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Privatizar la sanidad: la bolsa y la vida

Los gobiernos de todo el mundo llevan décadas intentando auto-reformarse. Un denominador común de estas reformas ha sido desplazar actividad gubernamental de la llamada administración pública tradicional – organizaciones burocráticas, rígidas, con personal funcionario– a las nuevas formas de gestión pública, que intentan adoptar prácticas gerenciales del sector privado al público. Pasar de un gobierno que lo hace todo a un gobierno que se limita a llevar el timón; mientras otros – se supone que más eficientes o más efectivos– reman. Hay, sin embargo, una fauna variada de “remeros”. Algunos gobiernos han elegido a trabajadores públicos, pero no sujetos a un estatuto de función pública, sino a un mercado competitivo similar al del sector privado. Otros han preferido remeros externos, incluyendo en ocasiones a empresas privadas; pero, en muchas otras, restringiendo la competición a entidades sin ánimo de lucro.

Aunque el abanico de posibilidades es muy amplio, el debate sobre la privatización de la sanidad madrileña vuelve a poner de manifiesto que en España sólo parece que existen los dos extremos: o el status quo de un personal sanitario funcionarial o la externalización a empresas privadas.

Por un lado, se nos bombardea con la idea de que hay que externalizar la gestión de los hospitales y otros centros sanitarios para equipararla a la más eficiente gestión de las empresas. Sin embargo, esto es una falacia. En el sector privado, las empresas externalizan la gestión de determinadas actividades –limpieza, consultoría, marketing; a veces también producción o diseño – pero no todas sus actividades a otras empresas.

Se trata, de hecho, de una paradoja para la teoría económica clásica. En principio, toda transacción debería estar sujeta a un precio, por lo que un empresario X interesado en fabricar coches, simplemente debería pagar un precio de mercado A al ingeniero Y a cambio del diseño de una rueda, un precio B al ingeniero Z que diseña los frenos, un precio C por cada puerta que cada operario monte, etc… Como podemos imaginar, este “etc..” sería inmensamente largo. Gestionar esta infinidad de contratos individuales sería una pesadilla. Conclusión, el empresario X encuentra mucho más eficiente montar su propia organización y pagar un salario a sus empleados a cambio de unas instrucciones sobre cómo hacer el trabajo.

La gran mayoría de empresas externalizan algunas de sus actividades. Pero ninguna que quiera sobrevivir externalizará actividades que permitan que la empresa contratada abuse de su posición. Se nos pueden ocurrir muchísimos casos en los que una empresa se niegue a dar a otra la producción de un determinado componente o la gestión de un determinado proceso – aún en el supuesto de que esta última sea más eficiente. Los intereses de la empresa proveedora y la cliente pueden chocar en muchos aspectos, desde espionaje industrial para beneficiar a la competencia a facturaciones exageradas por servicios difíciles de cuantificar o por imprevistos varios. Este dilema del “make or buy” – es decir, cuándo es mejor hacerlo uno mismo y cúando es más apropiado comprarlo a otra empresa – afecta a cualquier organización privada.

Quiero subrayar esto: cuando se nos diga que externalizar la gestión es más eficiente apelando a los valores del sector privado, hay que responder que las empresas no externalizan aquellas actividades que generan incentivos perversos. El estado, que no es más que la empresa de todos, debe regirse por el mismo principio: podemos externalizar aquellas actividades cuyos resultados son claramente medibles y, además, no ofrecen oportunidades para comportamientos deshonestos.

La sanidad es un caso complejo, para empezar porque hay actividades que pueden establecerse fácilmente en un contrato entre la administración y un proveedor privado – por ejemplo, un dinero X por un servicio de comedor o incluso por una operación quirúrgica Y. Pero hay actividades difíciles de controlar, como derivar pacientes “poco eficientes” económicamente al hospital público de al lado.

Esto ha llevado a un enorme interés en la comunidad académica por evaluar las experiencias de privatización de la sanidad pública. Llama la atención la ausencia total de referencias a estos estudios en el debate sobre la privatización de la sanidad en Madrid – ni por los promotores ni por los detractores. Estos últimos se escudan en mensajes simplistas como una sanidad “100% pública”, con lo que se entiende que Ignacio González señale la “irresponsabilidad” del movimiento de protesta contra su plan. Ahora bien, la justificación que da la comunidad de Madrid es también meramente ideológica, no basada en estudios independientes. Como señalaba un alto cargo para explicar la idoneidad de las medidas, “nos hemos mantenido fieles a nuestro discurso liberal, hemos sido coherentes” (El Pais 31-10-2012).

