturación de todos los objetos que tengo a mi alrededor.
¡Estaba emocionada! El diccionario de colores había ampliado muchísimo mi vocabulario, pero pensé que me podía ser más útil si le hacía unos ajustes. Para empezar, descarté unos cuantos nombres como azul profundo de Lyon (porque esa ciudad me pilla a desmano y prefiero un azul mediterráneo almeriense) y otros cuantos como pálido lago quemado (porque aunque tienen esa insuperable belleza japonesa, en mi cosmovisión occidental del mundo, no sé qué carajo es un lago quemado).
Después, añadí los colores que no vi en el diccionario, pero que colorean mi vida. Cada día apunto uno y llevo ya una lista de rojo sandía, color carne de calefacción muy alta, cobrizo desteñido, verde brócoli pasao, negro de zapato sin limpiar, celeste mascarilla, gris metálico ordenador, azul pelota de pilates…
Pensé que cada uno deberíamos crear nuestro diccionario cromático personal para redescubrir el mundo que tenemos alrededor. Quizá para que, por primera vez en la vida, lo miremos con atención de verdad. Para descubrir que las palabras son una forma de modificar el tono, el brillo y la saturación de los objetos que nos acompañan todos los días. Que podemos convertir el rojo ramplón en rojo cereza cara, en rojo raf o en rojo atardecer en Cabo de Gata.
Me entusiasmé tanto que hasta he empezado a escribir mi biografía en colores y me he dado cuenta de que los matices de cada color están llenos de información geográfica, climática, gastronómica, estética, cultural. ¡Qué buena forma de colar datos en lo que parece una mera descripción pictórica!
Mi biografía empieza así: “Nací una tarde de cielo amarillo almeriense, en un hospital de paredes blanco encalao, a dos manzanas del mar. El agua azul mediterráneo estaba levantada y las olas hacían una espuma blanco leche merengada…”.