Chavistas, etarras o separatistas son algunas de las lindezas que se han podido escuchar en el Congreso de los Diputados en los últimos días. Del otro lado, no son menos agudos los (des)calificativos: golpistas, parásitos o inmundicia son las palabras trendy en la Cámara de representación española. Ni la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica está sirviendo para allanar las tensiones entre Gobierno y oposición desde que el pasado 15 de marzo entrase en vigor el primer estado de alarma (hasta un total de seis) a causa del coronavirus. Más aún, dicha comisión sólo está sirviendo, por el momento, para avivar las proclamas de unos y otros y desviar la atención de lo que realmente importa: la España post-COVID o, lo que es lo mismo, la España que va a necesitar de las medidas que se aprueben en el Congreso para remontar esta grave crisis económica y social que se avecina.
Los discursos políticos son una buena muestra del latir de la sociedad. Estas altas dosis de polarización y crispación política que se exhiben a nivel de élite podrían reflejar, a su vez, las tensiones existentes entre los electorados de cada partido, la así llamada polarización afectiva. En esta senda caminan algunos hallazgos recientes de varios académicos (aquí y aquí) que apuntan:
a) un mayor grado de rechazo de electores de un partido determinado hacia otras opciones partidistas, generando más antipartidismo que identidad partidaria
b) una creciente distancia ideológica entre los electores según su preferencia por el modelo territorial (centralizado, status quo o mayor descentralización). Ambos ejes continúan vertebrando el espacio político español, pero, ahora, lo hacen de forma centrífuga, es decir, hacia los extremos del tablero político.
Lo que estamos viviendo en España a tenor de la crisis del coronavirus guarda pocas similitudes con los países de nuestro entorno. Ni en el Reino Unido, donde el primer ministro Boris Johnson optó inicialmente por la (fallida) inmunidad de grupo, ni en Italia, con un gobierno de coalición entre el Movimiento 5 Estrellas y el Partido Democrático, y con el histriónico Salvini en la oposición, las tensiones Gobierno-oposición parecen ser, hasta hoy, tan elevadas como en España.
El discurso político ha inoculado un virus tan dañino como el de la COVID. Los partidos han rebosado dosis de moralidad erigiéndose, cada uno por su lado, como los únicos representantes reales del pueblo. Así lo demuestra, por un lado, la actitud del Gobierno que, sin un plan B alternativo a la aprobación de los consecutivos estados de alarma, se ha dedicado a reprobar a aquellas formaciones que no apoyasen sus medidas para contener la pandemia. Y, por otro, las tremendas acusaciones de Abascal, que ha llegado a afirmar que el Gobierno ha cometido una negligencia criminal, que ha dejado morir a los ancianos en las residencias o, incluso, que junto con sus cómplices, huestes y militantes ha llamado al odio y a los escraches.
Lo último ha sido revivir el famoso ¡Viva la Muerte! de Millán-Astray, fundador de la Legión y procurador de las Cortes Franquistas, ahora remasterizado por Abascal: “Viva el 8 de marzo, es tanto como gritar viva la enfermedad y viva la muerte”. El discurso de Vox, tercera fuerza en el Congreso con el 15% de los votos, que se ha caracterizado desde sus inicios por una lógica de confrontación entre la España muerta (separatistas y etarras) vs ellos, representantes de la España viva, ha terminado por fracturar a la sociedad española. El barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) del mes de febrero, muestra que casi un tercio de los electores considera a esta formación como el partido que más contribuye al enfrentamiento político.
Pero si el discurso de Vox ha sido moralista y antagonista, las fuerzas de gobierno no han sabido rebajar la tensión. La pandemia, por ahora, no ha “servido” para estrechar los lazos entre los ciudadanos y sus representantes, sino al contrario, pues ha ahondado en la hiriente división que desde 2019 palpita en la política española. Frente al consenso, ha imperado el enfrentamiento político.
Las consecuencias de esto pueden ser devastadoras: una deslegitimación de las instituciones políticas, una mayor desconfianza en los representantes públicos y, por lo general, un menor apoyo a la democracia de partidos como modelo de representación política.
Chavistas, etarras o separatistas son algunas de las lindezas que se han podido escuchar en el Congreso de los Diputados en los últimos días. Del otro lado, no son menos agudos los (des)calificativos: golpistas, parásitos o inmundicia son las palabras trendy en la Cámara de representación española. Ni la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica está sirviendo para allanar las tensiones entre Gobierno y oposición desde que el pasado 15 de marzo entrase en vigor el primer estado de alarma (hasta un total de seis) a causa del coronavirus. Más aún, dicha comisión sólo está sirviendo, por el momento, para avivar las proclamas de unos y otros y desviar la atención de lo que realmente importa: la España post-COVID o, lo que es lo mismo, la España que va a necesitar de las medidas que se aprueben en el Congreso para remontar esta grave crisis económica y social que se avecina.
Los discursos políticos son una buena muestra del latir de la sociedad. Estas altas dosis de polarización y crispación política que se exhiben a nivel de élite podrían reflejar, a su vez, las tensiones existentes entre los electorados de cada partido, la así llamada polarización afectiva. En esta senda caminan algunos hallazgos recientes de varios académicos (aquí y aquí) que apuntan: