Érase una vez una persona que disparó por la espalda a su presidente, causándole la muerte. ¿El motivo? Que el presidente le había denegado un cargo de confianza política. La trágica muerte del presidente fue la gota que colmó el vaso de la insatisfacción popular con una administración pública donde demasiados puestos dependían de quién ganaba las elecciones: hasta aquí hemos llegado, no podemos tolerar tanta arbitrariedad política en los nombramientos y que todo aquel que aspire a una carrera en el sector público trate de granjearse, por el procedimiento que sea, la protección de un padrino.
Dos años después, el congreso de ese país aprobaba una reforma que despolitizaba la administración. Una reforma que, hay que subrayarlo, había sido debatida en el congreso con anterioridad en innumerables ocasiones, pero que sólo entonces pudo vencer la resistencia de un establishment político que hasta entonces había disfrutado de un poder enorme para hacer y deshacer en la administración. Cuando el pueblo vio los disparatados efectos perversos de la politización, exigió el cambio hacia un modelo de administración más profesionalizado. Y los políticos no tuvieron más remedio que aceptar que les ataran las manos en la gestión de la administración.
¿Estoy haciendo un ejercicio de política ficción sobre lo que podría pasar en España después de la trágica muerte de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco? No, estoy relatando un hecho real ocurrido en EEUU hace más de un siglo. Su vigésimo Presidente, James Garfield, fue asesinado en el verano de 1881 por Charles Guiteau, quien, frustrado porque el presidente no le había agraciado con un cargo público, le disparó en una estación de Washington. Guiteau se convertió así en el paradigma del “enchufado desengañado” (disappointed office-seeker). Queda fuera de duda que Guiteau estaba desequilibrado, pero el crimen propició un debate nacional sobre la organización de la administración. Mientras el presidente agonizaba, los reformistas americanos crearon la Liga Nacional para la Reforma de la Función Pública (National Civil Service Reform League) e iniciaron una campaña de concienciación pública a gran escala. Sólo en el estado de Nueva York llegaron a distribuir medio millón de panfletos a favor de una administración realmente meritocrática y despolitizada. Sus esfuerzos culminaron en 1883 con la aprobación de la icónica (en el mundo de los nerds de la administración pública, hay que añadir…) Pendleton Act.
Antes de esta ley, para mantener sus puestos o para ascender, un gran número de empleados públicos americanos debían ser leales al “patrón” político que los había nombrado. No sólo la eficiencia organizativa se resentía – y la corrupción se encubría si afectaba a nuestro santo jefe – sino que el servidor público vivía una situación de inestabilidad e histeria. Como famosamente dijo el Senator Charles Sumner, EEUU vivía dos fiebres: aquellos que iban a California en busca de oro y aquellos que iban a Washington en busca de un enchufe.
A partir de la Pendleton Act, el funcionamiento de la administración americana cambió radicalmente. Hoy día sigue habiendo muchos nombramientos políticos en EEUU, pero, y aquí es donde reside la clave, las carreras de empleados públicos y políticos están básicamente separadas. Vamos, que no necesitas el carnet de un partido para hacer una carrera dentro de la administración. Puedes colmar tus ambiciones profesionales dentro de la administración sin necesidad de alinearte políticamente con Demócratas o Republicanos.
Esta situación contrasta con lo que ocurre, 130 años después, en muchas de nuestras administraciones públicas. Como hemos sabido estos días tras el asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la diputación de León, las carreras administrativas y políticas parece que andan demasiado entrelazadas en España. En su crónica de El País, Luis Gómez observa cómo tanto la entrada – “Montserrat Triana entró en la Diputación por recomendación”- como la salida de la Diputación estaban muy politizadas: “caer en desgracia en León dependía de ”La Carrasco“. No había medias tintas”. Luis Gómez relata que el caso de Montserrat Triana no es único, sino que se suma a otros, como el de las oposiciones para auxiliares de la Diputación de León, “donde se descubrió que la mayoría de los 40 agraciados no solo eran familiares de altos cargos o directamente afiliados del PP local, sino que habían conseguido una cantidad inaudita de sobresalientes en sus calificaciones”.
El subtítulo de la crónica de Luis Gómez es, de hecho, una síntesis sucinta de la patología central de nuestras administraciones: “Montserrat Triana quiso hacer carrera profesional y política bajo el paraguas de Carrasco”. Las carreras profesionales y políticas van unidas y, además, se hacen bajo el “paraguas” de alguien. Unos años antes, Isabel Carrasco también había tenido su “padrino” tal y como relata José A. Otero para eldiario.es. Un paraguas es protegido por otro paraguas que, a su vez, es protegido por otro.
Por tanto, el luctuoso asesinato de Isabel Carrasco, aún siendo el resultado de una locura monstruosa, destapa el modus operandi en muchas administraciones españolas. Las carreras profesionales y políticas no están lo suficientemente separadas. De hecho, en algunos casos están todavía decimonónicamente integradas. Ciertamente, existe una meritocracia formal en nuestras administraciones que, en muchos casos, se traduce en una meritocracia de facto. Sin embargo, en demasiados casos – y no sólo, aunque posiblemente con más frecuencia, en las Diputaciones provinciales – junto la estructura meritocrática formal coexiste con una politización informal en el que las lealtades personales al superior político cuentan más que los méritos profesionales.
Nuestro deber es denunciarlo. Debemos dejar claro que esta politización no es algo universal. No ocurre en los países occidentales que queremos emular. Y no es una práctica exclusiva de determinados partidos o de las personalidades excéntricas de determinados políticos. Es una debilidad intrínseca de nuestras instituciones. Carecemos de cortafuegos institucionales que separen el mundo de la política del de la administración. Hay demasiados contactos, demasiadas dependencias políticas que acaban deviniendo dependencias personales.