Verano de 1992. Estás escuchando en la radio los 40 Principales cuando alguien llama la puerta. Es una mujer con gafas de sol y vestida de cuero negro, parecida al personaje de Trinity en Matrix, película que se estrenará en unos años. Te quiere vender un servicio personalizado llamado Matriz (o Madriz; no lo recuerdas bien) y que consiste en lo siguiente: durante las 24 horas del día, los 365 días del año, tendrás a tu lado un mayordomo discreto y diligente, vestido con elegante traje y chaleco, y que lleva un aparato de Fax debajo del brazo. Su misión será pasarte toda la información que desees sobre cualquier cosa en el mundo, garantizando que la tendrás en un tiempo máximo de 3 segundos.
Cuando quieras saber quién era el presidente de EEUU en 1900, cómo se construyó un templo de Micenas o qué artículos tiene la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, bastará con que se lo escribas en un papel y el mayordomo se comunicará con walkie-talkie con su equipo. Y no es un equipo pequeño, sino el mayor ejército de empleados de la historia: millones de personas que permanecen sentadas junto a media docena de libros cada una y que, gracias a haberse entrenado durante años en el Himalaya con monjes shaolin, son capaces de desplazar sus manos velozmente por las páginas de los libros que custodian y así poder trasladar la información requerida al mayordomo, ya sea oralmente por walkie-talkie o por fax si es una foto. Huelga decir que el fax es ultrarrápido y te puede imprimir En Busca del Tiempo Perdido o la última novela de Michael Crichton en un abrir y cerrar de ojos. El mayordomo también puede traerte cualquier sonido o vídeo guardado en decenas de miles de fonotecas de todo el planeta, de la música de Vanuatu a los discos de Camarón o los discursos de Clinton. Palomas ultrasónicas trasladarán el disco CD o DVD desde el lugar más remoto a donde tú y el mayordomo os encontréis. Aunque tu prestación favorita es que la empresa tiene contratado a un meteorólogo en cada uno de los municipios del mundo, que puntualmente recoge todos los parámetros atmosféricos y te puede calcular la previsión del tiempo para los próximos 10 días. También te fascinan los miles de personas que se dedican a sacar fotos de todas las calles y casas del mundo y se las pueden pasar al mayordomo también a velocidad del rayo.
¿Cuánto hubieras pagado en 1992 por este servicio, que despegaría poco después con el nombre de Internet y del que ahora disfrutas en tu teléfono móvil por un precio irrisorio? ¿Cuánto le hubiera costado a la economía mundial montar este servicio para disfrute de una sola persona? Ni aunque los 5.600 millones de habitantes del planeta hubiéramos sido súbditos del líder norcoreano Kim Jong-il, completamente entregados a satisfacer la curiosidad del dirigente supremo, habríamos logrado darle los textos, las canciones o las imágenes que hoy podemos obtener todos con un clic en la pantalla táctil de nuestros aparatos digitales.
Esto es solo un ejemplo, quizás el más palpable, del bienestar que hemos ganado con el paso de los años. En conjunto, todos vivimos mejor y, a veces, en medio de tanto ruido y tanta furia, deberíamos parar a deslumbrarnos ante el progreso humano. Una persona media de un país occidental ha pasado de disponer de unos 2 o 3 dólares de renta al día a más de 100 en unas pocas generaciones. Y en el resto del planeta al ascenso ha sido de 2 o 3 dólares a unos 30. Menos, pero, aun así, una mejora enorme. Y, además, más rápida, porque esa mayor velocidad de desarrollo de las naciones más pobres es una de las constantes menos visibles en el debate público mundial: la desigualdad global está descendiendo. Los países pobres se acercan a los ricos. La brecha entre ricos y pobres no aumenta, como muchos podrían interpretar a juzgar por lo mucho que se habla del crecimiento de la desigualdad, sino que disminuye. Donde despunta la desigualdad es dentro de los países y, sobre todo, en las naciones más desarrolladas, como la nuestra.
Como comenta jactanciosamente la economista Deirdre McCloskey, si tu preocupación son los pobres del mundo, tienes que estar de celebración con la evolución económica del mundo estas décadas. Si solo te preocupas de los pobres de tu país, entonces no. Y es paradójico que sean precisamente las personas más cosmopolitas, las que más deberían destacar el progreso socioeconómico de la humanidad desde, como mínimo, la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, las que, sin embargo, más se quejen del aumento de la desigualdad. En opinión de McCloskey, incluso el crecimiento de la desigualdad dentro de nuestro rico Occidente es cuestionable, pues, además del ejemplo inicial del teléfono móvil, cualquier bien de hoy día produce unas prestaciones mayores que antaño, de los frigoríficos a los neumáticos (¿recordáis qué frecuente era cambiar la rueda en el pasado en comparación con lo infrecuente que es sufrir un pinchazo hoy?). El de McCloskey es un punto de vista radical, pero vale la pena planteárselo como sano contrapunto a las omnipresentes denuncias sobre el aumento de la desigualdad.
Vale, Víctor, pero ¿qué problema hay en señalar la creciente desigualdad (de ingresos, no tanto de riqueza) que sufre un país como España? Ninguno, si se hace con moderación. De hecho, todo lo contrario. Al visibilizar un problema que ciertamente existe podemos discutir fórmulas para mitigarlo – aunque siempre conscientes de que no ha existido sociedad sobre la faz de la tierra que haya erradicado completamente la desigualdad: de los finlandeses hoy a los aborígenes australianos, los grupos humanos teóricamente más iguales esconden desigualdades – y mitigar la desigualdad me parece, personalmente, un fin muy noble.
Pero, y aquí está la cuestión, tanto la evidencia experimental como de encuestas sugiere que si la desigualdad se convierte en una cuestión de discusión permanente, de forma similar a como está ocurriendo en nuestras sociedades, en las que el marco de referencia para discutir muchos asuntos es crecientemente la injusta desigualdad en la que vivimos, entonces los ciudadanos adoptan la actitud exactamente opuesta a la deseada por quienes quieren reducir la desigualdad. El planteamiento de que una sociedad es profundamente desigual, en primer lugar, agudiza en los individuos la necesidad (ya de por sí gravosa) de alcanzar un elevado estatus social; y, en segundo lugar, lleva a que los individuos crean que ese estatus no se puede lograr mediante las buenas obras (en términos psicológicos, el “prestigio”), sino a través de la imposición (en términos psicológicos, el “dominio”). Los individuos abandonan el discurso racionalista y adoptan visiones confrontacionales del mundo. En pocas palabras, acentuar demasiado la desigualdad nos brutaliza.
Abramos los ojos a las injusticias sociales, pero no los cerremos a las bendiciones del mundo moderno.
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