Entre las tantas preguntas que nos provoca hoy la crisis en Catalunya hay una que –abandonando la intensidad de lo inmediato– nos invita a reposar la mirada en la Historia. ¿De dónde viene y por qué se ha enquistado tanto el conflicto territorial?
En este post no pretendo viajar a los orígenes ancestrales del problema –no sabría ni cómo permitirme esa osadía– pero sí ofreceros unos datos sobre su pervivencia en el tiempo, que, aunque parezcan superficiales para unos, o hasta equivocados para otros, no dejarán de despertar, al menos, una buena dosis de curiosidad.
Se trata de datos sobre el caciquismo español. Sí, el caciquismo. Ese concepto que nos ha permitido describir de manera genérica la organización política durante el período de la Restauración borbónica entre finales del siglo XIX y principios del XX. Un sistema de dominación político-social basado en una maraña de complejas relaciones entre el poder político central y las clientelas locales que sustentó el “turnismo pacífico” entre el Partido Conservador y el Partido Liberal durante cerca de cuatro décadas, desde el Pacto de El Pardo en 1885 entre Cánovas y Sagasta hasta la instauración de la dictadura de Primo de Rivera en 1923.
Como sabemos, la alternancia entre liberales y conservadores se nutría de una red de organizaciones locales capaces de intervenir y manipular el aparato administrativo para mantener, mediante favores o coacción, las formalidades del proceso electoral provistas en la Constitución de 1876, acordes a la introducción del sufragio universal masculino en 1890 y a los principios del liberalismo político propios de una modernización emergente. Los caciques, pues, eran los valedores a nivel local de este equilibrio basado en el patronazgo y en el enfeudamiento de la administración, funcionando como vínculo entre el pueblo –un electorado eminentemente rural– y el Estado.
La crítica regeneracionista ha reflejado muy bien la conexión entre el caciquismo y los “pucherazos” del turnismo: desde en famosos textos como Caciquismo y oligarquía de Joaquín Costa (1901) o Los episodios nacionales (“Cánovas”) de Benito Pérez Galdós (1912), hasta en agudas novelas menos conocidas de la época como El juez que perdió la conciencia de Manuel Ciges Aparicio (1925) o Jarrapellejos de Felipe Trigo (1914). La prensa satírica también dejó joyas en su enjuiciamiento de las prácticas caciquiles: búsquense viñetas de La Flaca, Gedeón, El Loro, o El Motín.
La figura de “el encasillado” siempre nos ha funcionado como heurístico de lo que significó la manipulación política en la que descansaba el sistema. Sabemos que, como si se tratase de un fino trabajo artesanal, los partidos dinásticos diseñaban con paciencia y esmero el reparto de actas para la formación de mayorías parlamentarias. Turno tras turno.
No obstante, solemos pasar por alto que éste no se trataba de un proceso sencillo, carente de conflicto, sino más bien –y he aquí el quid de la cuestión– de uno que debía enfrentarse a diferentes realidades locales más o menos dispuestas a encajar el pacto nacional. Pues, como señala uno de los historiadores más duchos en la materia –José Varela Ortega– el pacto de la Restauración además de ser un pacto de las élites a nivel central también lo tenían que ser a nivel local. Y, como es lógico, cada medio social podía reaccionar de forma diferente a dicho encaje. Es por eso que Javier Tusell –otro gran estudioso del caciquismo español– señalaba que las elecciones durante este período, a pesar del encasillado, testimonian la complicada relación entre unos intereses clientelistas locales y el poder central.
Unos datos que muestren variación en cuanto a esas dificultades para encajar las imposiciones del poder central podrían ayudarnos no tanto a rastrear los orígenes del conflicto territorial pero si a dar cuenta –si es el caso– de las fricciones existentes entre las élites centrales y las locales a principios de siglo, así como –quizás– su relación con la actualidad.
Esos datos, os propongo, son los que podemos obtener gracias a una particular regla introducida en la reforma electoral de 1907 –hace 110 años–, también conocida como la “Ley Maura” en honor a su promotor. El artículo 29 de la misma establecía que en aquellos distritos electorales en donde el número de candidatos no superase al números de actas en liza no sería necesario realizar las elecciones. Es decir, que el candidato que no tuviese contrincante, pues, quedaría proclamado sin elección.
Si a lo relativo a este artículo el lector le suma que la misma reforma electoral incrementaba de manera muy significativa las barreras a la entrada, es decir, los requisitos para poder ser candidato, así como que el 90% de los cerca de 330 distritos electorales eran uninominales (solo las principales ciudades y amplias zonas rurales elegían a más de un diputado), no le sorprenderá entonces que la utilización del mencionado artículo 29 reflejara fundamentalmente la ausencia de competición política y que pronto se haya convertido en sinónimo de caciquismo. Así quedó reflejado en las quejas de varios parlamentarios en la propia tramitación de la ley en las Cortes. Y esa interpretación es la que acabó siendo predominante en la prensa de la época. De hecho, la incorporación de este artículo en la reforma de la ley electoral no fue a iniciativa de los partidos dinásticos sino a petición del republicano Gumersindo de Azcárate (representante del distrito de León) con el objetivo de formalizar los engaños de una competición electoral fraudulenta.[1]
La obtención de actas en el Congreso de los Diputados con arreglo al artículo 29 en los diferentes territorios entre las elecciones de 1910 y 1923 nos sirve para aproximar alguna medida del apuntalamiento del sistema caciquil en donde el conflicto entre el poder central y el poder local era menos problemático. O, dicho de otro modo, la escasa o inexistente aplicación de esta regla nos indica dónde las élites locales presentaban más resistencias al poder central, pues la competición política -aunque aun encorsetada- pedía abrirse camino.
Merece la pena evaluar la magnitud de esta práctica.[2] El gráfico 1 nos muestra el porcentaje de escaños obtenidos vía artículo 29 para todas las elecciones del período analizado. Con la excepción de las elecciones de 1918, en todas las otras convocatorias electorales el porcentaje de actas conseguidas sin competición electoral superaban el 20%. Más aún, en 1916 y 1923 1 de cada 3 diputados en las Cortes no había pasado por las urnas.
Como cabe esperar, la distribución de este reflejo del caciquismo no se distribuía de manera similar a lo largo del territorio. El gráfico 2 muestra un mapa con el porcentaje de escaños obtenidos por proclamación durante el período 1910-1923 construido con la información de cada uno de los distritos y agregado a nivel provincial. Los distritos en Galicia, Castilla León, La Rioja, Asturias y Cantabria son los que más destacan en la aplicación del artículo 29. Más de un tercio de los diputados elegidos en distritos de estas provincias lo hacían sin pasar por las urnas. En La Cañiza (Pontevedra) y Ciudad Rodrigo (Salamanca), por ejemplo, no se celebró ninguna elección desde la implementación de la ley electoral de 1907. En el otro extremo encontramos a varios distritos catalanes, vascos y valencianos (con la excepción de Castellón) en donde la competición seguramente hacía inviable la proclamación sin elección. En Puigcerdà (Girona), Baracaldo (Vizcaya) o Alicante, por ejemplo, en ninguna de las siete elecciones entre 1910 y 1923 se aplicó el artículo 29. (La variación es bastante más rica de la que se aprecia en el mapa. Sobre todo si la mirásemos con las delimitaciones de los distritos electorales de entonces. Dejo al final del post otro gráfico para el que quiera al menos ver con más detalle cada una de las provincias.).
¿Existe alguna relación empírica entre la variación territorial de esta medida de falta de competitividad a principios del siglo XX con las preferencias territoriales actuales? Veámoslo.
Aprovechando el alto número de observaciones en las encuestas preelectorales del CIS, he utilizado las encuestas de 2015 y 2016 para calcular la posición media en cada una de las provincias españolas en relación a las preferencias sobre el modelo territorial de sus habitantes. Para simplificar su interpretación he recodificado la escala, siendo 1 opciones más centralizadoras (Gobierno central sin autonomías o con CCAA pero con menor nivel de autonomía que en la actualidad) y -1 opciones favorables a un mayor nivel de descentralización (CCAA con mayor autonomía que en la actualidad o incluso con capacidad de convertirse en estados independientes). El 0 refleja las preferencias por el statu quo. El gráfico 3 ilustra la variación a nivel provincial de esta mediada. No hay sorpresas. Las preferencias de los ciudadanos en las provincias catalanas, vascas y Navarra son más proclives a descentralizar el modelo territorial. Las Castillas van en el sentido contrario. Junto a muchos más.
Las sorpresas aparecen cuando observamos la correlación entre estas dos variables tan distanciadas en el tiempo: las preferencias actuales sobre el modelo territorial con nuestra aproximación de caciquismo –o de docilidad local ante el poder central–, esto es, la aplicación del artículo 29 por el cual se eludía la competición electoral.
El gráfico 4 muestra una asociación estadística positiva y significativa. El coeficiente de correlación entre ambas variables es de 0.4. Como es lógico, gran parte de esta asociación se debe a las provincias catalanas, vascas y Navarra. Pero si quitamos a éstas como a Pontevedra –que puede considerarse como un valor atípico– la correlación continua siendo relevante, en torno a 0.35. Es decir, incluso la variación de las preferencias actuales sobre el modelo territorial entre las provincias españolas sin potentes fuerzas nacionalistas está asociada a la intensidad del encaje que encontró el caciquismo español 110 años atrás.
Seguramente pueda argumentarse que aquí hay correlación pero no causalidad. Que seguramente exista, al menos, una variable omitida que explique el porqué de algunos territorios con más o menos resistencia a la supresión de la comeptición electoral, y que sea ésta en realidad la que nos explique las preferencias actuales sobre la organización territorial. También podría argumentarse que de la misma forma que encontramos una asociación con las actuales preferencias territoriales podríamos encontrala con otras variables que reflejen valores conservadores o, incluso, el voto a partidos de derechas. Y que, por tanto, el acento puesto en la cuestión territorial no se justifica.
Ante estos argumentos yo solo podré alzar las manos y asentir con la cabeza. Pero estos no harán más que sugerir la idea de que los parámetros que explicaban el caciquismo hace 110 años nos siguen hoy marcando el paso. De una u otra forma, habrá valido la pena echar un ojo atrás para reflexionar. Escapando, aunque sea por un rato, de la dictadura de lo inmediato.
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NOTAS
[1] Es importante señalar que una interpretación unívoca del artículo 29 no sería del todo correcta. En un texto de 1970, Javier Tusell llamaba la atención sobre este aspecto, señalando que el artículo 29 también se empleaba para la elección de personajes políticos de ámbito nacional, para la promoción de políticos de segunda fila o para la llegada de notables a las instituciones políticas. No obstante, tanto Tusell como otros estudiosos de las elecciones en el período de la Restauración coinciden en identificar la aplicación del artículo 29 como un reflejo de la escasa competitividad electoral en el distrito, o de la docilidad del territorio a las voluntades del Ministro de Gobernación. Véase: Tusell (1970) “Para la sociología política de la España contemporánea: el impacto de la ley de 1907 en el comportamiento electoral”. Hispania 30: 571–631.
[2] Los datos sobre las actas conseguidas con arreglo al artículo 29 de la ley electoral del 1907 han sido obtenidos del Archivo Histórico de Diputados (1810-1977) del Congreso de los Diputados (España).