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ENTREVISTA

Emma sobrevivió a las 27 puñaladas con las que su exnovio intentó matarla: “Me desperté contenta porque estaba viva”

Emma Larreta en Lacunza, el pueblo de Navarra en el que vive.

Marta Borraz

23 de marzo de 2025 21:24 h

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Se llama Emma Larreta y está viviendo su segunda vida. Es una de sus certezas más firmes: el 2 de abril de 2007 volvió a nacer. Aquel día su exnovio intentó asesinarla clavándole 27 veces un cuchillo que acababa de comprar en la ferretería más cercana. Él no aceptaba que Emma, que entonces tenía 32 años, hubiera cortado la relación, y se presentó en la tintorería de la calle San Martín de San Sebastián en la que ella trabajaba entonces. Ahí comenzó un infierno del que se despertó en la UCI casi un mes después y que le ha llevado a dedicarse a concienciar contra la violencia machista. Hace escasos días ha celebrado su 50 cumpleaños de esta vida suya partida en dos.

“Fue un antes y un después”, dice al otro lado del teléfono desde Lacunza, el pueblo cercano a Pamplona en el que vive. Su historia la cuenta en El mapa de mis cicatrices (Aguilar), un relato que navega entre la crudeza de lo ocurrido y la garra con la que Emma lo afrontó. “Lo recuerdo todo. Es un día que me gustaría borrar de mi vida, pero al mismo tiempo sé que fue una segunda oportunidad y me siento agradecida. Me desperté en el hospital sonriendo y contenta porque pensaba que me moría, fui muy consciente de que todo a mi alrededor era sangre y me ahogaba. Yo me decía 'Emma, de aquí no sales'. Pero, contra todo pronóstico, salí”.

Después de haber vivido en Madrid y en República Dominicana y haberse quedado embarazada de su primer hijo, Emma había vuelto hacía un tiempo a su San Sebastián natal. Allí conoció al hombre que lo cambiaría todo. “Fue en una fiesta de la comunidad dominicana a la que me invitó una clienta de la tienda de mi madre. Era un hombre amable y atento”, explica. La relación duró menos de un año, él rompió uno de los acuerdos a los que habían llegado y ella lo tuvo claro. Pero él no lo aceptó y empezó a “aparecer por todos lados” pidiendo perdón e insistiendo en volver. Una noche, en una sala de fiestas fue hacia ella, le agarró fuerte del brazo y la zarandeó. Al día siguiente Emma lo denunció.

Aquella noche no dejó de llamarla por teléfono, recuerda la mujer. Y a la mañana siguiente, lunes, apareció en la tintorería en la que trabajaba con un ramo de flores para preguntarle por la denuncia. “Mi actitud distante no le gustó y se fue visiblemente enfadado. Volvió con un corte en la mano y me dijo que le diera una servilleta, pero no me acerqué y ahí empezó la pesadilla. Sacó el cuchillo y yo sabía que tenía que salir de ahí”, recuerda. Tuvo la suerte de que, ya en la calle, pasaba una concejala del ayuntamiento con un escolta que apuntó al agresor con la pistola y solo así logró que se lo quitaran de encima.

Entrar al “mundo” de la discapacidad

Emma cuenta las cosas tal y como fueron, sin camuflajes. Y cree que es positivo hacerlo así para hacer entender la dureza de la violencia machista. Pero, al mismo tiempo, busca trascender del caso concreto. “He escrito el libro porque es importante transmitir que la violencia de género, y lo que a mí me pasó, es más que una agresión. Que detrás de las cifras y de los nombres de mujeres agredidas hay vidas, inquietudes, proyectos e ilusiones”, señala.

En el hospital estuvo ingresada unos dos meses, sometida a cirugías y curas y “enganchada” a la morfina varias horas al día para intentar paliar los dolores de su cuerpo, que estaba “como un patchwork [pieza textil elaborada con retales de otras]”, bromea. “Pero estaba viva”, reitera la mujer, que usó el humor desde el principio. “Con algunas amigas nos reíamos diciendo 'con lo curiosa que soy cómo me iba a perder este momento de mi vida'”. El apoyo de su gente y la actitud “de enfocarme hacia el futuro” cree que fueron claves para el proceso de recuperación. “Pensar en lo que me había ocurrido no me ayudaba, me centré en intentar aceptar cómo estaba y qué tenía que hacer para estar mejor”.

