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Regeneración democrática: pensar fuera de la caja

Prestad atención a este dato: Hacia finales del 2012 una encuesta del CIS indicaba que por primera vez más de dos tercios de los ciudadanos (el 67,5%) declaraban sentirse poco o nada satisfechos con la forma en que funciona la democracia en España. Dos tercios. Solo en 1994, también en medio de una crisis, una mayoría (el 53,9%) había tenido un posicionamiento similar, la única vez en lo que se refiere a los datos del CIS, pero nada parecido al estado de insatisfacción actual. [1]

Ya nadie discute que la crisis económica nos ha traído una crisis política de primer orden. No parece ser una de esas crisis en las que la recuperación del PIB, unos cambios de carteras, unas elecciones o nuevas caras en los partidos vuelven a poner las cosas en “su sitio”. No. Sin miedo a que suene rimbombante, diré que esta crisis política ya podría catalogarse como “la crisis de la forma institucional de la democracia representativa” en España.

Hasta antes de ayer, prácticamente todos veíamos la forma institucional de la democracia representativa como algo dado, como la forma “natural” de organizar y gobernar nuestra vida política, pero sin apenas cuestionar si realmente era la mejor tecnología para articular y conseguir nuestros objetivos como comunidad. Utilizo el término “tecnología” porque creo que refleja bien el problema de desajuste que se está dando entre la oferta y la demanda de la representación política. Mientras los ciudadanos demandan nuevas vías para el ejercicio de autogobierno, esto es, que las decisiones colectivas se tomen de acuerdo con sus preferencias, la oferta sigue siendo la misma: una arquitectura político-institucional, bonita y bien pensada, pero vieja e incapaz de producir más y mejor representación política.

Como decía, hasta antes de ayer, la división de poderes tal cual la conocemos, las elecciones cada cuatro años, el Congreso, el Senado, pasando también por la forma de la jefatura del Estado, los cuatro niveles de administración, el Tribunal de Cuentas o los partidos como instituciones casi en exclusivas para hacer de correa de transmisión entre las preferencias de los ciudadanos y la política, nos parecían lo “normal”. La forma estándar de funcionar en una democracia. Por decirlo de otra manera, nos parecía que habíamos nacido con este traje institucional y, de tanta costumbre, ya no lo distinguíamos de nosotros mismos al mirarnos en el espejo.

No obstante, tras siete años de crisis económica (sí, siete) y un buen número de casos de corrupción política sobre la mesa, son cada vez más los ciudadanos que empiezan a mirar con recelo a la democracia representativa tal y como la conocemos. Algunos ya verán en el espejo un traje vintage (como la chaqueta de pana de Felipe) que –aunque tenga su aquel– acumula demasiado polvo y está algo apolillado, pero que, quizás, con algunos remiendos podría tirar algunas décadas más. Otros creerán que ese traje es cosa de otro siglo y que por tanto hay que renovarlo por completo. Quemarlo, si es posible. O que, tras ver que hemos crecido y que el traje ya nos está pequeño, sería mejor romper ciertas costuras, inventarnos nuevos cortes y puntos y agregarle algún que otro complemento, imaginando que ya no llevamos un traje, sino otro tipo de vestimenta, algo nuevo, que de momento no está de moda ni sabemos bien qué es.

Si miramos un par de décadas atrás y tomamos conciencia de la magnitud de los cambios que se han producido en nuestra sociedad, quizás la demanda de un cambio político-institucional nos resulte a todos una obviedad. ¿Cómo no vamos a querer adaptar el andamiaje de nuestras democracias representativas después de las transformaciones radicales que se han producido en el ámbito de la economía, la política o las tecnologías de la información?

La globalización –aunque suene un topicazo, vale la pena recordarlo– ha cambiado nuestras sociedades. Hoy, una crisis de credibilidad en la contabilidad griega pone al borde del abismo a España y a Italia. Hoy, tres palabras de un señor en Frankfurt dan estabilidad política a un gobierno. Hoy, la facilidad con la que los ciudadanos podemos acceder a la información, o producir información, aumenta nuestra capacidad de empoderamiento.

