La pandemia del coronavirus no ha sido amable con las ciudades. Especialmente con aquellas de más densidad. En los primeros compases de la expansión del SARS-CoV-2 observamos cómo éste se transmitía con especial rapidez y crudeza en grandes concentraciones urbanas como Wuhan, Milán, Madrid o Nueva York. Más cercano en el tiempo y en el espacio, el gobierno regional de Madrid acaba de implantar medidas de confinamiento selectivo en algunos de los barrios y municipios de la Comunidad con mayor concentración de población. Estas medidas, además de estigmatizar estos núcleos, afectan desproporcionadamente a personas de rentas más bajas. Por estas razones, parece extenderse la percepción de que la ciudad compacta, densa, es un lugar particularmente vulnerable a las pandemias (a ésta y a las que pudieran venir en el futuro).
En este post argumentamos que las zonas urbanas compactas no solo pueden ser capaces de combatir eficazmente la transmisión del virus sino, además, de asegurar niveles superiores de equidad social y de salud medioambiental. Eso sí, el modelo compacto debe ser retocado para lograr estos objetivos.
Uno de los efectos colaterales de la pandemia de la COVID-19 ha sido avivar un debate de largo recorrido dentro del urbanismo, sobre el modelo de desarrollo compacto vs el modelo disperso. Este debate clásico se enfoca en las ventajas que ofrece un modelo sobre el otro: el uso eficiente del suelo, generando desarrollo urbano compacto vs la dispersión territorial.
En la situación actual, el modelo disperso resulta atractivo. Promociona la baja densidad residencial, la segregación de usos entre zonas residenciales y comerciales, y el transporte privado. De este modo, puede verse como un modelo de menor riesgo en el contexto de la pandemia: se utiliza menos el transporte público, las viviendas suelen ser más grandes y tiende a haber más zonas verdes -con lo que los confinamientos pueden ser más llevaderos-. De hecho, en las zonas suburbanas de ciudades como Nueva York o Madrid se han registrado en los últimos meses aumentos en las ventas de casas ilustrando el éxodo de personas hacia las afueras (aquí y aquí).
El modelo compacto, por su parte, apuesta por la densidad, lo cual es percibido por sectores de la sociedad como un riesgo epidemiológico. Sin embargo, para poder entender la relación que existe entre enfermedades infecciosas y el espacio urbano compacto —relación poco estudiada— es importante hacer dos aclaraciones.
Primero, las ventajas de la densidad: ésta es una condición para provisión de infraestructura básica, incluyendo alternativas de tránsito, vivienda, saneamiento y el acceso a comodidades y una variedad de servicios: comercio, espacios públicos, parques, instituciones culturales, etc. La densidad permite la diversidad de comercios, restaurantes y otras actividades como servicios de salud especializados. Con la densidad se permite el acceso/movilidad de personas con menores emisiones de carbono, lo cual es también muy importante para la salud. Además, aunque es cierto que la densidad conlleva contacto cercano de las personas y eso puede generar brotes para la propagación del virus, las ciudades, al mismo tiempo, ofrecen la oferta de contar con la infraestructura especializada y la capacidad de responder ante la crisis, contrarrestando de tal forma el impacto del virus.
Segundo, es clave diferenciar el modelo de desarrollo compacto, por un lado, y los factores estructurales de las sociedades, por otro. En efecto, las dinámicas del contagio también tienen que ver con las formas que las personas están expuestas a éste —lo cual está relacionado al tipo de ocupación laboral, forma de desplazamiento, lugar de trabajo, acceso a espacios abiertos, etc. Un estudio empírico reciente sobre el impacto del virus en la densidad de población en EEUU muestra que el tamaño de la población de un área urbana da lugar a mayores tasas de infección y mortalidad, pero no así la densidad. Es decir, comparando dos áreas urbanas de la misma población, digamos 8 millones de habitantes, aquella con un desarrollo urbano más compacto no sufre una mayor incidencia del COVID que aquella con un diseño urbano disperso. Los autores lo explican de la siguiente forma: dado que las metrópolis son centros que atraen turismo, negocios y gente en general de otras partes del mundo, son lugares de contagio. Ahora bien, los lugares con un modelo de desarrollo denso, en general, cuentan con un mejor y mayor acceso a servicios de salud especializados y de calidad.
Más allá del debate, el momento actual nos llama a reflexionar sobre las formas de mejorar el espacio urbano para poder sortear mejor ésta y otras crisis de igual importancia (como la crisis de desigualdad urbana existente). Las expresiones a favor del modelo compacto se han enfocado en la importancia de la mejora del diseño espacial para las ciudades —como agrandar espacios abiertos para reducir el tráfico en parques urbanos, repensar los balcones, incluir más espacios abiertos en el diseño de edificios, etc. Pero la discusión del modelo urbano compacto debe ampliarse para enfatizar la falta de equidad del modelo. Por ejemplo, los análisis hechos hasta ahora muestran que, en Madrid o Nueva York, las zonas con mayores casos de COVID-19 son lugares donde la gente tiene menos acceso a sistemas alternativos de tránsito (como bicicletas, o acceso caminando), tienen menor acceso a áreas de recreo como parques, etc., menores posibilidades de trabajar remotamente, menores niveles de ingreso y concentran altas proporciones de inmigrantes y minorías raciales.
El modelo compacto debe por tanto mejorarse con vistas a la inclusión: espacios urbanos abiertos para todos, frecuencia del transporte urbano para reducir aglomeraciones, vivienda con ventilación natural a bajos costos —y no reservada para apartamentos de lujo— etc. Varias iniciativas están ahora encima de la mesa. En París, la alcaldesa Anne Hidalgo ha puesto en marcha la “ciudad 15 minutos”: con el objeto de asegurar en todos los barrios el acceso a servicios, ocio, y trabajo a menos de 15 minutos sin uso del coche. Muchas ciudades, como Bogotá, Oakland y Nueva York han reaccionado a la pandemia ampliando sustancialmente el espacio para peatones y para la movilidad en bicicleta.
España debe también aprovechar esta coyuntura para enfocar sus ciudades en esta dirección. Para ello, cuenta con un aliado importante: los 140 mil millones de euros en fondos anticrisis de la Unión Europea, que están orientados, entre otros objetivos, a la inversión en transporte público y en la mejora de la resiliencia social. Es una oportunidad inmejorable que no se debe dejar pasar.