Salir del hospital fue “terrible” porque Emma empezó a depender de otras personas para todo. “Fue durísimo, pasé de ser siempre autónoma y llevar las riendas de mi vida a necesitar ayuda para que me dieran de comer, me bañaran o me quitaran los mocos si se me caían”, ejemplifica. Mantener la cabeza ocupada le ayudaba y, además, no le quedaba otra. “Me pasaba los días haciendo lo que he hecho toda mi vida: encargarme de cosas. Tenía un hijo de dos años, estaba en medio del proceso judicial, de las cirugías, los médicos, los papeleos y la burocracia...”. El agresor fue finalmente condenado a nueve años de prisión y 20 de alejamiento, y tras cumplir condena ya no vive en España.

Los brazos fueron la parte del cuerpo de Emma que salió más dañada del ataque, pero la rehabilitación que se pagó de su bolsillo –“como muchas otras cosas”, esgrime– logró que pasara de no poder moverlos a tener movilidad reducida. Nunca recuperó la situación anterior y entró “en el mundo de la discapacidad”, una palabra que entonces ni se había planteado. Le costó aceptarlo. “Fue un duelo, porque no es solo ponerte esta etiqueta, es que tu cuerpo es otro cuerpo y tienes limitaciones. Fue duro, pero aun así pensaba en jugar las cartas de la mejor manera posible e intentar que fuera bien”.

¿Cómo te ha pasado esto a ti?

Emma tiene ahora un 39% de discapacidad reconocida, pero no se olvida de uno de los momentos del proceso que relata en el libro, cuando la última de las médicas que la evaluó le espetó: “A ver si la próxima vez elegimos mejor novio...”. Fue el comentario más explícito de los que recibió, pero no el único. “Yo no he sentido culpa en ningún momento, pero a mi alrededor sí percibía esto de '¿cómo te ha pasado a ti?'. Pensaban que alguien con mi carácter y mi vida no podía haberlo sufrido, porque se sigue relacionando la violencia machista con víctimas con poca capacidad, débiles o de bajo nivel cultural. Además, había muchos prejuicios porque el agresor era extranjero, se decía que era un prototipo de hombre así y que yo cómo podía haber estado ahí...”, recuerda.

Es consciente Emma de que esta percepción de la violencia machista no es una excepción. Lo sabe bien porque en los grupos de mujeres que dinamiza se lo cuentan cada día. Lo hace desde su proyecto inVisibles, con el que busca fomentar espacios de reflexión sobre la violencia machista y la superación. Es la forma que ha tomado la idea que tuvo en la cama del hospital poco después de despertar, cuando pensó que “tenía que hacer algo” con lo que le había ocurrido. Tras estrenar una obra de danza contemporánea sobre el tema y participar en el documental Ama-das, que narra las experiencias de cuatro mujeres con discapacidad víctimas de violencia de género, montó inVisibles.

“El espacio es una pasada, está hecho con mucho mimo y está dirigido fundamentalmente a adolescentes”, explica Emma, que recorre colegios, institutos y otros centros de jóvenes. “La tecla es llegar a su interior, que les sirva y que les remueva. Este tema tiene que incomodarles y revolverles y desde ahí vamos a avanzar”, esgrime la mujer, que intenta hacer entender a los chicos “que son parte de la solución”. No suele utilizar las palabras violencia machista, pero acaba hablando de ella. “Voy dando un rodeo, les hablo de resiliencia, de tolerancia a la frustración, de principios... Intento que sea un espacio conciliador”.

La voz de Emma, que se volvió a enamorar y vive “feliz” con su marido y sus dos hijos, se vuelve enérgica cuando habla de inVisibles. Y mira hacia atrás porque sabe que sin lo que le ocurrió no estaría donde está hoy. Con sus cicatrices, que muestra sin pudor, ha acabado dibujando un mapa que tiene sentido, un mapa con el que no perderse: “La vida es un camino complicado, pero somos como somos gracias a nuestras cicatrices. Yo siempre digo que tengo el cuerpo lleno de rotos, pero lo más valioso es lo que hay dentro”.

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