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Colombia y las disyuntivas postergadas

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Con frecuencia los periodistas deportivos se repiten una vieja pregunta: ¿Qué es mejor: ser bueno o tener suerte? Por supuesto es imposible saberlo. Pero es una pregunta que debería hacer reflexionar a los economistas colombianos. Por décadas, Colombia ha sido un faro de estabilidad en las turbulentas aguas latinoamericanas. Su último episodio de inflación desbordada fue hace más de un siglo. Aunque no ha tenido “milagros económicos” como los de Brasil en los años 60, ha encadenado años, décadas, de crecimiento económico positivo que se han traducido en importantes ganancias en sus niveles de desarrollo. El genio del interés compuesto hace que sea mejor crecer persistentemente a tasas mediocres que tener una economía ciclotímica que alterna entre la euforia y la depresión cada pocos años (como Argentina desde hace más de 60 años). 

Por eso es comprensible la angustia y la ansiedad con que muchos economistas colombianos han visto los últimos meses. Como ocurrió en muchos otros países, la pandemia desencadenó en Colombia la peor recesión desde que existen datos dignos de creer. Hasta ahí, nada anómalo. Pero, a diferencia de otros países, en Colombia a esta crisis se le sumó un estallido social no visto en décadas y señales preocupantes de los mercados internacionales tales como la pérdida del grado de inversión de la deuda colombiana y una pronunciada caída en el valor del peso colombiano.

Lo curioso es que todo esto ha ocurrido en momentos en que la política económica colombiana ha estado dirigida por reconocidos custodios de la estabilidad, operando con las más impecables reglas de la ortodoxia. Nada de “caprichos populistas” aquí. 

Lo que ocurre es que, contrario a lo que suelen creer muchos economistas, la inestabilidad macroeconómica no depende únicamente de la lucidez de unos cuantos ungidos en los ministerios de Hacienda sino de procesos políticos más profundos. En el caso colombiano, durante 30 años la economía ha operado sobre la base de una profunda contradicción que por diversas razones no había estallado. Pero, al igual que el deportista suertudo, parece que los colombianos estamos descubriendo que nuestros números no eran resultado de un talento excepcional sino de haber contado con circunstancias a favor. 

En 1991 Colombia se dio a sí misma una nueva Constitución y, simultáneamente, abandonó los pilares de política económica que habían guiado su modelo de desarrollo hasta ese momento. La nueva Constitución consagró una serie de derechos sociales y, en esa medida, bien puede considerarse la base de un nuevo Estado del bienestar. Por otra parte, las reformas económicas buscaban exponer la economía colombiana (aún más) a las fuerzas del mercado global. (Digo “aún más” porque en verdad Colombia nunca llegó a los extremos proteccionistas de otros países de la región.) 

En principio, ambos objetivos eran compatibles. Es más, en aquella época el consenso ortodoxo era que eran complementarios: que la internacionalización de la economía llevaría a más crecimiento y que ese crecimiento permitiría aumentar el gasto social. 

Los resultados no han sido los que se esperaban. En el periodo 1961-1991, la economía colombiana creció a un ritmo de 4.7% anual. Entre 1991 y el 2021 ese promedio cayó a 3.4%. No solo el crecimiento ha sido menor sino que ha sido también más volátil. Si entre 1961 y 1991 solo hubo dos años con crecimiento por debajo del 2%, desde 1991 ha habido cinco años por debajo de ese umbral, incluida una profunda recesión en 1999.

No es fácil explicar este fenómeno y hay muchos desacuerdos al respecto. Pero hay tres patrones persistentes que, si bien a primera vista parecen inconexos, juntos presentan un cuadro tan coherente como inquietante. 

Primero, en estas décadas Colombia se convirtió en un exportador de hidrocarburos. Ya para 1995 la participación de la minería en las exportaciones colombianas era del 24.7%, nada despreciable en un país que por décadas había sido primordialmente un exportador de café. En el 2009 ese porcentaje rompió la barrera del 40% y nunca ha vuelto a caer por debajo de ese nivel. Incluso, en el 2014 llegó a estar cerca del 60%. Segundo, a pesar de haber tenido años de precios del petróleo muy favorables, durante todo el siglo XXI Colombia ha presentado una balanza comercial deficitaria llegando incluso a déficits por encima del 6% del PIB (en el año 2015). Tercero, la tasa de desempleo en Colombia se ha instalado tercamente en niveles de dos dígitos con un promedio del 13% para lo que va corrido del siglo. 

