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¿Salud mental o salud social?

Aurelio Peláez Morán

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Durante el año 2022, el suicidio fue en España la segunda causa de muerte externa, con 4.097 fallecimientos, un 2,3% más que en 2021. Estas cifras hacen que la salud mental haya pasado de ser una cuestión tabú —no se publicaban estadísticas ni se mencionaba en prensa—a convertirse en un asunto recurrente, aunque la mayoría de los medios lo suelan enfocar con el exhibicionismo y la superficialidad propios de nuestra sociedad del espectáculo. Esta banalidad convierte un problema tan grave en una simple moda, que influencers y gurús de todo pelaje explicitan intentando convencernos de que lo patológico es no acudir a terapia y no tener psiquiatra de cabecera. Todo ello forma parte de dos fenómenos complementarios: la huida hacia adelante para no reconocer que el sistema mata, o cuando menos provoca enfermedades, y el nihilismo de fiarlo todo a agentes externos en lugar de entrenar nuestra psique para enfrentarnos a los reveses de la vida. Si existe una pastilla que lo arregla, para qué me voy a esforzar.

Las enfermedades mentales han afectado tradicionalmente a una pequeña parte de la población, que aún sería más reducida si no incluyese a genios, heterodoxos, mujeres indóciles, y todo tipo de rebeldes a los que se consideraba locos por ir contra corriente. Sin embargo, los actuales datos de salud mental son socialmente insostenibles; cuando un porcentaje tan elevado de personas padece este problema, es la sociedad la que está enferma y no sólo los individuos, del mismo modo que cuando alguien padece cirrosis, no se piensa en un hígado enfermo, sino en una persona enferma. ¿Cómo es posible que no provoque alarma social escuchar a educadores y padres decir que hay niños de tres años con depresión como si dijeran que tienen bronquiolitis?

Hablando de salud, siempre es preferible la prevención, actuar sobre las causas, no sobre las consecuencias, pero hacer esto con la salud mental supondría poner el mundo patas arriba y los que mandan no lo van a tolerar; mejor fomentar el negocio farmacéutico y los libros de autoayuda, parches para no salirnos de los raíles neoliberales en los que irremisiblemente nos han colocado. Reforzar la atención médica es imprescindible, pero no es la solución, o al menos, no es toda la solución. Nadie aparecerá en los telediarios para reconocer que lo que provoca esta crisis es un sistema económico dañino para la salud física —más aún para la salud mental— y que no hay cuerpo ni mente que pueda soportar vivir en un torbellino cada vez más acelerado mientras nos dan como única solución una caja de pastillas contra el mareo.

Entre adolescentes y jóvenes, las cifras crecen de manera exponencial porque, a todo lo anterior, hay que añadir el tsunami de unas redes que llaman sociales para ocultar que nos aíslan de los demás y nos empujan a competir por ver quién es más idiota. Hemos arrancado a nuestros jóvenes sus referentes culturales, familiares y sociales, muchos nunca han escuchado a sus abuelos contarles un cuento, demasiados han sido educados entre el capricho y el consumo sin sentido, y esto los ha vuelto más débiles ante la adversidad, y, como consecuencia, más agresivos. ¿Se imaginan que hubiera el mismo porcentaje de jóvenes tomando medicamentos para la artrosis que para la salud mental?

No nos entrenamos para el fracaso y tenemos la piel tan fina que todo nos hace daño. Hemos pasado de “los chicos no lloran” a “los chicos y las chicas han de llorar por todo”: futbolistas que lloran porque se van voluntariamente de un club donde estuvieron unos meses, madres y padres que lloran de emoción en la graduación de su hijo de cinco años y de frustración porque no es el mejor de su equipo... En ese carrusel de emotividades en el que todo es mega súper hiperbólico, resulta muy fácil recorrer en un nanosegundo la enorme distancia que debería haber entre la felicidad y la frustración, lo que acaba desembocando en una violencia omnipresente —véase el aumento de agresiones a sanitarios y docentes—, que permite con toda naturalidad insultar gravemente a un presidente del gobierno en la sede de la soberanía popular, blanquear los incidentes de Ferraz y hasta justificar un genocidio. ¿Qué mente puede soportar esto y qué medicamento podría corregirlo?

Durante el año 2022, el suicidio fue en España la segunda causa de muerte externa, con 4.097 fallecimientos, un 2,3% más que en 2021. Estas cifras hacen que la salud mental haya pasado de ser una cuestión tabú —no se publicaban estadísticas ni se mencionaba en prensa—a convertirse en un asunto recurrente, aunque la mayoría de los medios lo suelan enfocar con el exhibicionismo y la superficialidad propios de nuestra sociedad del espectáculo. Esta banalidad convierte un problema tan grave en una simple moda, que influencers y gurús de todo pelaje explicitan intentando convencernos de que lo patológico es no acudir a terapia y no tener psiquiatra de cabecera. Todo ello forma parte de dos fenómenos complementarios: la huida hacia adelante para no reconocer que el sistema mata, o cuando menos provoca enfermedades, y el nihilismo de fiarlo todo a agentes externos en lugar de entrenar nuestra psique para enfrentarnos a los reveses de la vida. Si existe una pastilla que lo arregla, para qué me voy a esforzar.

Las enfermedades mentales han afectado tradicionalmente a una pequeña parte de la población, que aún sería más reducida si no incluyese a genios, heterodoxos, mujeres indóciles, y todo tipo de rebeldes a los que se consideraba locos por ir contra corriente. Sin embargo, los actuales datos de salud mental son socialmente insostenibles; cuando un porcentaje tan elevado de personas padece este problema, es la sociedad la que está enferma y no sólo los individuos, del mismo modo que cuando alguien padece cirrosis, no se piensa en un hígado enfermo, sino en una persona enferma. ¿Cómo es posible que no provoque alarma social escuchar a educadores y padres decir que hay niños de tres años con depresión como si dijeran que tienen bronquiolitis?