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Los deberes y las desigualdades de clase

Tras dos semanas de merecido descanso navideño, llega la “vuelta al cole” para alumnado, docentes, madres y padres de toda España. Y con el colegio o el instituto vuelven también los deberes, convertidos en el tema educativo estrella del recién acabado 2016. Sin más ánimo que el de contribuir al debate público sobre esta cuestión, comparto a continuación un argumento que, si bien no del todo ausente, sí que percibo algo escondido. Sobre todo, en comparación con el eco alcanzado por otros como el relativo a los problemas que los deberes generan en términos de ansiedad en los niños, su derecho al tiempo libre, o el que apunta a su incidencia negativa sobre el clima familiar.

Una de las regularidades más sostenidas por la investigación empírica en el ámbito educativo es aquella que muestra la vinculación entre, por un lado, el origen (o clase) social del alumnado y, por otro, el rendimiento y el logro académico obtenido. Permítanme acudir a algunos datos del último PISA para ilustrar, una vez más, dicha regularidad.

Según PISA 2015, en España los estudiantes de origen social desaventajado (definidos en este estudio como aquellos que se sitúan en el cuartil inferior en el índice de estatus económico, social y cultural empleado) tienen una probabilidad prácticamente tres veces mayor que los de origen social no desaventajado de obtener un nivel bajo en sus resultados en la prueba de ciencias (menos del “nivel 2” de los siete establecidos por PISA). Y si hablamos de repetir curso, quienes provienen de un origen social desaventajado tienen en nuestro país una probabilidad once veces mayor de hacerlo que los de origen aventajado (aquellos que se sitúan en el cuartil superior del índice ya mencionado).

Esta mayor probabilidad desciende, pero continúa siendo muy alta (seis veces superior) cuando se controlan estadísticamente las diferencias de rendimiento en ciencias y en lectura.

A su vez, cuando se mide el efecto de las escuelas sobre las diferencias en el rendimiento de los alumnos, tanto los datos de PISA, como los acumulados por estudios similares desde hace ya cinco décadas, nos muestran que la influencia de variables relacionadas con las diferentes características de los centros de enseñanza es reducida. Además, la característica escolar que se descubre como más influyente en el rendimiento diferencial de las personas es de nuevo de tipo socioeconómico: la composición del alumnado en cuanto a su origen social.

En resumidas cuentas, los datos evidencian desde hace décadas que el origen socioeconómico del alumno es, de todos los factores sociales, el que más condiciona su rendimiento y logro educativo, y que el efecto de las variables escolares es relativamente pequeño a la hora de explicar los desiguales resultados académicos de los alumnos.

Si esto es así —y no podemos obviar que, pese a la gran acumulación de evidencia empírica, hay autores que critican algunos de estos resultados por razones metodológicas— es fácil entender que el margen de acción de los centros para combatir desigualdades que trascienden los límites de su entorno es muy limitado. Y si no hablamos de centros, sino de docentes individuales, el margen es aún menor.

Pero he aquí que el debate educativo del momento permite poner el foco sobre uno de esos pocos espacios en los que maestras y maestros, profesoras y profesores, sí que pueden coadyuvar a incrementar o disminuir este efecto del origen social, por reducida que, en términos globales, pudiera resultar su incidencia. A la luz de los datos ya comentados la lógica es evidente: cuanta más aprendizaje dejen los docentes, los centros y los modelos de organización escolar para su desarrollo en casa, más contribuirán a priori a que el efecto de la familia sea potencialmente mayor y, con ello, a las desigualdades educativas por razón de origen social. Y esto se debe, fundamentalmente, a dos motivos fácilmente identificables: (1) los padres con mayor nivel de estudios pueden ayudar en mayor medida y hasta etapas educativas más avanzadas en los deberes y estudios de sus hijos; y (2) los hogares con más recursos económicos tendrán más facilidades para disponer de recursos educativos, así como para permitirse acudir a academias o a clases particulares.

En tiempos en los que crecen notablemente las desigualdades socioeconómicas en España, con las implicaciones que esto puede acarrear sobre las desigualdades académicas entre los ciudadanos, pensar en clave de equidad cuando se debate sobre educación quizás se hace todavía más necesario. La cuestión de los deberes no es, como se ha visto, ajena a este tipo de reflexión.

Tras dos semanas de merecido descanso navideño, llega la “vuelta al cole” para alumnado, docentes, madres y padres de toda España. Y con el colegio o el instituto vuelven también los deberes, convertidos en el tema educativo estrella del recién acabado 2016. Sin más ánimo que el de contribuir al debate público sobre esta cuestión, comparto a continuación un argumento que, si bien no del todo ausente, sí que percibo algo escondido. Sobre todo, en comparación con el eco alcanzado por otros como el relativo a los problemas que los deberes generan en términos de ansiedad en los niños, su derecho al tiempo libre, o el que apunta a su incidencia negativa sobre el clima familiar.

Una de las regularidades más sostenidas por la investigación empírica en el ámbito educativo es aquella que muestra la vinculación entre, por un lado, el origen (o clase) social del alumnado y, por otro, el rendimiento y el logro académico obtenido. Permítanme acudir a algunos datos del último PISA para ilustrar, una vez más, dicha regularidad.