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Mascarillas

Juan Torres Alzu | socio de elDiario.es

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Una de las imágenes que más me impactó de chaval y que me acompañará mientras viva, fue la foto de los cuerpos y cadáveres que encontraron en los campos de concentración alemanes los primeros soldados que entraron tras la huida de las tropas nazis. Muertos reunidos en grandes montones compartían las imágenes con figuras desnudas de piel y hueso, caras sin carne rematadas por unos ojos inundados del horror que habían soportado. La ignominia de aquellas escenas se quedaron grabadas en mi cerebro y aún hoy mi memoria las rememora como si las acabara de ver. ¿Quién podía llegar a hacer eso a un ser humano? ¿A qué punto hay que llegar para infligir tanto sufrimiento a los miles de miles de personas que pasaron por aquellas genocidas prisiones? ¿Quién en su sano juicio podía asistir a tanta degeneración? ¿Cómo colaborar en semejante vileza sin desear morirse? ¿A qué punto de locura hay que llegar para realizar tal canallada a un semejante? Intento entender a quienes de una forma u otra colaboraron, disculparon o incluso soportaron aquellas matanzas en frío, sin el edulcorante de la batalla, con la disculpa de otros tiempos cegados por la desesperación del hambre y la fe deslumbrante de los iluminados, de la obediencia debida sumergida en el enardecimiento del rebaño y del miedo... pero sigue sin caberme en la cabeza. Por eso, cuando hoy veo gente a mi alrededor que disculpa e incluso aplaude tamaña infamia, que jalea los símbolos que llevaron al ser humano a aquella locura, que banaliza el sufrimiento y retuerce la historia desde la comodidad de su complacencia, me empuja a renunciar a mi condición humana y desear una hecatombe que borre la infamia de nuestra existencia.

Cuando escucho a consejeros y diputados frivolizar con el sufrimiento de tanta gente que no puede dar de comer a sus hijos, incapaces de calentar su mísero hogar o incluso carecer de unos mínimos de electricidad, agua o habitabilidad, viviendo en chabolas azotadas por el agua, el frio, rodeados de barro y miseria, que huyeron de zonas donde la vida vale menos que la bala o el machete que acaba con su frágil existencia, personas que se lanzan al rigor de un mar que juega con sus débiles embarcaciones, que recorren miles de kilómetros huyendo de una tierra (esquilmada por la avaricia de empresas que engordan sus dividendos desde una distancia vital aún mayor que la física), devastada por la miseria de una pobreza extrema y unas guerras alimentadas por la insensibilidad de un mercado armamentístico cuyos beneficios son proporcionales al dolor causado, siento un asco indecible que me hace aborrecer mi plácida vida, temerosa de una liviana enfermedad, que una legión de atenciones me ayuda a sortear el inevitable deterioro de una vejez estirada hasta la decadencia más absoluta.

¿Y qué decir del cinismo machista de aquellos y aquellas que tratan la violencia ejercida sobre las mujeres, cuya herencia se pierde en la noche de los tiempos, defendiendo una supremacía absurda y arbitraria, retorciendo las palabras para acomodarlas a sus disparatados argumentos, que niegan una realidad cruel de abuso y posesión contra la (supuesta) amada compañera y coloca a nuestra especie por debajo de la atrocidad animal, que elimina a las crías ajenas para perpetuar la supremacía genética por el mero deseo de causar dolor a la madre?. Maltrato inhumano y lacerante ejercido por la exclusiva razón de la fuerza y la vesania atrocidad de su barbarie y de sus miedos. Por lo visto no es suficiente la evidencia de los incuestionables hechos para deformar el lenguaje, escondiendo con espurios eufemismos las agresiones, mortales en muchos casos, padecidas por el simple desvarío de su demencia. No puedo comprender la iniquidad del hombre que se degrada desatando su furia irracional, pero aún me cuesta más admitir la connivencia de algunas mujeres que le acompañan en la justificación de esa explosiva demencia.

