Uno de los artículos más provocadores de los últimos meses ha sido Una Teoría de la Clase Política Española de César Molinas, en el que el autor adaptaba al caso español la teoría de las élites extractivas del libro del momento en economía política: Por qué fracasan las naciones de Acemoglu y Robinson. Molinas escribe un artículo, como mínimo, poco riguroso, hilvanando en una narrativa llena de metáforas efectistas (Frankensteins, calamares vampiros, leones y otros animales) fenómenos muy diversos y demostrando un pobre dominio de la literatura sobre los efectos de los sistemas electorales y otras instituciones sobre la calidad de gobierno en un país. Sin embargo, me gustaría celebrar que Molinas ponga sobre la mesa el “conflicto entre el interés particular de la clase política española y el interés general de España”.
Sí, es cierto que es una expresión que, en distintas versiones, hemos oído hasta la saciedad recientemente. Pero, si nos detenemos a pensar un poco, nos daremos cuenta que a lo largo de nuestra historia reciente, especialmente en momentos constitucionales o formativos de nuestras instituciones (ya sea a nivel central, autonómico o local), es un conflicto que ha quedado relegado en el debate público a un plano menor. Los conflictos a resolver eran entre los representantes políticos de distintos grupos: izquierdas versus derechas; centralizadores vs separatistas; empresarios vs trabajadores; anti- vs clericales. Sin embargo, el potencial conflicto entre los gobernantes en su conjunto –que gozan por definición de múltiples ocasiones para abusar del poder en beneficio propio o de sus allegados– y el resto de ciudadanos ha sido descuidado. En primer lugar, por unos pensadores políticos, líderes de opinión y padres fundadores (ya sean de nuestras constituciones, estatutos o similares) muy “políticos” y, en general, poco versados en la tradición de pensamiento liberal.
Y, sin embargo, es un problema político fundamental; si no “el problema” político fundamental. Como advirtió el premio Nobel de economía Douglas North ya en 1981, desde las dinastías del Antiguo Egipto la tensión política clave en toda sociedad humana ha sido aquella entre un sistema que maximice las rentas para los gobernantes y un sistema que maximice la eficiencia económica y social. A pesar de que, si miramos a la historia de la humanidad en su conjunto, probablemente el primer sistema ha tendido a dominar más, también es verdad que muchas democracias han conseguido poner trabas a la acumulación de rentas en manos de la élite gobernante. Pero también hay que subrayar que muchas transiciones a la democracia han desembocado en sistemas “cerrados” (usando la terminología de North, Weingast y Wallis) con “élites extractivas” (usando la expresión de Acemoglu y Robinson). Como clarividentemente subraya Paul Collier en su estudio de democracias inestables, nepotísticas y corruptas –las “democrazy”– con frecuencia tendemos a olvidar que la democracia consiste en dos cosas: elegir a nuestros gobernantes a través de elecciones y, la vez, someterlos a controles para evitar abusos. El último ejemplo de democracia que ha frustrado unas grandes (y realistas) expectativas de desarrollo socio-económico podría ser Sudáfrica, donde una élite parece haberse consolidado en los aledaños del poder al tiempo que el país ha ido cayendo en los rankings internacionales de funcionamiento del gobierno y de competitividad económica, sobre todo en relación a otros países de su entorno.
Creo, por tanto, que es importante definir el problema político español como una variante de un problema universal y muy persistente. En ese sentido, Molinas, entre muchos otros, contribuye a generar un estado de opinión crítico que no tiene por qué alimentar populismos anti-políticos. El populismo surge de la disfuncionalidad de las instituciones, no de denunciarla. Lo que me produce insatisfacción en el análisis de Molinas –y, en general, en las reformas “institucionalistas” predominantes en el debate público– es la obsesión con las instituciones a través de las cuales seleccionamos a nuestros políticos: ya sean las primarias de los partidos o los sistemas electorales de nuestras instituciones representativas. Desde mi punto de vista, creo que hay que ampliar el foco de interés para incluir las instituciones a través de las cuales no seleccionamos a unos pocos cientos de cargos, sino a cientos de miles de cargos: los mecanismos de acceso a la función pública (o a cualquier tipo de sueldo público).
En este artículo intenté alertar sobre los peligros de una lectura precipitada del fenómeno de la politización –o la “colonización”– de nuestras instituciones públicas. El problema, a mi juicio, no deriva tanto de que no sepamos seleccionar a los políticos adecuados para gobernarnos, sino de que los mecanismos para seleccionar a “todos los demás” que trabajan en el sector público presentan numerosos problemas. En otras palabras, el problema no está tanto fuera de nuestro Estado como dentro de él.
