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Las palabras y las cosas

La idea de que modificando el lenguaje se modifica también la realidad a la que designa, o se contribuye a hacerlo, es una superstición de nuestro tiempo que empezó encontrando acomodo en los movimientos de izquierda, y que ha sido ya copiada por la derecha.

La corrección política ha provocado grandes daños sobre todo en el ámbito del lenguaje. La pestífera costumbre del plural duplicado, por ejemplo, —ese odioso e imposible todos y todas, que todos los políticos están obligados a perpetrar— es una consecuencia de esta filosofía.

La sustitución de la revolución económica por la revolución lingüística fue una de las señas de identidad de la etapa Zapatero. Y no lo digo porque alguna de sus ministras reivindicara en un momento de frenesí el uso del sintagma miembros y miembras. Lo digo porque Zapatero fue el primero en creer que si no mencionaba la palabra crisis, La Crisis real no se manifestaría jamás.

Me acordé mucho de esta manía de ZP cuando en el pasado debate sobre el estado de la nación Rajoy se empeñó con la misma ofuscación que su antecesor en no mencionar ni una sola vez el apellido Bárcenas.

Nunca hemos estado más cerca de la neolengua descrita por Orwell en 1984 que en este primer año triunfal del señor Mariano. Su Gobierno no ha llegado a llamar paz a la guerra y guerra a la paz, pero sí ha sustituido la palabra recortes por la palabra reformas, recesión por crecimiento negativo y abaratamiento del despido por flexibilización del mercado laboral.

Y para colmo el otro día un Director General de la Consejería de Vivienda de la Junta de Castilla-La Mancha remitió un escrito a sus delegaciones territoriales para que eliminaran de sus cartas de desahucio la palabra desahucio y la sustituyeran por una expresión menos “contundente” como el impago producirá todos los efectos previstos en la normativa.

La corrección política, tan progre en sus orígenes, ha sido llevada por el PP hasta sus últimas consecuencias, y ha revelado por fin su verdadero carácter inquisitorial. Esta podría la primera conclusión.

La segunda es que los Gobiernos ya no solucionan los problemas de los ciudadanos. No pueden. Así que si algo no funciona, le cambian el nombre y en paz.