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La esencia de lo reivindicable

Roberto Montoto Ramos

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El terrible asesinato de George Floyd ha generado un tsunami mediático de proporciones históricas. La desigualdad y la brecha racial llevan presentes demasiado tiempo en un país podrido, cuya estructura social y política está cimentada sobre las bases de la discriminación y el supremacismo, y este horrible suceso ha generado la chispa necesaria para encender la llama de la lucha por la igualdad y la justicia social, una igualdad y una justicia reales, efectivas, no está ficción representada tras un telón de barras y estrellas.

Esta lucha es necesaria, es imperativa y es imprescindible, pero la lucha debe ser emotiva, sincera y visceral, no puede ser banalizada ni puede utilizarse para satisfacer los frívolos caprichos éticos de unos pocos. Con ello quiero referirme a las consecuencias de este movimiento en determinados sectores de la cultura como el cine o la televisión, y que son representativas de una tendencia cada vez más presente.

Y es que el buen juicio y la sensatez se están viendo desbordados por la precipitación de los acontecimientos. Los últimos tiempos han arrastrado consigo una peligrosa ola de buenismo descerebrado, una corriente de alternativismo extremo que nubla por completo el pensamiento crítico y la capacidad de discernir entre lo políticamente incorrecto y lo social y moralmente inadmisible. La línea que separa la libertad de expresión y la ofensa nunca ha sido tan estrecha como hoy.

Paradójicamente, cuando con más vehemencia se emplean la igualdad, la libertad y el respeto como armas reivindicativas y como herramientas estructurales necesarias para el nacimiento de un nuevo orden es cuando esos principios están experimentando una mayor desvirtuación, siendo maleados y malinterpretados por la bienintencionada pero irresponsable bobaliconería de sus pretendidos adalides.

Prolifera una especie de progresismo exacerbado y alienante por el cual el sujeto reivindicativo medio se sube sin pensar al tren del “bienquedismo”, de la lucha ciega y la protesta irracional. Ese afán pseudoidealista de concienciación es tan dañino o más que el conservadurismo más reaccionario. Se trata de un adoctrinamiento cultural condicionado por la presión ejercida desde el púlpito de la superioridad moral propia del progresismo de feria, cuyo radicalismo excluye de manera fulminante a todo aquel que no piense como ellos, a cualquiera que no lo reivindique todo sin medida y sin cuestionamiento.

Asistimos a la extensión generalizada de lo que podría catalogarse como una corriente sensibloide que se despliega por todos los ámbitos de nuestra sociedad, y que lejos de armonizar y de estrechar lazos en la búsqueda de una concepción más homogénea de los valores sociales, no hace sino generar más división, odio y radicalismo. Esta tormenta de polarización ha llevado a la sociedad hasta un punto en el que no sabe distinguir entre la lucha, la reivindicación o la búsqueda de justicia y el postureo oportunista. La censura, desde luego, no es el camino hacia la igualdad.

El terrible asesinato de George Floyd ha generado un tsunami mediático de proporciones históricas. La desigualdad y la brecha racial llevan presentes demasiado tiempo en un país podrido, cuya estructura social y política está cimentada sobre las bases de la discriminación y el supremacismo, y este horrible suceso ha generado la chispa necesaria para encender la llama de la lucha por la igualdad y la justicia social, una igualdad y una justicia reales, efectivas, no está ficción representada tras un telón de barras y estrellas.

Esta lucha es necesaria, es imperativa y es imprescindible, pero la lucha debe ser emotiva, sincera y visceral, no puede ser banalizada ni puede utilizarse para satisfacer los frívolos caprichos éticos de unos pocos. Con ello quiero referirme a las consecuencias de este movimiento en determinados sectores de la cultura como el cine o la televisión, y que son representativas de una tendencia cada vez más presente.