Las ineficiencias de nuestro sector público son el resultado, a mi juicio, de una doble herencia histórica que no sólo no hemos solucionado, sino de las que, simplemente, nunca hemos discutido en el debate público. Por una parte, tenemos un gran abanico de puestos en instituciones públicas (y para-públicas) que se adjudican de acuerdo a un criterio político. Este es un legado, sobre todo, de los breves paréntesis democráticos de nuestra historia. Por ejemplo, las “cesantías” y, en general, la extraordinaria politización de nuestras administraciones a lo largo del siglo XIX tienen como pistoletazo de salida el régimen liberal y la constitución de 1812. Las primeras purgas administrativas empiezan, pues, como resultado de los primeros fragores democráticos: los que han servido al Señor no pueden servir al pueblo (por cierto, ésta, casi literalmente, fue la expresión de un político progresista durante la transición).
Por otra parte, y, aunque pueda parecer contradictorio no lo es (aquí reside la gracia de todo), los funcionarios de carrera en España gozan de una serie de garantías sin parangón en otros países de nuestro entorno (con la excepción de los sospechosos habituales: los países del arco mediterráneo), en términos de protección del empleo, de unas leyes laborales diferentes a las de los empleados del sector privado. Como resultado, no sólo gozan de más incentivos para saltar a la política –porque hay más cargos que dependen de la confianza política que en otros países– sino también de más facilidades. En muchos otros países existen límites –desde los más informales a los más formales, como Corea, que los tiene en la constitución– para evitar que los políticos y funcionarios acaben integrándose y formando una élite extractiva o que, como mínimo, tenga oportunidades para ser extractiva. La elevada autonomía, capacidad de autogobierno y otros privilegios de nuestros funcionarios públicos son una herencia de nuestros (más largos) paréntesis autocráticos. Por ejemplo, muchos cuerpos de funcionarios acumularon enormes cuotas de poder –manejando ministerios o partes de ministerios casi a su antojo– durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco. Sólo hace falta ver el elevado número de ministros de la época que eran funcionarios. Una herencia que parece muy viva, si nos atenemos al elevado número de funcionarios tanto en el Parlamento como en el Gobierno, así como en la dirección y en los consejos de administración de la gran mayoría de institutos públicos y organismos autonómos. La funcionarización de la política llegó a tal extremo durante el franquismo que no era raro oir aquello de que habría que elegir a los ministros a través de oposiciones. Por cierto, algo que también se escucha hoy día.
A diferencia de otras herencias históricas, estas dos disfunciones seculares en el acceso al empleo público en España –por un lado, la politización de las administraciones y, por otra, la funcionarización de la política– no han sido revisadas y urge hacerlo cuanto antes. Casi todos los países de nuestro entorno las han enfrentado de una forma u otra, con lo que no podemos quejarnos de que no existen precedentes de reformas que nos puedan servir de guía.
Uno de los artículos más provocadores de los últimos meses ha sido Una Teoría de la Clase Política Española de César Molinas, en el que el autor adaptaba al caso español la teoría de las élites extractivas del libro del momento en economía política: Por qué fracasan las naciones de Acemoglu y Robinson. Molinas escribe un artículo, como mínimo, poco riguroso, hilvanando en una narrativa llena de metáforas efectistas (Frankensteins, calamares vampiros, leones y otros animales) fenómenos muy diversos y demostrando un pobre dominio de la literatura sobre los efectos de los sistemas electorales y otras instituciones sobre la calidad de gobierno en un país. Sin embargo, me gustaría celebrar que Molinas ponga sobre la mesa el “conflicto entre el interés particular de la clase política española y el interés general de España”.
Sí, es cierto que es una expresión que, en distintas versiones, hemos oído hasta la saciedad recientemente. Pero, si nos detenemos a pensar un poco, nos daremos cuenta que a lo largo de nuestra historia reciente, especialmente en momentos constitucionales o formativos de nuestras instituciones (ya sea a nivel central, autonómico o local), es un conflicto que ha quedado relegado en el debate público a un plano menor. Los conflictos a resolver eran entre los representantes políticos de distintos grupos: izquierdas versus derechas; centralizadores vs separatistas; empresarios vs trabajadores; anti- vs clericales. Sin embargo, el potencial conflicto entre los gobernantes en su conjunto –que gozan por definición de múltiples ocasiones para abusar del poder en beneficio propio o de sus allegados– y el resto de ciudadanos ha sido descuidado. En primer lugar, por unos pensadores políticos, líderes de opinión y padres fundadores (ya sean de nuestras constituciones, estatutos o similares) muy “políticos” y, en general, poco versados en la tradición de pensamiento liberal.