Recientemente han aparecido en nuestro país declaraciones y pronunciamientos favorables a conceder a los expertos, a los científicos, a los investigadores, un papel más relevante en los procesos de toma de decisiones políticas. La discusión sobre la gestión de la pandemia, de manera muy destacada, y la administración de los fondos europeos para la recuperación, de manera incipiente, son dos de los temas en los que esta reivindicación del papel de los expertos ha sido evidente.
Que se produzcan este tipo de demandas es lo esperable dada la situación del país. En un momento en que se agolpan los problemas que han de resolverse de manera urgente es usual encontrar estos llamamientos. En una situación de crisis y de riesgos gravísimos en que los estados, las administraciones y los responsables políticos encuentran crecientes dificultades para asegurar objetivos centrales como la vida y un bienestar económico básico, no resulta extraño que se reclame un mayor peso del conocimiento experto en el diseño de políticas y en el proceso de toma de decisiones.
Sin embargo, algunos de esos requerimientos parecen deslizarse hacia una reivindicación de una gestión política tecnocrática. Las recientes declaraciones de Luis Garicano, profesor de Economía, diputado en el Parlamento Europeo por Ciudadanos y vicepresidente del grupo Renew Europe, sobre cómo gestionar los fondos europeos para la reconstrucción se sitúan en esta aproximación tecnocrática. Garicano declaraba en Radio Nacional de España:
“Lo que yo sugiero es una oficina independiente con poderes por encima de todos los ministerios que realmente consiga llevar a cabo las reformas necesarias, fiscalizar este dinero, asegurar que se gasta bien, asegurar que hacemos lo que tenemos que hacer, en una oportunidad histórica. Si perdemos esta oportunidad, seguramente no vamos a tener otra”.
Son unas declaraciones muy interesantes que ponen sobre la mesa qué papel deben jugar los expertos y el saber experto en política, qué papel juegan la administración, los responsables políticos y los políticos, en general. Y proponen una respuesta tecnocrática a la cuestión de cómo gestionar, en este caso, unos fondos europeos. Es una propuesta que puede ser sin duda atractiva, pero sobre la que, si se nos permite la ironía, precisamente el conocimiento previo, el saber acumulado, nos avisa de que contiene también problemas potencialmente graves.
¿Por qué la propuesta de Luis Garicano es una propuesta tecnocrática? La tecnocracia, en una definición mínima, supone la implicación de expertos (individuos dotados de ciertas credenciales académicas de especialización) en el proceso de toma de decisiones políticas. En cierta medida esa implicación se puede entender como un continuo en que la intervención de los expertos es más o menos intensa, en que su protagonismo es mayor o menor en la definición y diseño de los problemas y de sus soluciones. En el extremo de mayor implicación y mayor protagonismo de los expertos encontraríamos las propuestas tecnocráticas. Éstas suponen delegar en los expertos la identificación de los problemas, la definición de los objetivos, el diseño de las soluciones. Asociada a la propuesta tecnocrática está la asunción de que sólo el saber experto y sólo la delegación de autoridad política en los expertos pueden lograr la identificación de una especie de interés general óptimo —que se gaste bien— así como las políticas públicas más eficaces para conseguirlo. En cambio, los arreglos institucionales habituales de la democracia representativa, los partidos, tendrían menor capacidad para conseguir dichos propósitos. Una élite de técnicos, independientes, ajenos a los imperativos de la competición electoral, a las presiones de la opinión pública, dotados de un saber experto objetivo, neutral, apolítico, pueden perseguir el bien común y el beneficio general mejor que los representantes públicos. En las declaraciones de Luis Garicano resuenan obviamente varios de estos elementos tecnocráticos.
La propuesta tecnocrática puede resultar sugerente por varios motivos. ¿Quién puede negar la bondad de políticas públicas que se sitúen por encima de particularismos, por encima de clientelismos varios, que persigan un bien común que todos compartimos? Es comprensible que, en momentos de descontento, de crisis, de reclamaciones de regeneración, las propuestas tecnocráticas abunden y sean vistas favorablemente por muchos.
De hecho, como ya hemos documentado en un estudio (aquí), en el caso español estas propuestas pueden ser bien acogidas porque los españoles mostramos, en términos comparados, una visión muy positiva de la implicación de expertos en los procesos de toma de decisiones. Sin embargo, paradójicamente, las propuestas tecnocráticas parecen pasar por alto la evidencia empírica que señala que los ciudadanos, teniendo una visión positiva de los expertos, no se muestran favorables a que dispongan de una autoridad política autónoma, independiente del poder político representativo y democrático. Esta cuestión está documentada por los trabajos de Joan Font y Ernesto Ganuza para el caso de España (aquí y aquí), por Dommet y Temple para el Reino Unido (aquí) y por Eri Bertsou con evidencia comparada para siete democracias europeas (aquí).
