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Lo mejor que se puede hacer, cuando no hay nada que hacer, es no hacer nada

David Martínez Pradales

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Llega la Navidad y, los afortunados que tenemos trabajo y vacaciones, podemos olvidarnos de él durante unos días aunque el móvil –qué tiempos en los que los mapas de cobertura de las operadoras mostraban amplias zonas en blanco- nos recuerde a cada segundo que ese olvido es inalcanzable desiderátum. Por ello, y mientras que se pueda, hay que deleitarse en la laxitud de los relojes, en el ocio sin objetivo, en la vagancia como una de las bellas artes. 

Lo mejor que se puede hacer, cuando no hay nada que hacer, es no hacer nada. Colaborar con lo inevitable, disfrutando de la molicie del ocio repanchigados en un mullido sillón con la mirada perdida en la blanca escayola del techo al que, como cantaba Serrat, no le iría mal una mano de pintura. Esculpir un muñeco de nieve, relajar la mandíbula con gesto estólido, soplar una taza de chocolate ardiente, observar durante minutos el vello del antebrazo erizado por el frío. Comer, beber, querer y, si se da la circunstancia, amar. 

Sustituir el griterío de las tertulias televisivas por nuestra lista favorita en Spotify, utilizar el papel de los anémicos periódicos para envolver regalos, reducir el uso de las redes sociales a, como mucho, esos filtros de Instagram capaces de transformar en evocadora instantánea la imagen de un retrete de carretera. Observar pájaros que migran buscando territorios más soleados, oler la lluvia, hablar de nada, apenas escuchar. Flotar. 

Leer supone demasiado esfuerzo y escribir no merece la pena cuando está todo contado. ¿Ver la televisión? Solo documentales de fondos marinos, desiertos o glaciares. ¿Viajar? Pessoa se lamentaba, y creo que, con razón, de la “semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y del castillo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordancia de la vida consigo misma”. Decía el poeta que los paisajes son repeticiones y no le faltaba razón, aunque hay algunos que quizás merezca más la pena explorar. Cada uno albergamos en nuestro interior una geografía por recorrer, olvidada por la necesidad impuesta de ubicarnos siempre en parajes ajenos. 

Aprovechemos, pues, estos días para desconectar conectando con quienes nos quieren y con nosotros mismos, superando el miedo a lo que podamos encontrar, el vértigo que da internarse en lo desconocido. Con un poco de suerte, ya en 2025, podremos mirarnos en un espejo y saludarnos con un “encantado de haberme conocido”. 

Y, si resultamos peores de lo que pensábamos, por lo menos tendremos claro con quién nos estamos jugando los cuartos cuando lleguen los primeros calores.

Llega la Navidad y, los afortunados que tenemos trabajo y vacaciones, podemos olvidarnos de él durante unos días aunque el móvil –qué tiempos en los que los mapas de cobertura de las operadoras mostraban amplias zonas en blanco- nos recuerde a cada segundo que ese olvido es inalcanzable desiderátum. Por ello, y mientras que se pueda, hay que deleitarse en la laxitud de los relojes, en el ocio sin objetivo, en la vagancia como una de las bellas artes. 

Lo mejor que se puede hacer, cuando no hay nada que hacer, es no hacer nada. Colaborar con lo inevitable, disfrutando de la molicie del ocio repanchigados en un mullido sillón con la mirada perdida en la blanca escayola del techo al que, como cantaba Serrat, no le iría mal una mano de pintura. Esculpir un muñeco de nieve, relajar la mandíbula con gesto estólido, soplar una taza de chocolate ardiente, observar durante minutos el vello del antebrazo erizado por el frío. Comer, beber, querer y, si se da la circunstancia, amar.