Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
16 grandes ciudades no están en el sistema VioGén
El Gobierno estudia excluir a los ultraderechistas de la acusación popular
OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Trump como experimento natural

¿Producen las democracias mejores resultados económicos que las dictaduras? ¿La igualdad produce burocracias más neutrales y transparentes? ¿El comercio internacional reduce los conflictos bélicos entre los países? Evaluar la validez empírica de las principales preguntas de la ciencia política no es fácil. La razón es que, a diferencia de la mayor parte de nuestros colegas en las ciencias “duras”, los científicos sociales difícilmente podemos examinar las consecuencias de los fenómenos en condiciones de laboratorio, es decir, aleatorizando la exposición de las unidades de análisis (los individuos, los municipios, los países,…) a los diferentes tratamientos (ser una democracia, tener una distribución de ingresos igualitaria, estar más o menos expuesto a la internacionalización económica,…).  Para muchas preguntas de investigación, la posibilidad de “aleatorizar tratamientos” sencillamente no existe: los politólogos podemos hacer muchas cosas, pero aún no nos dejan seleccionar aleatoriamente un número de municipios, imponerles un gobierno de coalición, forzar que en el resto haya un gobierno unitario, y observar las diferencias entre ellos. Ante esta imposibilidad, buena parte de los esfuerzos de las ciencias sociales empíricas se han dedicado a buscar soluciones a este problema. Una de ellas es la explotación de lo que en el gremio se conoce como experimentos naturales.

Un experimento natural es un estudio que explota el hecho de que la exposición de las “unidades” (los individuos, los países) al “tratamiento” en cuestión, aunque no es realizado por el propio investigador (es “natural”), puede defenderse que se deba al azar. Así, por ejemplo, hay estudios que usan como experimento natural el haber sido premiado por la lotería, lo que les permite medir el efecto de los ingresos en las preferencias políticas (spoiler: los ganadores se vuelen más contrarios a la redistribución), o el haber sido un territorio alcanzado por las invasiones napoleónicas, lo que permite evaluar las consecuencias económicas de las rupturas institucionales (spoiler: cargarse las instituciones del antiguo régimen hizo más bien que mal).

Con las toneladas de tinta que ya se han gastado para “explicar” por qué ganó Trump, puede llamar la atención que yo defienda ahora que su victoria ha sido un evento causado por la suerte. Pero de acuerdo a una interpretación que creo bastante defendible, el azar ha jugado un papel central en su victoria, al menos en el sentido de que los factores estructurales que favorecían a Trump no eran tan poderosos como para concluir que su victoria era algo inevitable.

En primer lugar, porque la victoria de Trump en las primarias republicanas fue algo relativamente accidental. Sólo gracias a la baja popularidad de sus rivales, a la azarosa secuencia de la competición, y a la sorprendente incapacidad de los competidores para coordinarse en su contra fue posible que Trump –un candidato que nunca suscitó un apoyo mayoritario entre los votantes republicanos- acabara siendo declarado candidato.

Y en segundo lugar, porque tampoco se puede decir que su victoria contra Clinton en Noviembre estuviera predeterminada. De hecho, tal y como presagiaban la mayor parte de las encuestas, se quedó a casi tres millones de votos y más de dos puntos de distancia de la candidata demócrata. Trump ni siquiera mejoró al candidato republicano que perdió en las anteriores presidenciales (obtuvo el 46,1% del voto, menos que el 47,2% logrado por Romney en 2012). La clave de la victoria de Trump, como ya se ha dicho, estuvo en lo eficiente que fue su distribución de votos dado el sistema electoral que elige al presidente americano. Mientras que en los trece estados swing (aquellos que oscilan entre un partido y otro y por lo tanto acaban decidiendo quién ocupa la casa blanca) Obama ganó a Romney por 3,6 puntos en 2012, en el pasado Noviembre Trump superó a Clinton en casi 2 puntos. ¿Tuvo que ver esta eficiencia electoral con el programa y la campaña de Trump, más en la sintonía con los votantes de estos estados? Existen muchas hipótesis sobre este cambio –y es posible que el declive económico de determinadas regiones provocado por la desindustralización haya jugado algún papel a favor de Trump y en contra de Clinton-, pero existe una explicación bastante sencilla y probablemente más relevante: son estados demográficamente más blancos que el resto del país, y desde hace décadas hay un claro proceso de realineamiento de identidades partidistas en torno a la raza. En definitiva, los republicanos y los demócratas sacaron más o menos los mismos votos que cuatro años antes, pero los segundos los distribuyeron un poco mejor gracias a que los blancos son cada vez más republicanos, y hay más de ellos en los lugares donde, por culpa del Colegio Electoral, los votos importan más.

