Puede que parte de la gente que se molestó en acudir a votar el 24M haya empezado a preguntarse si alguien ha entendido realmente su mensaje. Los votantes del Partido Popular seguramente están planteándose en serio reclamar que les devuelvan la papeleta, viendo como su partido se preocupa más por quienes no les votaron que por ellos.
A los casi seis millones de ciudadanos que dieron su confianza al partido de Mariano Rajoy resulta que son los propios líderes y barones del partido quienes llevan días repitiéndoles que se han equivocado, que han apostado por una fuerza llena de viejos carcamales que piden a gritos renovación, gobernantes prepotentes y poco humildes que además se explican fatal e implementan políticas que sólo han repartido miseria y sufrimiento entre los mayores, los jóvenes, las mujeres, la clase media o los mineros.
A los no votantes del PP les va algo mejor, pero tampoco demasiado. Quienes apostaron por un cambio allí donde gobernaba la derecha no parece que optaran simplemente por reemplazar la mayoría de un partido por la de otro, sino por otorgar un mandato a varias fuerzas para que se entendieran. El encargo parece claro: comprométanse y gobiernen de otra manera aunque resulte complicado, les obligue a asumir costes e incluso a incurrir en contradicciones.
De momento no parece que muchos hayan captado el mensaje o si lo han captado, aún lo andan procesando. A la complejidad escogida por el electorado los partidos responden recurriendo a gestionarla mediante dos reglas simples y fáciles, más orientadas a evitar auto lesionarse y minimizar daños y costes políticos, que a maximizar beneficios y resultados ante el electorado.
La primera regla es la ley del peaje: quien pretenda gobernar debe pagarlo y aceptar unas condiciones para que se lo permitan. Es la opción clásica de quienes anhelan ser gobierno y oposición a la vez. Una estrategia útil para el partido, pero normalmente inútil para el votante. Sirve para apuntase a todos los éxitos y aciertos de quien gobierne y distanciarse de sus fracasos y errores. En este “que gobiernen ellos” todo parecen beneficios y apenas hay costes. El único problema es que, efectivamente, gobiernan ellos.
La segunda regla que parece regirá las negociaciones sobre pactos resulta aún más pragmática: sólo entras en aquellos gobiernos que presides. Parece que preocupa más mancharse al gobernar que gobernar en sí mismo. No se buscan socios, se buscan subordinados. No se trata de cooperar sino de competir. No se aspira a gestionar la diversidad, se prefiere jerarquizarla.
No parece descabellado pensar que la gente ha votado otra cosa: menos pragmatismo, menos estrategia y más compromiso. Los electores ya dijeron con sus votos quién va primero y quién segundo en un hipotético gobierno de coalición. No parece que los votantes estén deseando que se dedique mucho tiempo a discutir en los despachos el orden de los socios.
Cambiar a presidentes y alcaldes representa el principio. No el final. La gente apoyó cambios de agenda y de políticas. Aunque ahora no se lo parezca, lo que importará al final será el programa que vayan a comprometer y las políticas que pongan en marcha. Para ganar hay que arriesgarse y comprometerse. Todo lo demás acaba resultando una pérdida de tiempo.