Podemos interpelar y controlar a nuestro representantes a través de las redes sociales. Tenemos mucho más fácil controlar los abusos de la policía, y los gobiernos más poderosos del mundo actúan a sabiendas que un Assange, un Snowden o un Falciani pueden exponer sus vergüenzas al mundo mañana. Eso sin mencionar las consecuencias que han traído consigo la liberalización comercial, los cambios demográficos o –ejem, ejem– la revolución de las finanzas. Vivimos en un mundo nuevo. Usted, ahora mismo, me puede regalar un Like desde un chiringuito de la Riviera Maya o insultarme en la caja de comentarios mientras sufre los calores de la Línea 6 del metro de Madrid.

En contraste, hace dos décadas, el poder de los mercados sólo amenazaba de muerte a países como México o Argentina; los ciudadanos éramos meros consumidores de información y espectadores de la política; los policías podían salir impunes de abusos y torturas; los gobiernos no tenían miedo a cometer las peor tropelías fuera de sus fronteras; los millonarios se sentían seguros bajo el paraguas del secreto bancario; y, la gente, los “curritos”, tenían que ahorrar muchos sueldos para montar una caja de herramientas, comprar un mueble para el baño o adquirir una cazadora para el invierno. Y con lo que respecta a mi, como mucho podría verme la cara en una foto en blanco y negro en la sección de opinión de algún períodico tragándose las ganas de ponerme a parir a gusto.

Todos estos y más cambios nos hablan de una nueva sociedad. Más interdependiente con el resto del mundo, más diversa, más informada, más conectada y con nuevas necesidades. ¿Cómo es posible que la forma institucional de la democracia representativa tal y como fue concebida en la revoluciones americana y francesa sea la mejor tecnología política para sociedades completamente diferentes? ¿Alguna vez se miraron al espejo y se preguntaron por aquel traje? ¿Por qué solo tenemos dos cámaras de representantes? ¿Por qué tenemos que condensar todas nuestras preferencias políticas en un voto cada cuatro años? ¿Por qué en el Tribunal de Cuentas se sientan los partidos auditados? ¿Por qué solo se puede influenciar en política de forma real a través del partidos? ¿Por qué hay cúpulas de partidos?

Creo que sería injusto calificar a esta mirada crítica como una postura infantil y/o circunstancial. Si es que incluso los partidos del reg… mayoritarios son concientes del desajuste entre la oferta y la demanda de la que les hablo. No por nada ya se muestran dispuestos a promover medidas de “regeneración democrática”. Si es que la idea de revisar las bases de la forma institucional de la democracia representativa no puede ser descabellada.

Pensadlo un momento. ¿Qué sentido tiene mantener incuestionable la forma en que nos organizamos políticamente cuando las normas, las instituciones, los mecanismos y los procedimientos que habitualmente utilizamos con el fin de gobernar nuestra vida política, económica y social se muestran tozudamente incapaces de producir resultados con los que la mayoría de los ciudadanos estaría de acuerdo (por ejemplo: que los corruptos vayan a la cárcel, que no existan privilegios regulatorios para las grandes empresas, que no se indulte sistemáticamente a condenados de “cuello blanco”, que los costes de la crisis los paguen los responsables de la crisis, que se asuman responsabilidades políticas –en general–, que las grandes fortunas no evadan el pago impuestos, que los partidos políticos trabajen para articular un modelo de convivencia consensuado y no nos empujen hacia un “choque de trenes”, etc., etc., etc.)? ¿Qué sentido tiene mantener una tecnología que no es capaz de estar a la altura de lo que la sociedad demanda?

