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Vivir es un derecho, no una obligación
¿Cómo es posible que, en una sociedad que se dice a sí moderna, un animal enfermo pueda morir con más dignidad que un ser humano? ¿Qué clase de superioridad moral creen tener quienes le niegan a una persona su capacidad para decidir sobre su propia vida? ¿Qué pretenden aquellos que difunden la idea de que la sociedad española no está preparada para afrontar el debate de la eutanasia? Y más aún, ¿cuál es ese debate?
¿Qué argumentos hay para defender que lo que debe hacer un enfermo terminal, cuyo sufrimiento sólo él conoce, es aguantarse y continuar hasta que la naturaleza o Dios, según cada uno, terminen con su agonía? A día de hoy, aún no he escuchado ningún argumento serio en contra de la eutanasia que justifique el mantener a una persona y a sus familiares sufriendo innecesariamente.
Lo que sí he oído durante años, una y otra vez, es la idea de que la eutanasia conlleva una serie de debates éticos, morales y no sé cuántas complicaciones más que no son verdad. Porque todo ser humano tiene derecho a vivir y a decidir sobre su vida, pero nadie tiene la obligación de vivir si no quiere o no puede aguantar más. Obligar a un enfermo incurable que sufre a que siga viviendo es cruel, es inhumano y roza la tortura, por mucho que el torturador vaya en traje o sotana y tenga un escaño en el Congreso o un altar en una iglesia.
No hay debate. Otra cosa es, por supuesto, que la regulación sobre la eutanasia deba hacerse con reflexión y análisis, detallando muy bien los casos y los procedimientos para aplicarse y contando con el asesoramiento de la comunidad científica y médica para dotar al proceso de las máximas garantías. Por supuesto. Pero eso nunca ha sido el problema, no, el problema ha venido por el oscuro camino de la moral.
Como muestra, estos días la Iglesia expresaba su posición sobre el asunto, manteniendo que la muerte nunca es la solución, ni con el aborto ni con la eutanasia. Vaya por delante lo miserable que es ubicar dos problemas tan diferentes en el mismo ámbito, tratando perversamente de unirlos a través del falso nexo común de la muerte.
En cualquier caso, la realidad es que uno de los mejores indicadores sociológicos para determinar la modernidad o lo avanzado de una sociedad es la forma en que sus individuos afrontan el tema de la muerte. Y defender en 2020 que la muerte nunca es la solución es volver a las tinieblas, a la época de las amenazas con el infierno y de la condena eterna de las almas. Es, una vez más, darle la espalda a la ciencia.
Porque, lamentablemente, a veces la muerte sí es la solución. Es la solución al sufrimiento innecesario de muchas personas que quieren dejar de vivir porque no aguantan más, porque su vida no es vida. Porque no les queda en el horizonte nada más que sufrimiento e incertidumbre por saber cuándo acabará. Porque se duermen cada noche deseando no despertarse y maldicen cada nuevo amanecer. Por doloroso que pueda resultar, muchas personas desean la muerte, necesitan la muerte, y la obligación de una sociedad moderna es aceptarlo y afrontarlo sin miedo. Es acompañar a esas personas en su despedida para que ellas también puedan marcharse sin miedo, sintiéndose protegidas y rodeadas de sus familiares y amigos, al lado de profesionales que saben lo que hacen y que se hacen cargo de lo doloroso y trascendental de la situación.
Sinceramente, no sé cómo alguien puede pensar que legalizar y regular un proceso que es tan duro, complejo e intenso para tantas personas, puede dar lugar a un descontrol o a una “barra libre”. La sociedad, una vez más, como siempre que se trata de derechos sociales, está muy por encima de sus representantes políticos y de sus líderes religiosos y morales y está dejando en evidencia que se equivocan. Porque quienes pretenden tomar a la ciudadanía por tonta, considerándola incapaz de afrontar realidades duras para justificar su propio conservadurismo moral y su miedo, se equivocan.
Y porque son ellos, no lo olvidemos, quienes tienen miedo. Pero no miedo a la muerte sino a la vida. Por eso están en contra de los derechos sociales. Porque otorgan liberad a las personas para elegir sobre sus propias vidas, y nada asusta más al conservadurismo moral que la libertad.
Y con esto llegamos al verdadero motivo por el que la eutanasia no es hoy legal en España: si la sociedad naturaliza y acepta la muerte, si asume y se hace cargo de su derecho y su libertad para decidir sobre su vida hasta el final, está destruyendo a Dios. Está terminando el trabajo que empezó la Reforma Luterana y que arrebató a la Iglesia el control sobre la vida de los ciudadanos, dejándole como última herramienta de sometimiento y manipulación el miedo a la muerte.
Por eso, garantizar la libertad para morir es hoy una obligación para cualquier sociedad moderna que quiera dejar atrás el miedo y la oscuridad. Los ciudadanos estamos preparados para afrontarlo. Estamos preparados para asumir la responsabilidad de decidir, y lo estamos para ser libres hasta el final.
¿Cómo es posible que, en una sociedad que se dice a sí moderna, un animal enfermo pueda morir con más dignidad que un ser humano? ¿Qué clase de superioridad moral creen tener quienes le niegan a una persona su capacidad para decidir sobre su propia vida? ¿Qué pretenden aquellos que difunden la idea de que la sociedad española no está preparada para afrontar el debate de la eutanasia? Y más aún, ¿cuál es ese debate?
¿Qué argumentos hay para defender que lo que debe hacer un enfermo terminal, cuyo sufrimiento sólo él conoce, es aguantarse y continuar hasta que la naturaleza o Dios, según cada uno, terminen con su agonía? A día de hoy, aún no he escuchado ningún argumento serio en contra de la eutanasia que justifique el mantener a una persona y a sus familiares sufriendo innecesariamente.