Las propuestas tecnocráticas tampoco parecen tener en cuenta algunas de las enseñanzas y evidencias procedentes del análisis de la gestión de la Gran Recesión de 2008, cuando políticas impulsadas por instituciones ajenas a los gobiernos democráticamente elegidos de varios países europeos fueron acogidas muy negativamente por la ciudadanía, resultando esto en una crisis del apoyo a la democracia en esos países (véase aquí) y, en algunos casos, quizás un trampolín para las opciones populistas (véase aquí y la conclusión de este reciente estudio publicado en una de las más prestigiosas revistas de Ciencia Política, aquí).
Las propuestas tecnocráticas parecen sobrestimar la posibilidad de identificar áreas en las que un consenso amplio sobre los objetivos permita que expertos independientes, a resguardo de la rendición de cuentas democrática, puedan centrarse en diseñar aspectos meramente técnicos que no impliquen diferentes valores, preferencias e intereses políticos. Estas propuestas parecen también sobrestimar la existencia de un conocimiento científico consensuado y consolidado de modo que permita un debate técnico ajeno a sus implicaciones políticas. Qué es saber experto y quiénes son los expertos son cuestiones problemáticas, disputadas, que los favorables a soluciones tecnocráticas tienden a abordar de modo despreocupado.
En una medida no despreciable las soluciones tecnocráticas tienden a generar una reacción contraria en la opinión pública, confían en una concepción excesivamente simplificada del saber experto o científico y no parecen considerar adecuadamente su probable contribución al debilitamiento de nuestras democracias. Contraponer la autoridad política de representantes democráticamente elegidos —supuestamente ineficaces y tendentes al clientelismo— al conocimiento experto, como finalmente hacen los partidarios de arreglos tecnocráticos, no parece el camino más seguro para lograr el bienvenido objetivo de que la administración y los políticos se apoyen más en la investigación, en la ciencia y en los expertos durante los procesos de elaboración, ejecución y evaluación de las políticas públicas.
Hay otras posibilidades. En ese continuo de implicación de los expertos en el proceso de toma de decisiones que mencionábamos antes hay otras opciones menos extremas que la tecnocracia que pueden aprovechar el saber experto, buscar su adecuada inserción en el entramado político, burocrático y administrativo de un país y, además, ser mejor recibidas por la opinión pública.
Los expertos, dentro y fuera de los partidos, en la administración, en agencias, departamentos de investigación, participan habitualmente en la elaboración de políticas públicas. Un tipo de expertos, los conocidos en el lenguaje académico como technopols (expertos académicos, científicos, que son afiliados de un partido y que aceptan puestos de responsabilidad política) son una figura frecuente en muchos gobiernos. Su combinación de rasgos (disposición de un conocimiento experto e inserción en el entramado político representativo) es particularmente bien valorada por los ciudadanos como nosotros mismos hemos mostrado en una investigación reciente junto a Pablo Fernández-Vázquez (aquí).
Conseguir que la administración, que los gobiernos, aprovechen el conocimiento científico no es fácil. Hay campos en los que la transferencia de conocimiento se ha demostrado repetidamente difícil; hay organizaciones más tendentes que otras al uso del conocimiento científico de un modo simbólico, estratégico, a modo de legitimación o como respaldo de posiciones políticas previas; hay organizaciones que a pesar de su buena predisposición no consiguen aprovechar el conocimiento científico por falta de recursos o capacidad. En definitiva, dirigir el saber experto hacia la solución de problemas sociales es extraordinariamente complejo. Pero las propuestas tecnocráticas no es probable que resuelvan esas dificultades, límites y complejidades sin generar problemas adicionales graves.
Al comienzo de este artículo decíamos que es habitual encontrar propuestas tecnocráticas en el debate público en momentos de crisis. Las propuestas tecnocráticas se han sugerido desde hace años como soluciones a los desafíos crecientemente complejos a los que se enfrentan los gobiernos democráticos. Curiosamente, como recordaba precisamente un reconocido experto en el análisis político, el profesor Peter Mair, en su libro póstumo Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, no es inusual encontrar políticos de diversos partidos que, favoreciendo soluciones tecnocráticas, tienden a descalificar su propia labor, políticos que menosprecian precisamente la actividad política, representantes políticos que defienden opciones tecnocráticas como soluciones eficaces ante la inoperancia de las instituciones representativas a las que pertenecen. Pero estas propuestas tienden a olvidar que, como también sugería Mair, la retórica tecnocrática supone una retirada de las élites políticas del ámbito político democrático, ahonda la crisis de representación política y, con ello, constituye un elemento más de la crisis de nuestras democracias.
España se enfrenta a desafíos muy graves; en esa situación es sin duda necesario mejorar la conexión entre las decisiones políticas y la investigación científica, es necesario eliminar las lagunas de información y conocimiento en algunas áreas clave, es necesario mejorar la transferencia de conocimiento. No resulta evidente que para enfrentarse a estos desafíos el mejor camino sea instaurar instituciones y soluciones tecnocráticas.