El problema de estas preguntas es dar con buenas respuestas. Y lo peor de todo es que, por inercia, solemos pensar nuevas respuestas desde viejos esquemas. Por decirlo –ahora sí– de forma rimbombante, pretendemos resolver estos retos utilizando la lógica del paradigma reinante. Y quizás este sea el verdadero problema. Necesitamos pensar fuera de la caja. Necesitamos dar con soluciones creativas. Necesitamos mirarnos desde fuera y reconocer el desajuste de los cambios sociales con la tecnología institucional que tenemos. Necesitamos dar con nuevas formas políticas, sean estas normas, instituciones, o métodos decisión, que sean capaces de desplazar la frontera de producción de representación política. Queremos más y mejor representación, pero con lo que tenemos no podemos producirla. Necesitamos, pues, un cambio que nos permita profundizar en el autogobierno de la democracia representativa.

Debo confesar que en los últimos años me ha despertado más interés la exploración e identificación de dicho desajuste más que el ejercicio intelectual de pensar sobre aquella nueva tecnología. Si dudas, es el trabajo más difícil y, quizás, yo sea muy perezoso. Pero sí he estado atento a determinadas ideas que demuestran que en términos de regeneración democrática es posible pensar fuera de la caja.

Os pondré dos ejemplos bien interesantes. El primero es una propuesta de Antonio Quero, quien imagina y propone un Senado ciudadano con miembros independiente de los partidos, elegidos por sorteo y con capacidad de control y de revocación ante incumplimientos de los compromisos del Gobierno. En palabras de Quero, se trataría de una institución “cuya misión fuera velar por el respeto del interés general y la calidad de la democracia, corrigiendo o atenuando los defectos de la cámara partidista” (el Congreso de los Diputados). Sinceramente, aún no me he detenido a analizar con detalle los costes y beneficios de dicha propuesta –así como las posibles consecuencias no deseadas, como podrían serlo el clientelismo o la inestabilidad política– pero, sin dudas, se trata de una propuesta creativa y valiente de cara al debate intelectual que pretende romper con la idea de que la actual forma institucional de la democracia representativa es, también en palabras del autor, “el fin de la historia”.

El segundo ejemplo son los movimientos municipalistas emergentes como Guanyem Barcelona o Municipalia (ya convertida en Ganemos Madrid), que si bien no son algo del todo nuevo, hoy su especial llamamiento nace de la crisis institucional de la política y del reconocimiento de la incertidumbre y la experimentación como parte del quehacer político, pero con un claro convencimiento de los principios de igualdad política y autogobierno. Por otro lado, sí rompen frontalmente con los personalismos y apuestan por la multiplicidad de liderazgos colectivos. Entienden la distribución y desconcentración del poder como pieza angular de la regeneración democrática, aumentando las formas de participación política que, en tal caso, desdibujarían el entramado institucional actual y nos dejaría, como decía antes, un traje que ya no sería tal, sino una prenda, nueva, que todavía no tiene nombre ni esta de moda.

Para que aquella manida frase que dice “toda crisis es una oportunidad” lleve algo de razón, es hora de pensar fuera de la caja y de reajustar nuestras instituciones y nuestras formas de hacer política con una nueva realidad que, magnificada por la crisis, clama por una verdadera regeneración democrática. Es todo un reto.

[1] Para ver la evolución del grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia en España según las encuestas del CIS véase el gráfico 12 de nuestro post “El 2012 en 12 gráficos” o, directamente, en www.analisis.cis.es

Prestad atención a este dato: Hacia finales del 2012 una encuesta del CIS indicaba que por primera vez más de dos tercios de los ciudadanos (el 67,5%) declaraban sentirse poco o nada satisfechos con la forma en que funciona la democracia en España. Dos tercios. Solo en 1994, también en medio de una crisis, una mayoría (el 53,9%) había tenido un posicionamiento similar, la única vez en lo que se refiere a los datos del CIS, pero nada parecido al estado de insatisfacción actual. [1]

Ya nadie discute que la crisis económica nos ha traído una crisis política de primer orden. No parece ser una de esas crisis en las que la recuperación del PIB, unos cambios de carteras, unas elecciones o nuevas caras en los partidos vuelven a poner las cosas en “su sitio”. No. Sin miedo a que suene rimbombante, diré que esta crisis política ya podría catalogarse como “la crisis de la forma institucional de la democracia representativa” en España.