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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

¿Un sistema electoral para los mayores?

Contra lo que se suele decir, nuestro sistema no es excepcional en el grado de proporcionalidad que consigue: concede un cierto premio a los partidos grandes, pero las distribuciones de escaños no son muy diferentes a las distribuciones de voto por partidos. De hecho, el tamaño medio de la circunscripción española se encuentra muy cerca de lo que algunos autores llaman “el punto óptimo” de proporcionalidad: una mayor proporcionalidad dificultaría (aún más) la formación de gobiernos, mientras que una una menor impediría que el parlamento reflejara la pluralidad de preferencias existentes en la sociedad.

En lo que sí somos excepcionales es en lo que en la literatura académica llamamos “malapportionment”: el hecho de que la relación entre el número de electores por representante no es exactamente el mismo en todas las circunscripciones. Cuando los diputados se eligen por delimitación geográfica, es casi inevitable que no todos los competidores necesiten el mismo número de votos para ser elegidos. Pero nuestro sistema es excepcional: ningún país de nuestro entorno tiene diputados en la cámara baja que representan a casi cuatro veces más votantes que otros.

La causa de este despropósito es, como es bien sabido, la constitucionalizada circunscripción provincial unida a la exigencia de que cada provincia elija al menos a dos diputados. Eso hace que las provincias poco pobladas tengan muchos más representantes por votante que las más pobladas. Las consecuencias son absurdas y difícilmente justificables: Castilla y León, con la mitad de población que la Comunidad Valenciana, elige a un número equivalente de diputados. Y este malapportionment ha aumentado con el paso del tiempo. Como cada vez vive menos gente en las provincias “premiadas” por el sistema, la asimetría en la representación es cada vez mayor.

Si los votantes de unos sitios u otros no tuvieran preferencias políticas muy distintas, esto sistema seguiría siendo injusto, pero no generaría sesgos relevantes en la representación. Sin embargo, el hecho de que el premio que el sistema electoral da a determinados territorios esté fuertemente asociado con unas u otras preferencias políticas del electorado crea problemas graves. Alberto Penadés hablaba hace poco del hecho de que el centralismo sale beneficiado por este malapportionment. Aquí me voy a fijar en otra variable que, como bien sabemos, juega un papel cada vez más importante en la conformación de las preferencias de los votantes: la estructura demográfica. Para muestra un botón: de acuerdo a la encuesta preelectoral del CIS, el primer partido del país, el Partido Popular, lograba serlo gracias a su hegemonía entre los votantes de más de 65 años. De hecho, la encuesta mostraba que era el cuarto partido (¡el cuarto!) entre los votantes de 18 a 65 años.

Como muestra el gráfico, la estructura demográfica de la provincia está muy correlacionada con la sobrerrepresentación que el sistema electoral otorga a cada distrito: cuanto más envejecida está la provincia, menos votantes son necesarios para elegir a un diputado (gráfico de la izquierda) o senador (gráfico de la derecha). La medida que uso para medir la sobrerrepresentación es cuántas veces “mejor representados” que en Madrid están los electores de cada distrito, teniendo en cuenta que Madrid es la circunscripción en la que hay más votantes por cada diputado o senador. Hay dos circunscripciones que escapan de este patrón general, y que son fácilmente identificables en los gráficos: Ceuta y Melilla, que tienen poblaciones muy jóvenes, y son a su vez muy beneficiadas por el sistema electoral.

El gráfico también muestra que la magnitud del malapportionment es muchísimo mayor en el Senado que en el Congreso. Otro día hablaremos del demencial sistema electoral que rige para la cámara alta. Baste decir que el partido que logra ser primero en las provincias menos pobladas donde reside un tercio de la población tiene garantizada una mayoría absoluta en el Senado (incluso aunque no obtenga un solo voto entre los dos tercios de españoles que residen en las zonas más pobladas), lo que le permite bloquear cualquier reforma constitucional.  

Ya sabíamos que los votantes de más edad se abstienen menos y que tienden a ser más fieles (cambian menos de partido de una elección a otra). Esto ya les otorga una cierta ventaja respecto a otros grupos sociales a la hora de competir por el favor de los políticos. Nuestro peculiar sistema electoral les da además una enorme ventaja adicional: sobrerrepresenta de forma desproporcionada a aquellos lugares donde son más abundantes, e infrarrepresenta a aquellos donde son más escasos. Si asumimos que el conflicto generacional (cómo los decisores políticos distribuyen costes y beneficios entre generaciones) está jugando un papel cada vez más importante en la conformación de preferencias de los votantes (y tenemos cada vez más evidencia de que esto es así), tendremos que empezar a reconocer que en el sistema electoral tenemos un problema.

Contra lo que se suele decir, nuestro sistema no es excepcional en el grado de proporcionalidad que consigue: concede un cierto premio a los partidos grandes, pero las distribuciones de escaños no son muy diferentes a las distribuciones de voto por partidos. De hecho, el tamaño medio de la circunscripción española se encuentra muy cerca de lo que algunos autores llaman “el punto óptimo” de proporcionalidad: una mayor proporcionalidad dificultaría (aún más) la formación de gobiernos, mientras que una una menor impediría que el parlamento reflejara la pluralidad de preferencias existentes en la sociedad.

En lo que sí somos excepcionales es en lo que en la literatura académica llamamos “malapportionment”: el hecho de que la relación entre el número de electores por representante no es exactamente el mismo en todas las circunscripciones. Cuando los diputados se eligen por delimitación geográfica, es casi inevitable que no todos los competidores necesiten el mismo número de votos para ser elegidos. Pero nuestro sistema es excepcional: ningún país de nuestro entorno tiene diputados en la cámara baja que representan a casi cuatro veces más votantes que otros.