La discusión es dicotómica: o blanco (la marea contra la privatización) o negro (la marea privatizadora). Se produce así una confluencia paradójica de intereses para mantener a la opinión pública confundida y esconder que existen modelos grises intermedios que podrían ser muy interesantes. Por una parte, los sindicatos, representando a trabajadores que no quieren perder su plaza funcionarial, tienen un interés en equiparar a cualquier “remero” de la sanidad que no sea funcionario con alguien que se enriquecerá a costa de todos. Por otra parte, la Comunidad de Madrid tiene un interés en decir que los “remeros” serán todos tan eficientes, poco amigos del lucro y responsables como las cooperativas de médicos que gestionan ambulatorios en Cataluña.

Esta confusión lastra el debate, porque es posible que el paso de una sanidad en manos de una maquinaria burocrática funcionarial y jerárquica a una sanidad gestionada por entes más autónomos, dinámicos y competitivos reportara buenos dividendos en términos de contención de costes y de calidad del servicio. Pero la gestión en manos de empresas con ánimo de lucro resulta más problemática. Si nos restringimos a los resultados de la sanidad que se pueden medir – como tasas de mortalidad o costes por paciente – los estudios más ambiciosos (que pueden llegar a incluir millones de casos) no muestran una superioridad del modelo privado. No hay evidencia de que la gestión de hospitales por empresas privadas produzca mejores resultados – en términos de menor mortalidad o de contención de costes – que la gestión en manos de entidades sin ánimo de lucro. En otras palabras, con la privatización no ganamos ni en “bolsa” ni en “vida”.

Pero luego están los elementos del contrato que no se pueden controlar fácilmente y que pueden dar lugar a lucros inapropiados. Existen muchos ejemplos de que permitir el enriquecimiento (sólo por clarificar, no sólo no tengo nada en contra, sino, más bien al contrario, soy muy partidario del enriquecimiento individual si reporta beneficios sociales) de los proveedores privados de sanidad pública fomenta comportamientos inadecuados. Hay casos grotescos – y quizás relativamente fáciles de corregir – como la dentista británica acusada de facturar falsos servicios al NHS por valor de 1,5 millones de libras. Hay otros abusos más sutiles – y difíciles de detectar – como los ambulatorios privados suecos que manipulaban el número y las horas de llegada de los pacientes para obtener beneficios fáciles. Y todos en España estamos familiarizados con la “socialización” de tratamientos no rentables.

En resumen, el mensaje para la Comunidad de Madrid sería el siguiente. Querer externalizar la gestión de los centros sanitarios es como si alguien hubiera intentado convencer a Henry Ford de que tenía que dejar la gestión de sus fábricas de coches en manos de otra empresa con el argumento de que “en relación a lo que podemos medir, no podemos garantizar que la empresa contratada reducirá los costes o aumentará la calidad; y, en relación a lo que no podemos medir, hay muchas posibilidades que esta empresa se aproveche de nosotros, con lo que, además, vamos a tener que contratar a un ejército de supervisores y abogados”. Deberíamos exigir al gobierno de Madrid ser tan escéptico como seguramente Henry Ford lo sería en esta situación. Queremos datos, que pasen un mínimo umbral de rigor científico; no videos propagandísticos.

Pero también hay un mensaje para los sindicatos de la sanidad pública, pues el actual sistema es mejorable. En lugar de atrincherarse en un modelo funcionarial casi decimonónico, deberían abanderar las propuestas de cambio hacia modelos de empleo más acorde con la descentralización, individualización e introducción de incentivos que han sido adoptados en los sectores públicos de otros países de la OCDE. Nos jugamos la bolsa y la vida.

Los gobiernos de todo el mundo llevan décadas intentando auto-reformarse. Un denominador común de estas reformas ha sido desplazar actividad gubernamental de la llamada administración pública tradicional – organizaciones burocráticas, rígidas, con personal funcionario– a las nuevas formas de gestión pública, que intentan adoptar prácticas gerenciales del sector privado al público. Pasar de un gobierno que lo hace todo a un gobierno que se limita a llevar el timón; mientras otros – se supone que más eficientes o más efectivos– reman. Hay, sin embargo, una fauna variada de “remeros”. Algunos gobiernos han elegido a trabajadores públicos, pero no sujetos a un estatuto de función pública, sino a un mercado competitivo similar al del sector privado. Otros han preferido remeros externos, incluyendo en ocasiones a empresas privadas; pero, en muchas otras, restringiendo la competición a entidades sin ánimo de lucro.

Aunque el abanico de posibilidades es muy amplio, el debate sobre la privatización de la sanidad madrileña vuelve a poner de manifiesto que en España sólo parece que existen los dos extremos: o el status quo de un personal sanitario funcionarial o la externalización a empresas privadas.