En teoría, un déficit comercial tan persistente no tiene por qué ser malo. De hecho, como la balanza comercial es la imagen especular de la balanza de capitales, dicho déficit simplemente quiere decir que el país es un receptor neto de inversión extranjera. Entonces, a simple vista pareciera como si Colombia estuviera tratando de potenciar su crecimiento sobre la base de capital importado lo cual tiene sentido para una economía en desarrollo. Pero, si eso es así, la tasa de desempleo es motivo de interrogantes. Supuestamente, tanto capital importado debería haber aumentado la productividad de la economía, en especial del factor trabajo, de manera que el mercado laboral estaría en condiciones de absorber la mano de obra. Pero no solamente la tasa de desempleo es alta sino que también es alta, muy alta, la tasa de informalidad. Cerca del 60% de la población empleada trabaja en el sector informal, con muy baja productividad y en condiciones precarias y de penuria. Aquí es donde los datos de primarización completan el cuadro. La inversión extranjera directa se ha dirigido predominantemente al sector de hidrocarburos (que es altamente intensivo en capital y por tanto genera poco empleo), lo cual es apenas obvio dada la rentabilidad de dicho sector a precios mundiales. Es decir, la globalización ha empujado a Colombia a seguir los patrones de la ventaja comparativa, sin capacidad de activar fuentes de crecimiento endógenas distintas a las de la venta de recursos naturales. 

Aparte de las cifras mediocres de crecimiento económico, esta combinación de factores ha tenido otra consecuencia políticamente explosiva: una preocupante vulnerabilidad de la economía a los shocks externos. Tal vez la manifestación más elocuente y dramática de este fenómeno fue la malograda reforma tributaria que sirvió de detonante para las movilizaciones de mayo. Según los análisis del gobierno en aquel momento, si no se hacía una reforma tributaria de manera inmediata (la segunda en tres años), peligraba el valor de la deuda pública en los mercados internacionales. No es este el sitio para dirimir si la situación era tan alarmante como decía el gobierno en ese momento. Nadie duda de que, así no fuera necesario un apretón fiscal tan draconiano, en el mejor de los casos sí había motivos de inquietud. Pero más allá de las cuestiones coyunturales, el episodio puso de manifiesto un problema que se está incubando hace décadas: lejos de fortalecer al Estado del bienestar por la vía de mayor crecimiento, la globalización lo ha vuelto más frágil: su margen de maniobra se reduce en los años malos que es justo cuando más se necesita.

En últimas, la crisis de mayo puso de manifiesto una realidad que ha estado larvada desde hace ya años: los propósitos incluyentes de la Constitución del 91 siempre han estado en una especie de danza peligrosa con las restricciones de financiamiento externo de una economía que ha sido incapaz de generar sus propios recursos para financiar el bienestar de sus ciudadanos.

Se habla mucho en estos días en Colombia de que el crecimiento económico y el bienestar social se han desconectado. El siguiente cuadro muestra datos que parecen confirmar esta impresión. Cada columna corresponde a una de las tres últimas encuestas de pobreza multidimensional en Colombia, según el año. En cada fila se aprecia la diferencia entre el indicador de Colombia en cada una de las dimensiones de pobreza y lo que debería ser ese valor según una regresión respecto al nivel de PIB per cápita que tome en cuenta varios países para los cuales hay datos comparables. Es decir, cuando una celda tiene valor negativo, quiere decir que en ese indicador en particular, Colombia está mejor de lo que sugeriría su nivel de ingreso. En cambio, valores positivos quieren decir que en esa dimensión de pobreza el desempeño colombiano es peor de lo que se esperaría dado su PIB per cápita. Lo más notable es que durante la década 2005-2015 los distintos valores fueron pasando a niveles positivos. Es decir, si bien puede que haya habido mejoras en el bienestar de la población más pobre, estas mejoras se han venido rezagando con respecto al crecimiento de la economía. 

Tal vez la pregunta no es por qué se produjo el estallido de mayo sino cómo una combinación tan inestable de ingredientes se había podido mantener por años. Una posible clave para responder esta pregunta se halla precisamente en la forma en que dicho estallido se fue extendiendo. Comenzó como una huelga convocada por algunas de las centrales sindicales más importantes. Pero Colombia es un país con una muy baja densidad sindical; una huelga con ese origen solo podría convertirse en una movilización social sostenida si a ella se le sumaban otros sectores. Y así fue. Pronto se fueron sumando una pluralidad, a veces desconcertante, de voces. Grupos indígenas, estudiantes, campesinos y, tal vez de una manera con pocos precedentes en la historia de Colombia, los que la prensa ha dado en llamar “ni-nis”, es decir, jóvenes que ni estudian ni trabajan, indignados y hastiados. Abundaban los relatos de algunos de estos jóvenes que contaban cómo ahora, durante las movilizaciones, podían comer mejor gracias a la solidaridad de la ciudadanía, que antes de que comenzaran las protestas. 

