La tesis que defiendo es sencilla. En caso de ser Cataluña un estado independiente no podría mantener las políticas lingüísticas que mantiene (y que personalmente, si a alguien le importa, apoyo en sus líneas generales). Tal vez podría hacerlo si se acogiera al grupo de Visegrado, o cosa parecida, donde los argumentos que utilizan algunos políticos nacionalistas para defenderlas tienen su lugar natural. La segunda tesis que defiendo es que lo que tienen de malo las políticas lingüísticas en Cataluña son esos argumentos, no tanto las políticas mismas, pues estas tienen sentido en el contexto de una relación de amistad y dentro de un mismo Estado, compartiendo una misma nación política. Son mejorables, como toda política puede serlo, pero tienen buen sentido.
Una premisa evidente de estas razones es que esas políticas, especialmente la llamada política de inmersión lingüística, que se aprobó por consenso general en 1983, han sido y son apoyadas por motivos muy distintos por personas de distintas ideologías e identidades: para unos es una política de apoyo a una lengua en retroceso, o en peligro de estarlo; para otros, tal vez, una política de integración social, para facilitar la movilidad; para algunos puede que sea un bautismo nacional (inmersión, al fin y al cabo); para otros más es una política de afirmación nacional, “la escuela catalana en catalán” como un asunto, digamos, de derecho natural. Solo lo último es claramente falso, como cuestión de derecho, aunque real como ideología, pero lo importante es que el equilibrio se rompe si no se cultiva cierta complicidad. Los argumentos esencialistas empleados para escandalizarse contra cualquier intento de reforma pueden tener su lugar en el contexto de un diálogo entre conciudadanos, pero serían intolerables emitidos por un gobierno catalán soberano. (No es que sean pasables en un gobierno autonómico, pero imaginen el famoso discursito de las 300 lenguas de Mariàngela Vilallonga, con su mueca al castellano incluida, en una ministra de cultura, en sede parlamentaria de un estado occidental).
Ni Quebec ni Flandes, donde las lenguas vernáculas son las de la inmensa mayoría de la población, y no la de apenas la mitad, tienen un sistema educativo monolingüe. En el caso de Quebec se aplica un principio personal: los niños de lengua inglesa, aunque no los inmigrantes de otras lenguas, tienen derecho a ir a la escuela en inglés. En Flandes se aplica un principio territorial, pero flexibilizado por las llamadas “facilidades”: en las poblaciones donde hay una minoría significativa de francófonos (30% o más), la administración está obligada a ofrecer servicios esenciales, incluida la educación, en francés. Esto sucede en un número no despreciable de municipios alrededor de Bruselas, capital inserta en ese territorio, pero a la que el nacionalismo flamenco, en general, ha renunciado.
La extensión del catalán como primera lengua en una Cataluña independiente estaría muy alejada de la demografía del francés en Quebec o la del neerlandés en Flandes. Ni siquiera la de Flandes más Bruselas se parece. ¿Se imaginan la aplicación de uno u otro principio en Cataluña? Sería un desastre para el catalán y para los catalanes. Incluso para los nacionalistas, salvo quizás para los más montaraces, pues ni renunciando a Barcelona sería factible un proyecto etno-lingüístico atractivo. En ningún caso parece bueno, ni para la convivencia ni para el futuro de la lengua. Y, sin embargo, esas son las condiciones en las que el nacionalismo lingüístico puede ejercer su poder en un estado democrático. Eso, o el bilingüismo igualitario a todos los efectos; no hay otras. Si la distribución de hablantes de Cataluña se parece a una provincia de Canadá no es a Quebec sino a Nuevo Brunswick, que es plena y oficialmente bilingüe; de parecerse en algo a Bélgica sería más al conjunto de Bélgica que a Flandes.
Alguno podría pensar que si, cuando el país accedió por segunda vez a la independencia, al gobierno de Estonia le permitieron ignorar algunos derechos fundamentales del 30% de sus ciudadanos, los de lengua rusa, no reconociéndoles ni siquiera el derecho a serlo, salvo que pasaran por un test lingüístico riguroso, los nacionalistas catalanes bien podrían olvidarse del reconocimiento de los derechos lingüísticos de los hispanohablantes en su sistema educativo. Sin embargo, como todo el mundo sabe, si se piensa un poco, eso no podría haber sucedido hoy ni siquiera en Estonia. El territorio se estaba separando de una dictadura y lo hacía sin un acuerdo; y desde luego no era un estado miembro de la UE. Aun así, si ese 30% hubieran sido hablantes de danés, les habría ido mejor, y si hubieran sido el 50%, incluso siendo rusos, también. Sería un delirio pensar que Cataluña puede seguir una senda vagamente parecida si no lo hace con botas de hierro.
Si Cataluña se volviera independiente de alguna forma reglada y con reconocimiento internacional tendría que mediar un acuerdo de separación, como el que exige la famosa resolución del Tribunal Supremo de Canadá en 1998 para la eventual secesión de Quebec, recogida en la Ley de Claridad de ese país, y que casi todo el mundo admite como un modelo democrático. Un acuerdo visado además por la UE, en nuestro caso. Y un acuerdo de separación no puede sino establecer la aplicación de las condiciones de justicia lingüística que se emplean en una democracia moderna con una demografía como la de una Cataluña independiente. Sin ello, Cataluña no podría ser una democracia, como se suele decir, homologada; tendría que inventarse un neo-. A la vista de Twitter no dudo de que haya pensadores profesionales puestos a ello, pero es dudoso que pasen de ser espectros.