Por último, en el colmo de este batiburrillo que puebla la nave de los locos de esta humanidad que se desboca hacia su propia desintegración, no puedo obviar los abusos de clérigos, curas y sacerdotes ejercidos contra la infancia a la que ven como objeto de su enfermizo y depravado deseo sexual que, valiéndose de su preeminente posición social, la ventaja de su edad y la cobardía de su superioridad, arruinan la vida de menores indefensos confiados a su cuidado y sin capacidad de reacción o incluso faltos de credibilidad por su condición de infantes. Ellos que pregonan moralidad, que se constituyen en guías espirituales, amparados por una iglesia todopoderosa que los encubre y ampara, esquivando las leyes terrenales con una supuesta hegemonía que trampea las mas elementales reglas de la equidad y la justicia. Adefesios atemporales ajenos a la evolución y el conocimiento, que ejercen sus inconcebibles ritos aprovechándose del miedo y la aprensión humanas para sacar tajada de vivos y muertos. Reniegan de la sexualidad pero se erigen en autoridad en el tema decretando cómo han de ser nuestros afectos, renuncian a los bienes terrenales que acumulan con fruición y rapacidad, su reino no es de este mundo pero se instituyen como el poder más longevo del planeta traspasando su dominio más allá de las fronteras y dan lecciones a los gobiernos de cómo se han de administrar cuando, ajenos a los principios de la democracia, ejercen su poder absolutista.

El trabajo, la valentía y la generosidad han hecho avanzar a la humanidad en su periplo vital consiguiendo altas cotas de bienestar. Quizá sea hora de que alguien descubra una mascarilla mental que nos proteja de tanta iniquidad, mentira y atropello. Una FFP7 por lo menos.

Una de las imágenes que más me impactó de chaval y que me acompañará mientras viva, fue la foto de los cuerpos y cadáveres que encontraron en los campos de concentración alemanes los primeros soldados que entraron tras la huida de las tropas nazis. Muertos reunidos en grandes montones compartían las imágenes con figuras desnudas de piel y hueso, caras sin carne rematadas por unos ojos inundados del horror que habían soportado. La ignominia de aquellas escenas se quedaron grabadas en mi cerebro y aún hoy mi memoria las rememora como si las acabara de ver. ¿Quién podía llegar a hacer eso a un ser humano? ¿A qué punto hay que llegar para infligir tanto sufrimiento a los miles de miles de personas que pasaron por aquellas genocidas prisiones? ¿Quién en su sano juicio podía asistir a tanta degeneración? ¿Cómo colaborar en semejante vileza sin desear morirse? ¿A qué punto de locura hay que llegar para realizar tal canallada a un semejante? Intento entender a quienes de una forma u otra colaboraron, disculparon o incluso soportaron aquellas matanzas en frío, sin el edulcorante de la batalla, con la disculpa de otros tiempos cegados por la desesperación del hambre y la fe deslumbrante de los iluminados, de la obediencia debida sumergida en el enardecimiento del rebaño y del miedo... pero sigue sin caberme en la cabeza. Por eso, cuando hoy veo gente a mi alrededor que disculpa e incluso aplaude tamaña infamia, que jalea los símbolos que llevaron al ser humano a aquella locura, que banaliza el sufrimiento y retuerce la historia desde la comodidad de su complacencia, me empuja a renunciar a mi condición humana y desear una hecatombe que borre la infamia de nuestra existencia.

Cuando escucho a consejeros y diputados frivolizar con el sufrimiento de tanta gente que no puede dar de comer a sus hijos, incapaces de calentar su mísero hogar o incluso carecer de unos mínimos de electricidad, agua o habitabilidad, viviendo en chabolas azotadas por el agua, el frio, rodeados de barro y miseria, que huyeron de zonas donde la vida vale menos que la bala o el machete que acaba con su frágil existencia, personas que se lanzan al rigor de un mar que juega con sus débiles embarcaciones, que recorren miles de kilómetros huyendo de una tierra (esquilmada por la avaricia de empresas que engordan sus dividendos desde una distancia vital aún mayor que la física), devastada por la miseria de una pobreza extrema y unas guerras alimentadas por la insensibilidad de un mercado armamentístico cuyos beneficios son proporcionales al dolor causado, siento un asco indecible que me hace aborrecer mi plácida vida, temerosa de una liviana enfermedad, que una legión de atenciones me ayuda a sortear el inevitable deterioro de una vejez estirada hasta la decadencia más absoluta.