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¿Por qué Podemos y Ciudadanos se vetan mutuamente?

En el contexto de dos mociones de censura fallidas (la presentada por Podemos en la Comunidad de Madrid y la presentada por Unidos Podemos en el Congreso de los Diputados) y una que ni siquiera llegó a fraguarse (en la Región de Murcia) una pregunta se torna recurrente: ¿por qué Podemos y Ciudadanos se vetan mutuamente? De llegar a un acuerdo de mínimos sería posible que el Partido Socialista liderase una alternativa que al menos tendría como único mérito desbancar al Partido Popular del Gobierno. Un mérito significativo si se pone como contrapeso a la celebrada gobernabilidad los costes de consagrar el principio de impunidad y la pérdida de credibilidad de las instituciones políticas como consecuencia de los casos de corrupción que salpican al partido de Gobierno. Un partido que de manera insólita, en comparación con las democracias de nuestro entorno, sobrevive en el poder a pesar de la situación de excepcionalidad en cuanto a los escándalos de corrupción se refiere.

La pregunta es recurrente porque el veto mutuo entre Podemos y Ciudadanos ha sido, entre otras cosas, uno de los factores que imposibilitaron la investidura de Pedro Sánchez después del 20N y porque un gobierno a tres no hubiera sido una rara avis. De hecho, como lo describía Alberto Penadés en este mismo blog, este tipo de tripartitos –entre socialdemócratas, partidos de la izquierda radical y partidos liberales– han sido frecuentes en nuestra historia reciente y sobre todo han permitido a los partidos a la izquierda de la socialdemocracia acceder al poder.

La mayor parte de las explicaciones sobre la incompatibilidad entre Podemos y Ciudadanos han estado siempre planteadas en clave de competición política y sociología electoral. Por ejemplo, desde Piedras de papel yo mismo he argumentado sobre cómo la llegada de Ciudadanos arruinó la estrategia transversal de Podemos y le obligó a éste último a diferenciarse de la formación naranja devolviendo la competición a las coordenadas izquierda-derecha (aquí); Pepe Fernández-Albertos nos explicó cómo la competición por el mismo electorado entre PSOE y Podemos incentivaba el desacuerdo para formar Gobierno tras los resultados del 20N (aquí); y Sandra León nos ilustró con datos cómo a pesar de compartir un origen de indignación común, el discurrir de la competición política haría que Podemos y Ciudadanos se alejasen debido a las diferentes características socioeconómicas de sus electorados (aquí).

En este post quisiera proponer una mirada algo distinta. Quisiera complementar aquellos análisis con un marco teórico en donde Podemos y Ciudadanos aparecen como dos respuestas diferentes a la crisis de representación de los partidos políticos. Desde este enfoque –esbozado de manera general por Daniele Caramani en un artículo académico de reciente aparición– los conceptos de populismo y tecnocracia, presentados como alternativas o correctivos a la representación política basada en los partidos, puede que nos ayuden a entender la incompatibilidad que se profesan ambas formaciones políticas. Mientras que Podemos se acerca más al ideal de populismo, Ciudadanos se acerca más al ideal de tecnocracia, y ello dificulta la concurrencia de sus posiciones. Si me permitís, lo desarrollo.

La idea central es que existe una tensión intrínseca en las democracias representativas o democracias de partidos que impide la satisfacción, a la vez, de dos aspectos importantes de la representación política. Estos son, por un lado, la dimensión de representatividad o de representación como autorización, es decir la representación como un mandato del representado al representante, siendo el segundo totalmente sensible a los intereses y preferencias del primero, y por tanto asumiendo el primero las acciones del segundo como propias. Y, por el otro, la dimensión de representación como responsabilidad u obligación de rendición de cuentas, es decir, la representación en base al juicio o control de los representados sobre los resultados conseguidos por los representantes, independientemente de la sensibilidad sobre sus intereses o preferencias originales.

La tensión entre representatividad y responsabilidad radica en que cuando la representación se acerca más a un modelo de mandato más se aleja del modelo de control, puesto que los políticos sólo funcionarían como correa de transmisión de los deseos de los ciudadanos; mientras que cuando la representación se acerca más a un modelo que se fundamenta principalmente en base a los resultados conseguidos por los políticos, la importancia de la representatividad –entendida como sensibilidad de los políticos a los intereses y preferencias de los votantes– pierde relevancia.

