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La homofobia no existe

Víctor Baz | socio de elDiario.es

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Cinco días después del asesinato de Samuel, periodistas y tertulianos cisheterosexuales divagan en sus respectivos espacios mediáticos sobre la naturaleza de la homofobia. Y spoiler: resulta que no existe. Eso es. Habéis leído bien. Ya podemos relajarnos y seguir haciendo nuestras cosas habituales de maricas, como pasar el aspirador en tacones a ritmo de Womanizer o planificar el brunch del domingo que viene. C'est fini. No existe. ¿Que cómo es eso? Bueno, porque si el asesinato de Samuel, a quien diez heteruzos borrachos despreciables apalearon hasta la muerte al grito de maricón de mierda mientras estaba tendido en el suelo completamente indefenso, no es homofobia, está claro que nada lo es.

De modo que gracias, señores cisheterosexuales. Un aplauso para ellos, ¡todas!, por favor. No solo tienen a bien explicarnos a los y las maricas qué es eso de la homofobia, sino que además la han erradicado para siempre de nuestras vidas. Porque atendiendo a las explicaciones de estos señores, es prácticamente imposible que nos puedan asesinar por motivos homófobos. ¿No es maravilloso? ¡Adiós LGTBIfobia! ¡Ole!

Solo pondría un pero. Y es que estos señores no tienen ni puñetera idea de lo que es la LGTBIfobia. Porque nunca la han vivido y, por lo tanto, no pueden comprender la magnitud de su horror. Las personas LGTBI, en cambio, la conocemos bien. Forma parte de nuestras vidas, de nuestro pasado y nuestro presente, está en todas partes y, por lo general, golpea sin avisar.

Los últimos años del colegio y los primeros del instituto fueron para mí un infierno diario. Cada día iba a clase muerto de miedo. El acoso era sistemático y brutal: insultos, amenazas, vejaciones cada cual más retorcida y humillante... Yo no tenía ni idea de mi orientación sexual por aquel entonces (ni la tuve hasta muchos años después), pero mis compañeros... vaya si lo sabían. Me llamaban maricón en cada agresión. Me escupían, orinaban en mi mochila, me amenazaban, me empujaban, y hasta me pegaron en varias ocasiones, siempre al grito de maricón. Con el paso del tiempo las amenazas se hicieron más y más violentas. En el colegio eran cosas del tipo “a la salida te vamos a dar de hostias por maricón”; en el instituto “te vamos a rajar y vamos a tirar tu cuerpo al río”. Me aterrorizaba deambular por los pasillos del centro, por miedo a encontrármelos. O llegar a la clase antes que el profesor. O marcharme después. En general me daba miedo salir de casa. Ponía todo tipo de excusas para no sacar la basura o ir a por el pan. Fuera de mi casa, me sentía desamparado e indefenso, porque la mayoría de los acosadores vivían en mi mismo barrio.

Lo peor era la incertidumbre. Nunca sabías hasta dónde iban a llegar. Dónde decidirían parar. Si se conformarían con darte unos empujones e insultarte o te darían una paliza. En una ocasión, con 11 o 12 años, a la salida de una actividad extraescolar, uno de mis acosadores, en compañía de un amigo, me puso una navaja en el cuello y me amenazó con rajarme si no se la chupaba. Os podéis imaginar lo aterrorizado que estaba. Me puse a llorar, se arrepintieron y me dejaron ir. Mientras corría me gritaban que todo había sido una broma. En otra ocasión, en 3º de ESO, al acabar la clase de Educación Física, me sujetaron entre tres en el vestuario y empezaron a desnudarme para meterme en las duchas y dejarme allí sin ropa. También esa vez tuve suerte, porque apareció un abusón del instituto que casualmente era hijo de un compañero de trabajo de mi padre, y se enfrentó a ellos y se lo impidió. Con 16 años, estaba con mi scooter en un semáforo y llegaron dos de mis acosadores del barrio en otro ciclomotor. Me insultaron, me salté el semáforo (pensando, iluso de mí, que así los dejaría atrás). Me adelantaron por la derecha, y el que iba atrás me agarró la mano con fuerza y me hizo girar el puño del acelerador para, acto seguido, empujarme hacia la mediana de una patada. Aunque logré dominar la moto, evitando lo peor, terminé igualmente por el suelo, con una quemadura en la pierna y el brazo dolorido. Recuerdo perfectamente cómo me llamaban maricón mientras se alejaban.

A los 16, tras años de acoso, mi autoestima estaba completamente destruida. Me sentía tan insignificante e inútil, tan despreciable, que ni siquiera podía entrar en los comercios porque no tenía valor para hablar a los dependientes. Fantaseaba a diario con el suicidio, pero no me atrevía a hacerlo, y eso me hacía sentir aún peor. Maricón y cobarde.

Tardé muchos años en recuperarme de esto. Y solo ahora, tras el asesinato de Samuel, he reunido el valor suficiente para compartirlo con mi pareja y algunos amigos de mi círculo íntimo. Mi vida ha cambiado mucho. Ahora soy un adulto y nadie va a amenazar con pegarme a la salida del trabajo por maricón. Pero la violencia homófoba sigue condicionando mi vida, como cuando era niño. En la calle, el corazón se me acelera cuando paso cerca de un grupo de heteros con pinta sospechosa, sobre todo si son jóvenes o están borrachos. Con mi pareja, siempre miro a mi alrededor antes de tener un gesto cariñoso y evito cogerle la mano, tocarle o, en general, llamar la atención de alguna manera, porque por experiencia sé que, si hay personas violentas cerca, su objetivo vamos a ser nosotros. Y la palabra que oiremos durante la agresión será la misma que me acompañó en mi infancia y mi adolescencia, la misma que oyó Samuel: maricón.

Señores cisheteros, les aseguro que lo mío no es un hecho aislado. Historias así hay casi tantas como personas LGTBI. Pregunten. Escuchen. Reflexionen. Solo así podrán entender la magnitud del problema y tal vez aprender a reconocer la violencia homófoba cuando la tengan delante, por muy evidente que esta sea.

Cinco días después del asesinato de Samuel, periodistas y tertulianos cisheterosexuales divagan en sus respectivos espacios mediáticos sobre la naturaleza de la homofobia. Y spoiler: resulta que no existe. Eso es. Habéis leído bien. Ya podemos relajarnos y seguir haciendo nuestras cosas habituales de maricas, como pasar el aspirador en tacones a ritmo de Womanizer o planificar el brunch del domingo que viene. C'est fini. No existe. ¿Que cómo es eso? Bueno, porque si el asesinato de Samuel, a quien diez heteruzos borrachos despreciables apalearon hasta la muerte al grito de maricón de mierda mientras estaba tendido en el suelo completamente indefenso, no es homofobia, está claro que nada lo es.

De modo que gracias, señores cisheterosexuales. Un aplauso para ellos, ¡todas!, por favor. No solo tienen a bien explicarnos a los y las maricas qué es eso de la homofobia, sino que además la han erradicado para siempre de nuestras vidas. Porque atendiendo a las explicaciones de estos señores, es prácticamente imposible que nos puedan asesinar por motivos homófobos. ¿No es maravilloso? ¡Adiós LGTBIfobia! ¡Ole!