Desde que en 2010 los gobiernos europeos comenzaran con las políticas de ajuste, no ha habido día que no se clame contra la austeridad. Es cierto que lo que se ha denominado austericidio está estrangulando nuestras economías. Tal y como acaban de reconocer dos prestigiosos investigadores del FMI, los recortes en el gasto público han tenido efectos mucho más devastadores de lo esperado sobre las economías.
La segunda consecuencia de la austeridad es social y se refleja en los enormes recortes del Estado del bienestar. Pero si sólo nos centramos en la reducción del gasto, minusvaloramos lo que realmente se está produciendo: un cambio de modelo. Es innegable que el austericidio está teniendo efectos sociales en el corto plazo, aumentando las desigualdades y la exclusión. Pero no es menos cierto que, en el momento que las economías se recuperen, un gobierno comprometido con el Estado del bienestar puede aumentar sustancialmente sus partidas presupuestarias. Por lo tanto, los recortes por sí mismos no dejan de ser un problema temporal.
En cambio, la transformación del modelo del Estado del bienestar apunta a una cuestión más bien estructural, que implica cambios más profundos. Continuando con las ideas que han dominado en las últimas décadas, los gobiernos conservadores están persiguiendo dos objetivos en estos momentos: privatizar la mayor parte de los servicios públicos y cambiar la forma de financiarlos. Ambas cuestiones exigen de un debate sosegado y con datos, más allá de los lugares comunes y los intereses particulares.
En relación a la privatización, sería un error pensar que toda gestión privada es un ejemplo de eficacia y calidad. Pero también sería una equivocación atribuir estas virtudes únicamente a lo público. De hecho, la literatura comparada muestra que factores como la adecuada supervisión del financiador o los diseños institucionales son los que realmente explican que una gestión sea mejor o peor. Por ello, el foco no debería ponerse tanto en un debate estéril entre lo público y lo privado, sino en saber qué servicios se quieren externalizar, por qué y bajo qué condiciones.
En estos momentos, algunos gobiernos autonómicos están proponiendo transferir la gestión integral de algunos centros sanitarios a empresas externas. Pero si se opta por esta opción, es muy probable que estas corporaciones acabe abusando de su posición ventajosa. Existen numerosos ejemplos de compañías que, ante la amenaza de una quiebra o la suspensión de los servicios, acaban recibiendo dinero público. Este chantaje se puede repetir en el tiempo, siempre y cuando la empresa que presta el servicio tenga capacidad de amenaza. Por ello, es muy importante evitar posiciones abusivas por parte de las compañías que prestan los servicios a la administración.
¿Cómo determinamos que una posición es ventajosa para la empresa externa? Si esta compañía tiene capacidad de parar la prestación integral de un servicio, su capacidad de amenaza es enorme. Así, por ejemplo, no es lo mismo que en un conflicto se paralicen totalmente uno o varios hospitales, que la presión se “reduzca” a los servicios de limpieza. Además, cuanto más sofisticado y mayor tecnología exija un trabajo, más ventaja tendrá la empresa externa. En este caso, sustituir a la compañía prestataria del servicio será mucho más costoso que acceder a sus peticiones.
Pero además de definir muy claramente qué servicios se externalizan y en qué condiciones, también es cierto que no siempre resultan más baratas las privatizaciones. Recientemente Salvador Peiró y Ricard Meneu mostraban en el blog de FEDEA que, en la Comunidad Valenciana, los costes de hospitalización por habitante eran un 7,5 por ciento más caros en las áreas que eran gestionadas por una concesión que los que disfrutaban de una gestión directa por parte de la administración.
Otro ejemplo de incremento de costes en la prestación de servicios lo encontramos en el Reino Unido. Desde que se privatizó la red ferroviaria, los costes para el Estado son el doble, si lo comparamos con lo que costaba cuando era pública. Entre los aumentos de gasto, destacan los desorbitados sueldos de los ejecutivos, quienes se elevaron su sueldo un 56 por ciento una vez fueron privatizadas las compañías.
Junto a la privatización de los servicios públicos, un segundo cambio de mayor trascendencia es la financiación de las políticas sociales. Aquí el debate tiene dos vertientes que afectan tanto a la calidad de las políticas sociales como a la capacidad redistributiva del Estado del bienestar.
Por un lado, están los partidarios de permitir la financiación privada de la sanidad, la educación o las pensiones. De nuevo, la política comparada muestra datos que deberían invitar a la reflexión. En un reciente post en este blog, Víctor Lapuente se hacía eco de un estudio de Holmberg y Rothstein. En él se muestra que la financiación pública de la sanidad tiene efectos muy positivos sobre algunos indicadores de salud como, por ejemplo, la esperanza de vida. En cambio, la financiación privada tiene efectos negativos, aunque no significativos. Es decir, mientras que la salud de las personas mejora cuando la sanidad es financiada de forma pública, no se puede decir lo mismo cuando se realiza con dinero privado.
Por otro lado, también nos encontramos a los partidarios de financiar los servicios públicos a través de tasas. De esta forma, serían los usuarios los que asumirían parte de los costes de las políticas sociales a través de fórmulas como, por ejemplo, el copago. De optarse por esta vía, lo que correría peligro sería la capacidad redistributiva del Estado del bienestar. En toda política pública, su redistribución depende de quién financia el servicio y quién se beneficia de él. Cuando los costes los asumen las clases más acomodadas y los beneficiarios son los de menor renta, se produce una gran redistribución. En cambio, si un servicio lo financian las clases bajas y disfrutan de él las clases altas, entonces la política es muy regresiva.
Por ello, la solución sería analizar cada una de las políticas públicas, viendo cómo se financian y quién los utiliza. Si vamos al ejemplo de la sanidad, un servicio donde se quieren instaurar el sistema del copago, descubriremos que la probabilidad de ponerse enfermo depende de la edad y la clase social de las personas. En el último barómetro sanitario disponible en el CIS (2010), vemos que el 82 por ciento de los mayores de 65 años fueron a la consulta del médico en el último año, mientras que en los menores de 35 años esta cifra desciende al 66 por ciento. Si distinguimos por clase social, observamos que el 75 por ciento de los obreros no cualificados usaron los servicios sanitarios, un porcentaje que baja al 69 por ciento para las clases altas y medias-altas. Es decir, si financiamos el sistema público de salud a través de sus usuarios, serán los pensionistas y las clases sociales más bajas quienes contribuirán más que los demás a su sostenimiento. Estaremos atacando uno de los principales objetivos de las políticas sociales: la redistribución
En definitiva, la austeridad es un problema a corto plazo para el Estado del bienestar. En cambio, el cambio de modelo debería preocuparnos mucho más, puesto que estamos ante una transformación estructural. De imponerse propuestas como la privatización integral de los servicios públicos o cambios en su financiación pública, pasaremos a tener unas políticas sociales de peor calidad, rehenes de las grandes corporaciones y con menor capacidad redistributiva.
* Ignacio Urquizu acaba de publicar el libro La crisis de la socialdemocracia: ¿Qué crisis? (Catarata)