La cada vez más profunda integración de los mercados internacionales y la delegación de poder político en entidades supranacionales han contribuido a que dicha tensión interna en las democracias representativas se haya exacerbado. Ya no es controvertido afirmar que el alejamiento de los partidos tradicionales de los intereses de los votantes y la merma en su capacidad de gobierno han sido, en el contexto de la Gran Recesión, las gotas que colmaron el vaso en muchos sistemas políticos, desatando importantes cambios en términos de comportamiento político y electoral.

En este sentido, los partidos políticos entran en crisis por una crisis de legitimidad como representantes, por un lado, y por una crisis por sus resultados en el Gobierno, por el otro. La primera demanda un mayor peso de representatividad, más cerca al ideal de mandato. Escuchar y hacer lo que pide “el pueblo”. La segunda demanda mayores niveles de competencia por parte de los partidos para ser eficientes y gobernar con buenas políticas para conseguir buenos resultados. Delegar y hacer lo que indican “los expertos”.

El populismo y la tecnocracia, entendidos como tipos ideales, son pues dos formas diferentes de responder a esta tensión o al problema intrínseco de las democracias representativas. El populismo aspira a reconectar a los representantes con los representados hasta fundir unos con otros. La tecnocracia aspira a delegar las decisiones políticas en manos de expertos independientes para conseguir los mejores resultados posibles que satisfagan a los representados.

Podemos y Ciudadanos, a mi entender, representan en cierta medida estas dos formas de responder a la crisis de los partidos. Podemos encarna una respuesta populista, mientras que Ciudadanos encarna una respuesta tecnocrática. La formación morada se arroga la representación de la mayoría social, clama contra las élites del establishment y promueve procesos de toma de decisión que profundizan en la participación ciudadana. La formación naranja dice aspirar a representar a todos los españoles, clama contra “los partidos de siempre” acomodados en el bipartidismo y promueve la despolitización de muchos procesos de toma de decisiones, plasmado en su apuesta por la independencia de un buen número de instituciones para garantizar la “neutralidad” de las reglas de juego y la optimización en la utilización de los recursos en una economía de mercado. En sus discursos, Podemos pide que “decida la gente”, Ciudadanos pide “abandonar el politiqueo” dejando paso a los expertos.

En suma, los conceptos de populismo y tecnocracia como reacción a la crisis de los partidos pueden ayudarnos a comprender por qué Podemos y Ciudadanos se encuentran incómodos imaginándose compatibles bajo un mismo paraguas de mínimos que, como decía al principio, tenga al menos como único objetivo enviar al PP a la oposición para su limpieza y reacomodación en el sistema.

En el contexto de dos mociones de censura fallidas (la presentada por Podemos en la Comunidad de Madrid y la presentada por Unidos Podemos en el Congreso de los Diputados) y una que ni siquiera llegó a fraguarse (en la Región de Murcia) una pregunta se torna recurrente: ¿por qué Podemos y Ciudadanos se vetan mutuamente? De llegar a un acuerdo de mínimos sería posible que el Partido Socialista liderase una alternativa que al menos tendría como único mérito desbancar al Partido Popular del Gobierno. Un mérito significativo si se pone como contrapeso a la celebrada gobernabilidad los costes de consagrar el principio de impunidad y la pérdida de credibilidad de las instituciones políticas como consecuencia de los casos de corrupción que salpican al partido de Gobierno. Un partido que de manera insólita, en comparación con las democracias de nuestro entorno, sobrevive en el poder a pesar de la situación de excepcionalidad en cuanto a los escándalos de corrupción se refiere.

La pregunta es recurrente porque el veto mutuo entre Podemos y Ciudadanos ha sido, entre otras cosas, uno de los factores que imposibilitaron la investidura de Pedro Sánchez después del 20N y porque un gobierno a tres no hubiera sido una rara avis. De hecho, como lo describía Alberto Penadés en este mismo blog, este tipo de tripartitos –entre socialdemócratas, partidos de la izquierda radical y partidos liberales– han sido frecuentes en nuestra historia reciente y sobre todo han permitido a los partidos a la izquierda de la socialdemocracia acceder al poder.