Dicho con claridad, para poder mantener algunas de sus políticas lingüísticas en una hipotética Cataluña independiente sería necesario que la secesión fuera unilateral y, por tanto, en algún sentido, “revolucionaria”, y no reconocida por las democracias de su entorno, salvo los sospechosos habituales. Un cuento épico para algunos y trágico para otros, pero un cuento. Una secesión acordada conllevaría una inevitable regulación basada en derechos distintos para hablantes distintos, o de políticas distintas para localidades distintas. Si a esto se une la creación de nuevas fronteras internacionales entre hablantes del idioma, es difícil entender en qué ayuda la independencia al catalán. Sé lo que están pensando, así que repitámoslo: el asimilacionismo solo puede ser autoritario.
La política lingüística de Cataluña es un equilibrio que presupone buen entendimiento entre conciudadanos dentro de una democracia en la que la mayoría, sobre el 80%, tenemos la lengua española como primera lengua y en la que las lenguas del 20% requieren apoyo especial; no es algo a lo que se pueda llegar apelando a los criterios internacionales de justicia aplicados en otras democracias para una situación comparable a la de Cataluña. Como toda amistad, tiene equívocos, problemas, cosas ilógicas y correcciones prácticas por la experiencia y el buen uso; pero si pasamos a escribirla en los papeles de divorcio, no se sostiene (1).
No pretendo adjudicar el mérito relativo de una escuela catalana en la que el catalán se emplee en el 75% o en el 90% de las clases. Lo mejor sería experimentar y ver qué funciona mejor para los fines compartidos. Personalmente, me alegro de que no se hable de un sistema segregado, lo que indica que la locura no se ha extendido tanto como a veces parece. Opino que el catalán debe obtener ese tipo de discriminación positiva, como también debería obtener más apoyo fuera de Cataluña. No hay que ser tacaños y hay que ser prácticos, lo que resulte de esa combinación estará bien; el resto debería consistir en probar y recoger datos. Lo que deseo subrayar es que nada de eso implica aceptar la ideología de la “escuela catalana en catalán”. Quienes esto defienden como una esencia no admiten gradación porque cualquier grado es incompatible con su carácter simbólico. Una escuela casi todo en catalán es como una persona casi honorable o un fraile casi célibe; para los creyentes en el símbolo, es una desgracia entera. El resto de nosotros debemos respetar las creencias más o menos míticas de nuestros conciudadanos, con quienes mantenemos muchos objetivos comunes, pero tampoco estamos obligados a hacerles un Goodbye Lenin. Si se rompe ese mínimo común es inevitable que muchos pasen del código de la amistad cívica al de la justicia y los derechos lingüísticos, y eso solo puede ser la ruta hacia más nacionalismo y hacia menos catalán (y a Visegrado).
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(1) La confusión de la amistad (para unos) con los derechos nacionales (para otros) se puede ilustrar con algo tan cotidiano como la toponimia y la cartelería pública. Hoy se tiene cuidado de no ofender empleando el castellano para referirnos a la toponimia mayor de Cataluña (como sería natural hacer) aunque el catalán sí que adapta la toponimia mayor con toda normalidad y sin que eso, como es lógico, moleste a nadie (es decir, que se puede decir Saragossa, pero es delicado decir Lérida); y eso es lo que refleja, absurdamente desde el punto de vista de la igualdad, la cartelería. En Flandes los carteles de las carreteras son generalmente bilingües, en Quebec tienen que incluir el nombre inglés de los sitios, aunque puede hacerse en letras de un molde más pequeño que el francés. A los canadienses británicos se les debe de suponer una vista más aguda. Pero supongo que algunos usuarios de cierta edad de algunos espacios públicos en Cataluña agradecerían encontrar indicaciones en castellano, más allá de las amistosas, aunque se tuvieran que poner las gafas.
La tesis que defiendo es sencilla. En caso de ser Cataluña un estado independiente no podría mantener las políticas lingüísticas que mantiene (y que personalmente, si a alguien le importa, apoyo en sus líneas generales). Tal vez podría hacerlo si se acogiera al grupo de Visegrado, o cosa parecida, donde los argumentos que utilizan algunos políticos nacionalistas para defenderlas tienen su lugar natural. La segunda tesis que defiendo es que lo que tienen de malo las políticas lingüísticas en Cataluña son esos argumentos, no tanto las políticas mismas, pues estas tienen sentido en el contexto de una relación de amistad y dentro de un mismo Estado, compartiendo una misma nación política. Son mejorables, como toda política puede serlo, pero tienen buen sentido.
Una premisa evidente de estas razones es que esas políticas, especialmente la llamada política de inmersión lingüística, que se aprobó por consenso general en 1983, han sido y son apoyadas por motivos muy distintos por personas de distintas ideologías e identidades: para unos es una política de apoyo a una lengua en retroceso, o en peligro de estarlo; para otros, tal vez, una política de integración social, para facilitar la movilidad; para algunos puede que sea un bautismo nacional (inmersión, al fin y al cabo); para otros más es una política de afirmación nacional, “la escuela catalana en catalán” como un asunto, digamos, de derecho natural. Solo lo último es claramente falso, como cuestión de derecho, aunque real como ideología, pero lo importante es que el equilibrio se rompe si no se cultiva cierta complicidad. Los argumentos esencialistas empleados para escandalizarse contra cualquier intento de reforma pueden tener su lugar en el contexto de un diálogo entre conciudadanos, pero serían intolerables emitidos por un gobierno catalán soberano. (No es que sean pasables en un gobierno autonómico, pero imaginen el famoso discursito de las 300 lenguas de Mariàngela Vilallonga, con su mueca al castellano incluida, en una ministra de cultura, en sede parlamentaria de un estado occidental).