Uno de los argumentos que han sido empleados para tratar de explicar la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos es la creciente polarización partidista que se viene produciendo en este país. En este sentido, la lealtad al propio partido político (y el rechazo al contrario) ha podido ser más importante para el votante que el candidato que cada partido ponía en liza. El partidismo (partyism) ha sido recientemente definido como la hostilidad o el prejuicio que se da entre los votantes o simpatizantes de diferentes partidos políticos. En los Estados Unidos, la antipatía entre republicanos y demócratas ha alcanzado los niveles más altos de las últimas dos décadas, llegando a tener efectos en aspectos de la vida cotidiana que, en principio, poco tendrían que ver con la política.
Por ejemplo, una mayoría de personas prefiere vivir en un lugar donde la mayoría de gente comparta sus ideas políticas. Del mismo modo, una de cada cuatro personas que se definen como claramente liberales o claramente conservadoras se sentiría mal si un familiar se casara con alguien que no tuviera su ideología. Pero, más allá de estos datos generales, ¿qué evidencia académica tenemos acerca del partidismo en los EEUU?, y, ¿se trata sólo de un fenómeno estadounidense o podríamos extrapolarlo a otros sistemas políticos? Con esta entrada trataremos de dar algunas respuestas a estas dos preguntas.
En los últimos años, los politólogos Shanto Iyengar y Sean Westwood han realizado varios estudios experimentales donde ponen a prueba la hipótesis del partidismo en la sociedad estadounidense. Uno de sus experimentos utiliza el denominado “juego de la confianza”, un juego experimental en el que participan dos jugadores (A y B). El jugador A tiene asignados inicialmente 10 dólares y tiene que decidir cuántos de estos 10 dólares envía al jugador B. Cualquier cantidad que envíe es entonces multiplicada por tres. El jugador B, finalmente, tiene que decidir cuánto dinero devuelve a A. Así, por ejemplo, si A envía 5 dólares a B, este recibirá 15, y de esos 15 tiene que decidir cuánto envía de vuelta a A. De modo que el dinero que A envíe a B mediría el grado de confianza que tendría en B (es decir, el grado en el que A se fía de que B le devuelva parte del dinero entregado).
A partir de una muestra representativa de la sociedad estadounidense, estos autores encuentran que los participantes confían menos (envían menos dinero en el juego) en participantes con distinta ideología (demócrata o republicana) que en aquellos con los que sí comparten voto. Y mientras la división partidista tiene un efecto significativo sobre la confianza, estos autores no encuentran que interactuar en este juego con personas de origen racial distinto afecte a la confianza. De aquí concluyen que la animadversión hacia personas opuestas ideológicamente es mayor a la profesada hacia personas de distinta raza.
En un estudio reciente, hemos replicado el estudio sobre la primacía del partidismo de Iyengar y Westwood en otras tres sociedades con sistemas políticos distintos al estadounidense. En concreto, encontramos que tanto en los Estados Unidos, como en el Reino Unido, Bélgica y Euskadi la discriminación basada en el partido político con el que te identificas es mayor que la discriminación racial en los Estados Unidos, la basada en la religión en el Reino Unido, la región en Bélgica o el origen (ascendencia autóctona o no) en el País Vasco. El caso vasco tiene especial relevancia por varios motivos y por eso nos vamos a detener en el mismo y lo vamos a utilizar para ilustrar la primacía de ese partidismo al que venimos haciendo referencia.
El electorado vasco se ha dividido tradicionalmente en cuatro compartimentos (desiguales en tamaño) resultantes del doble eje izquierda-derecha, nacionalista-constitucionalista. En cada uno de estos compartimentos existía, además, un partido dominante (y único en el momento que realizamos nuestro estudio, finales de 2014): PNV (derecha nacionalista), PP (derecha constitucionalista), Izquierda Abertzale (izquierda nacionalista) y PSE (izquierda constitucionalista).
Utilizando el mismo juego de la confianza empleado por Iyengar y Westwood en los Estados Unidos, estudiamos si los participantes en el juego discriminaban más a los simpatizantes de otros partidos políticos que a los que tenían un origen (apellidos) distinto. Encontramos que la discriminación basada en el criterio étnico (apellidos) era muy pequeña y, sobre todo, mucho menor que la producida por la simpatía hacia distintos partidos políticos. Así, un/a Urrutikoetxea confía lo mismo en un/a Etxebarria que en un/a López y viceversa. Sin embargo el criterio partidista parece clave. Por poner un ejemplo, los votantes de la izquierda abertzale entregaban de media 5,02 euros a quienes votaba a su mismo partido y solo 2,68 a los del PP. Así, de media los votantes de un partido entregaban más dinero a quienes habían votado lo mismo que ellos.
El caso vasco también resultaba especialmente interesante por un segundo motivo. Encontramos que la cercanía ideológica entre partidos en alguno de los ejes modera el efecto negativo del sesgo partidista. Así, simpatizantes de partidos que comparten alguno de los ejes (como el PNV y la Izquierda Abertzale) se discrimina menos entre sí que simpatizantes de partidos antagónicos en los dos ejes (Izquierda Abertzale y PP).
¿Qué hace que la discriminación partidista siga en aumento cuando hemos asistido a importantes avances en la reducción de otros tipos de discriminaciones? Nuestra interpretación es que, al contrario de lo que ocurre con la discriminación racial o de género, que están fuertemente sancionadas por normas sociales, no existen las correspondientes presiones sociales en el caso de la discriminación partidista. Como nos demuestran a diario los debates y tertulias políticas en España y otros países de nuestro entorno, la hostilidad y el prejuicio hacia los que no comparten nuestras ideas políticas están plenamente aceptados socialmente y apenas nos provocan sonrojo.
Un simple ejercicio mental es muy revelador a este respecto. Imaginemos por un momento que los calificativos que nos permitimos emplear para calificar a los votantes de Donald Trump, Mariano Rajoy o Pablo Iglesias fueran utilizados para hablar de los “hombres”, las “mujeres” o los “musulmanes”. Resultarían socialmente muy inapropiados (y en algunos casos susceptibles incluso de constituir delito de odio) y, sin embargo, no lo resultan para calificar al adversario político.
Hay dos motivos adicionales que hacen que la polarización partidista siga en aumento. Por un lado, la retórica de los líderes de los partidos hace que parezca perfectamente aceptable despreciar a los oponentes políticos. La reciente campaña electoral estadounidense supone un ejemplo de libro de este argumento. Por último, también se ha asociado la creciente polarización con la exposición continuada a campañas electorales. La sucesión de elecciones regionales, nacionales e incluso supranacionales hace que los partidos no abandonen el lenguaje agresivo propio de las campañas electorales. El ciclo electoral que comenzó en España en 2014 y que ha mantenido al país en un estado continuo de campaña electoral tiene mucho que ver, sin duda, con la creciente polarización que también se observa en la política española.