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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Hace cuarenta años y parece que fue ayer

El 1 de noviembre de 1977, tras celebrar en el cementerio la misa de Todos los Santos, Javier Vesperinas, párroco de Marcilla (Navarra), se marchó a casa. Al cabo de un rato recibió la visita de una persona que tenía un negocio en el pueblo para pedirle cambio. El sacerdote aprovechó para preguntarle algo que le venía intrigando desde hacía unos años: ¿por qué varios vecinos, incluido el que ahora le visitaba, a pesar de acudir asiduamente a las misas que él oficiaba, nunca estaban presentes en la festividad que se conmemoraba ese día? El visitante le respondió: “es que ese día, Don Javier, nosotros vamos a dejar flores donde están nuestros muertos”. Vesperinas se quedó perplejo y reclamó una explicación. Ese día se enteró, con estupefacción, de que muchas personas del pueblo no habían podido enterrar en el cementerio a sus familiares asesinados por los franquistas en la Guerra Civil. Por esa razón, cada 1 de noviembre, en lugar de acudir a la misa que se celebraba en el cementerio de Marcilla, se desplazaban a las fosas comunes en las que yacían los restos de los suyos.

A partir de ese momento, como me contó el sacerdote cuando lo entrevisté, empezó a mantener conversaciones discretas con los familiares afectados y se propuso conseguir los permisos preceptivos para trasladar los restos al cementerio. El proceso no fue nada sencillo; primero tuvo que vencer las resistencias de los que tenían a sus deudos desperdigados por las fosas. El sacerdote, en sus anotaciones de la época, consigna: “Reuniones a escondidas y en secreto; miedo. Por primera vez se juntan, se cuentan sus sufrimientos comunes”. Y, posteriormente, tuvo que convencer al secretario del gobernador civil quien, tras escuchar sus propósitos, le espetó: “¿pero a qué viene usted? ¿A estropear la recién nacida democracia?”. Solo cuando el párroco le garantizó que se obraría con total discreción y que no permitiría que se politizara la iniciativa obtuvo su consentimiento. El secretario le aconsejó hacer el traslado “de noche, un día de trabajo y en silencio”. El Ayuntamiento de Marcilla, sin embargo, se mostró muy colaborador y proporcionó tanto un terreno en el cementerio como una dotación económica para que se construyera un mausoleo en el que reposarían los restos de los republicanos dispersos en distintas fosas sin identificar.

A pesar del sigilo con el que se procedió, el funeral celebrado el 5 de marzo de 1978 fue multitudinario y, a continuación, muchos acudieron también al cementerio. A los partidos, efectivamente, se les mantuvo al margen de esta iniciativa y la inscripción de esta primera lápida, en contraste con las que se harían con posterioridad, solo decía: “En memoria de los muertos en agosto, septiembre y octubre de 1936”. No se decía que habían sido fusilados; ni siquiera se mencionaba la guerra civil. Pero, claro, era la primera de estas características en la provincia.

Dos meses después, los vecinos de Casas de Don Pedro (Badajoz) consiguieron algo muy parecido, aunque las circunstancias fueron diferentes. El enorme tesón de Felisa Casatejada, cuyos hermanos de 17 y 19 años habían sido fusilados sin juicio alguno después de finalizada la Guerra Civil y arrojados a una fosa común, consiguió convencer al alcalde, al párroco e incluso al gobernador civil de la pertinencia de exhumar los restos de los fusilados e inhumarlos en el cementerio. Los dos primeros, de ideología conservadora, sufrieron presiones por parte de la derecha más recalcitrante del pueblo, pero se mantuvieron firmes en su apoyo a Felisa y a los demás familiares afectados. Estos tuvieron que comprar el terreno del cementerio a la Iglesia y costearse el panteón, y no les dejaron poner más inscripciones que los nombres de los fusilados. Además, como la actitud de una parte del pueblo fue tan hostil, optaron por velar los restos durante dos noches en el campo, pues temían que los destruyeran, y durante los primeros meses vigilaron el panteón, hasta bien entrada la madrugada, para evitar actos vandálicos.

Esta iniciativa, en contraste con la de Marcilla, tuvo un claro perfil ideológico, como lo demuestran las banderas socialistas y comunistas que se depositaron sobre los féretros. Otra gran diferencia entre ambos casos es que los familiares de los fusilados de Casas de Don Pedro, lejos de proceder con discreción, llamaron a un reportero de Interviú para que cubriera la iniciativa. Con ello pretendían, tal y como me han explicado, publicitar las injusticias que se habían cometido en el pueblo e informar a los familiares que ya no residían allí de lo que estaban haciendo.

Las exhumaciones que tuvieron lugar en estos dos pueblos, de las que estos días se cumplen 40 años, fueron el pistoletazo de salida para que, en sus respectivas provincias, otros municipios se atrevieran a adoptar iniciativas semejantes. Según mis investigaciones, tras el primer ciclo de exhumaciones (que tuvo lugar desde la muerte de Franco hasta mediados de los años 90), el 93,5% de los municipios navarros con más de un 1,5% de la población fusilada por los franquistas logró trasladar los restos, mientras que en Badajoz hizo lo propio el 32,7% de los municipios.

