A vueltas con los Bancos Centrales
Tras el impacto de la COVID-19, las instituciones económicas supranacionales emitieron señales esperanzadoras. Parecía que los hombres de negro, ya fueran del Banco Mundial o del FMI, de los bancos centrales o de la Comisión Europea, habían aprendido de los errores pasados y que las respuestas iban a ser diferentes.
Pero se dispara la inflación y los bancos centrales, tras años de una política de bajos o nulos tipos de interés, comienzan de nuevo una escalada acelerada al alza. Se recupera una visión supuestamente ortodoxa que insiste en atacar la demanda para bajar la inflación.
Se supone que el objetivo es de pura imagen con la que se quieren cortar las expectativas alcistas mostrando una intervención activa coherente con su gran objetivo de contener la inflación.
La creencia de que son las expectativas las que marcan la futura inflación goza de más seguidores teóricos que de evidencia empírica. Pero resulta especialmente irrelevante en las circunstancias actuales.
Es unánime la percepción de que la actual inflación no tiene su causa en presión de la demanda sino en factores de oferta: por los disparados costes de la energía y los cuellos de botella del comercio global, agravado todo ello por la estructura crecientemente oligopolista de los mercados.
Desde el mismo Banco Central Europeo (BCE) se constata que “la inflación subió a 9,9% en septiembre, reflejando nuevos aumentos en todos los componentes. La inflación de los precios de la energía, del 40,7 %, siguió siendo el principal impulsor de la inflación general, con una contribución cada vez mayor de los precios del gas y la electricidad. La inflación de los precios de los alimentos también aumentó aún más, al 11,8%, ya que los altos costos de los insumos encarecieron la producción de alimentos. Los cuellos de botella en la oferta se están suavizando gradualmente, aunque su impacto rezagado sigue contribuyendo a la inflación. El Banco de España cifró en su último informe anual que el 73% de la inflación de la eurozona y el 89% en España se explican por la energía y los alimentos.
Con esos datos, es evidente que una política de control de la inflación a través de la demanda promete ser poco eficaz. Tan evidente, que la propia presidenta del BCE, Christine Lagarde, reconoce públicamente que “nuestras previsiones contemplan la posibilidad de una recesión suave en la eurozona, pero no creemos que esa recesión sea suficiente para domar la inflación… El riesgo de recesión ha aumentado pero la evidencia histórica sugiere que no deberíamos esperar que la desaceleración del crecimiento haga mella significativa en la inflación, al menos no en el corto plazo”, según hemos leído en prensa.
Es decir, que la institución que debe velar por el control de la inflación impone una política generadora de recesión y paro, de dificultades para buen número de empresas, aun a sabiendas de que los efectos sobre la inflación son muy reducidos.
La lógica parece aconsejar atacar las causas reales y evitar sus más perniciosos efectos. Medidas como el tope al gas, apostar por energías limpias, o descuentos al transporte público y para los hogares más vulnerables casan mejor con las circunstancias. De hecho, están demostrando una relativa eficacia para moderar la inflación y aliviar los efectos sociales negativos.
Pero los Bancos Centrales hacen caso omiso de la evidencia y siguen defendiendo que hay que seguir subiendo los tipos de interés como si la inflación fuese de demanda.
Simultáneamente, se reconoce que buen número de empresas, incluidas las bancarias, están gozando de beneficios más o menos caídos del cielo gracias al entorno económico global… pero que lo que hay que vigilar especialmente es que los salarios no provoquen una peligrosa espiral de nuevos incrementos de precios.
Podemos admitir la necesidad de un gran pacto de rentas, pero resulta una vez más llamativo que algunos entiendan que solo afecta a los sueldos y salarios.
No resulta así sorprendente que el BCE haya emitido un informe crítico con el proyectado impuesto español sobre los beneficios extraordinarios de la banca.
Son muchos los aspectos que sorprenden en su dictamen. Resulta especialmente llamativo el cinismo implícito en el argumento de que el nuevo impuesto puede impactar en la concesión de crédito de las entidades financieras… cuando la política monetaria de subida de tipos está precisamente dirigida a reducir la concesión de préstamos de los bancos. ¡En vez de criticar, el BCE debería alegrarse de que este impuesto pudiera colaborar con su política!
Choca también que se obligue al Gobierno a detallar los mecanismos que empleará para verificar que la banca no acabe trasladando el coste del tributo a los clientes pero que defienda con firmeza que sean estos quienes finalmente lo soporten.
La impresión resultante de todo lo que precede es que el BCE es consciente de que sus medidas van a implicar algunos costes sociales pero que está dispuesto a actuar como defensor del sector bancario para que no sufra su cuenta de beneficios. Quizás no choque tanto observando de dónde proceden varios de sus principales responsables, en unas evidentes puertas giratorias con la banca privada.
Considerando que el Estado español da por perdidos en ayudas a la banca más de 70.000 millones de euros y que los beneficios de nuestros grandes bancos podrían llegar este ejercicio a los 10.000 millones, no parece desequilibrante pedir que aporten 3.000 millones en dos años.
Más bien, estos impuestos sobre beneficios extraordinarios han de verse como un componente necesario del nuevo pacto social con que afrontar las presentes dificultades.
En cualquier caso, resulta doloroso comprobar la insensibilidad social de nuestros Bancos Centrales. Quizás derivada de la falta de control democrático que implica su sacrosanta independencia. Pero ese es otro debate.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
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