Pero, por supuesto, una movilización basada en grupos tan heterogéneos, muchos de ellos prácticamente espontáneos y sin mayor experiencia política, iba a terminar diluyéndose. En últimas, a los déficits de la economía colombiana, tales como su déficit externo, su déficit fiscal entre otros, hay que sumarles un enorme déficit democrático. La democracia colombiana es capaz de generar elecciones genuinamente competitivas. Pero más allá de eso ha demostrado ser incapaz de sostener acciones colectivas que le den contenidos reales a las fluctuaciones electorales. 

No alcanzaría el espacio de estas líneas para profundizar en las raíces históricas de este déficit. Pero algunos hechos merecen destacarse. A finales del siglo pasado puede decirse que el bipartidismo colombiano, uno de los más viejos del mundo, expiró dejando tras de sí una proliferación de empresas electorales bastante inestables. Más variado que su predecesor, el nuevo sistema de partidos heredó de aquél su aversión a los movimientos sociales. En Colombia los partidos no tienen movimientos y los movimientos no tienen partidos lo cual hace que la gestión de demandas de la población esté siempre mediada por lógicas clientelistas. 

A esto hay que sumarle, naturalmente, la violencia. Las últimas tres décadas constituyen uno de los periodos más violentos de la historia de Colombia en el que se entrelazaron los conflictos con las insurgencias armadas y el surgimiento de toda una constelación de zonas de “gobernanza criminal” sometidas al narcotráfico y otras mafias extractoras de recursos naturales. 

En esas condiciones, es muy difícil que la ciudadanía encuentre formas organizadas de expresarse. Por eso, cuando confluyeron varias circunstancias, tales como la baja popularidad de la Administración Duque, los nuevos brotes de violencia que amenazan con descarrilar el proceso de paz, el incumplimiento por parte del gobierno de los compromisos adquiridos en movilizaciones anteriores y, como gran catalizador, la enorme crisis económica y social de la pandemia, el resultado fue un desborde de indignación no visto en décadas. 

Lo peor de la pandemia parece haber quedado atrás. La economía, después de haber tocado fondo, comienza a recuperarse. La ola de protestas ya terminó. Habrá comicios parlamentarios y presidenciales en el primer semestre del año entrante. Imposible hacer pronósticos sobre lo que viene pero si se puede creer a la encuestas, tanto electorales como de opinión, con todo y lo traumáticos que hayan sido los últimos meses, la ciudadanía no quiere volver al pasado. Por ejemplo, aunque ya empezó la proliferación de candidaturas presidenciales típica del año previo, aún no hay una candidatura abierta y declaradamente continuista. Tras años de posponer indefinidamente los dilemas de fondo sobre su contrato social, parece que le ha llegado a Colombia la hora de decidir si quiere seguir confiando su afamada estabilidad a una conjunción de circunstancias que tal vez ya no se vayan a repetir.

Con frecuencia los periodistas deportivos se repiten una vieja pregunta: ¿Qué es mejor: ser bueno o tener suerte? Por supuesto es imposible saberlo. Pero es una pregunta que debería hacer reflexionar a los economistas colombianos. Por décadas, Colombia ha sido un faro de estabilidad en las turbulentas aguas latinoamericanas. Su último episodio de inflación desbordada fue hace más de un siglo. Aunque no ha tenido “milagros económicos” como los de Brasil en los años 60, ha encadenado años, décadas, de crecimiento económico positivo que se han traducido en importantes ganancias en sus niveles de desarrollo. El genio del interés compuesto hace que sea mejor crecer persistentemente a tasas mediocres que tener una economía ciclotímica que alterna entre la euforia y la depresión cada pocos años (como Argentina desde hace más de 60 años). 

Por eso es comprensible la angustia y la ansiedad con que muchos economistas colombianos han visto los últimos meses. Como ocurrió en muchos otros países, la pandemia desencadenó en Colombia la peor recesión desde que existen datos dignos de creer. Hasta ahí, nada anómalo. Pero, a diferencia de otros países, en Colombia a esta crisis se le sumó un estallido social no visto en décadas y señales preocupantes de los mercados internacionales tales como la pérdida del grado de inversión de la deuda colombiana y una pronunciada caída en el valor del peso colombiano.