La represión en Navarra estuvo mucho más concentrada geográficamente que en Badajoz, lo que facilitó la propagación de estas iniciativas de dignificación en la zona más directamente afectada. Pero, además, la eficacia reparadora de los navarros fue mayor porque estuvieron mejor coordinados, a lo que, sin duda, contribuyó el respaldo decidido que obtuvieron, desde el principio, de muchos párrocos —que pidieron en sus homilías un perdón sincero por la actitud de la Iglesia durante la guerra civil— y el visto bueno del obispo, con la condición, eso sí, de que estas iniciativas no se politizaran.

Otra singularidad del caso navarro, que cobra gran actualidad en nuestros días, es que ellos son los únicos que han conseguido hasta la fecha sacar los restos de sus familiares del Valle de los Caídos, donde habían sido llevados sin su consentimiento. Esto que hasta hace pocos días parecía imposible a los ojos del prior actual de la congregación benedictina que administra la Basílica del Valle, se consiguió en 1980, en circunstancias mucho menos propicias que las actuales. Como se mostró hace años en un documental, de Cuelgamuros salieron cajas con restos de más de 130 fusilados en la zona de la Ribera navarra y los vecinos de los pueblos afectados se los repartieron para enterrarlos en sus respectivos camposantos.

Las dificultades que existen hoy en día para ejecutar la sentencia judicial que obliga a devolver algunos restos son, como se sabe por los informes que existen, importantes, pero de carácter exclusivamente técnico. Como ha habido una gran negligencia en la custodia de las criptas y/o capillas, se han desmoronado no pocos columbarios, un número indeterminado de cajas se ha deshecho. Ello explica que, por desgracia, muchos huesos están esparcidos y, por lo tanto, mezclados. Pero, si las cajas sobre las que existen demandas de familiares estuvieran bien conservadas, nada ni nadie deberían impedirles que se llevaran sus restos. Hay varias reformas pendientes relacionadas con ese proceloso monumento. Una de las más urgentes es que las autoridades civiles tomen el control de los lugares en los que reposan los restos y que una comisión técnica determine cuáles están en buen estado y cuáles requieren una intervención urgente. Para muchos, quizá la mayoría, ya será demasiado tarde por el estado de abandono en que se encuentran los columbarios, pero las autoridades políticas no pueden seguir esquivando este asunto, dejando que la naturaleza siga su curso hasta que nada pueda hacerse al respecto.

El 1 de noviembre de 1977, tras celebrar en el cementerio la misa de Todos los Santos, Javier Vesperinas, párroco de Marcilla (Navarra), se marchó a casa. Al cabo de un rato recibió la visita de una persona que tenía un negocio en el pueblo para pedirle cambio. El sacerdote aprovechó para preguntarle algo que le venía intrigando desde hacía unos años: ¿por qué varios vecinos, incluido el que ahora le visitaba, a pesar de acudir asiduamente a las misas que él oficiaba, nunca estaban presentes en la festividad que se conmemoraba ese día? El visitante le respondió: “es que ese día, Don Javier, nosotros vamos a dejar flores donde están nuestros muertos”. Vesperinas se quedó perplejo y reclamó una explicación. Ese día se enteró, con estupefacción, de que muchas personas del pueblo no habían podido enterrar en el cementerio a sus familiares asesinados por los franquistas en la Guerra Civil. Por esa razón, cada 1 de noviembre, en lugar de acudir a la misa que se celebraba en el cementerio de Marcilla, se desplazaban a las fosas comunes en las que yacían los restos de los suyos.

A partir de ese momento, como me contó el sacerdote cuando lo entrevisté, empezó a mantener conversaciones discretas con los familiares afectados y se propuso conseguir los permisos preceptivos para trasladar los restos al cementerio. El proceso no fue nada sencillo; primero tuvo que vencer las resistencias de los que tenían a sus deudos desperdigados por las fosas. El sacerdote, en sus anotaciones de la época, consigna: “Reuniones a escondidas y en secreto; miedo. Por primera vez se juntan, se cuentan sus sufrimientos comunes”. Y, posteriormente, tuvo que convencer al secretario del gobernador civil quien, tras escuchar sus propósitos, le espetó: “¿pero a qué viene usted? ¿A estropear la recién nacida democracia?”. Solo cuando el párroco le garantizó que se obraría con total discreción y que no permitiría que se politizara la iniciativa obtuvo su consentimiento. El secretario le aconsejó hacer el traslado “de noche, un día de trabajo y en silencio”. El Ayuntamiento de Marcilla, sin embargo, se mostró muy colaborador y proporcionó tanto un terreno en el cementerio como una dotación económica para que se construyera un mausoleo en el que reposarían los restos de los republicanos dispersos en distintas fosas sin identificar.