Visto así, lo llamativo del resultado de la elección de Noviembre no es tanto la victoria republicana, sino que ésta se diera incluso presentando un candidato tan extremo en sus formas, en sus propuestas, y en sus cualidades. La explicación seguramente tenga que ver con algo que no es nuevo: la polarización partidista, otro proceso de largo plazo que hace que los votantes de cada partido ideológicamente se parezcan más entre sí, y vean cada más más alejados a los representantes y votantes del partido rival. En un contexto polarizado, los candidatos moderados no son necesariamente más atractivos: aunque Romney y Trump sean muy diferentes, al final los acaban votando aproximadamente las mismas personas: las que quieren que haya un republicano, y no un demócrata, en la casa blanca. Es así como seguramente haya que entender el proceso de movilización republicana en los días anteriores a la votación que señalaron las encuestas: mientras que muchos republicanos eran reacios a admitir que votarían a Trump durante la campaña, a medida que se acercaba el momento de tener que elegir entre los dos candidatos, su identidad partidista hizo que se fueran decantando sus preferencias hacia el candidato republicano.    

Por todo ello, no creo que sea muy controvertido decir que algunos elementos relativamente azarosos facilitaron que Trump ganara las elecciones en Noviembre. Si me compran el argumento, me podrán comprar entonces que podamos interpretar su llegada al poder como un experimento natural que nos permitirá estudiar algunas preguntas fundamentales para la ciencia política.

La primera, ¿cómo conforman los líderes políticos las preferencias de los ciudadanos a través de sus identidades políticas? En el polémico e interesantísimo “Democracy for Realists: Why Elections Do Not Produce Responsive Government”, los politólogos Christopher Achen y Larry Bartels argumentan que el comportamiento político de los individuos está mucho menos determinado por las evaluaciones supuestamente objetivas que los ciudadanos hacen del desempeño de los políticos (como tradicionalmente asume la teoría “popular” de la democracia), y mucho más por sus identidades políticas. La conformación de estas identidades es un proceso complejo que depende de muchos factores, pero Achen y Bartels señalan que los contenidos ideológicos con los que se “llenan” esas identidades (qué debo pensar sobre la sanidad pública si soy demócrata, por ejemplo) son relativamente flexibles y moldeables por los líderes políticos. De acuerdo a esta teoría, y siendo Trump un líder peculiar con posiciones a veces notablemente diferentes a las asociadas tradicionalmente con los republicanos, deberíamos esperar cambios significativos de preferencias dentro de este tipo de votantes durante esta presidencia.

La llegada de Trump también nos permitirá estudiar algunas de las cuestiones fundamentales para las teorías de las relaciones internacionales: ¿qué consecuencias tendrá el aumento de las tentaciones aislacionistas de la principal potencia mundial? ¿en qué medida depende el orden liberal globalizado actual de la voluntad del poder hegemónico de invertir en su mantenimiento? ¿Veremos una escalada proteccionista a nivel mundial, o la institucionalización y la naturaleza de la globalización actual la hace inmune a la llegada de un líder con una agenda nacionalista en la principal potencia?    

Por último, ¿cuál es el grado de resistencia institucional ante la llegada de líderes con programas, agendas, y discursos abiertamente hostiles a algunas de las reglas de juego básicas del funcionamiento de las democracias? Nos hemos pasado años recordando la cita de James Madison según la cual tenemos que diseñar instituciones asumiendo que ellas no serán ocupadas por ángeles. Pues bien, ahora parece evidente que no nos ha tocado uno: ¿nos bastará con el sistema de pesos y contrapesos para frenar un proceso de involución democrática y/o de retroceso en el ejercicio de los derechos y libertades? En unos años tendremos la respuesta.  

No nos engañemos: todo apunta a que los cuatro años que se inician el próximo viernes nos traerán muchas curvas. Agárrense fuerte y consuélense con que a lo mejor la ciencia política obtiene algunas respuestas gracias a ellos.

¿Producen las democracias mejores resultados económicos que las dictaduras? ¿La igualdad produce burocracias más neutrales y transparentes? ¿El comercio internacional reduce los conflictos bélicos entre los países? Evaluar la validez empírica de las principales preguntas de la ciencia política no es fácil. La razón es que, a diferencia de la mayor parte de nuestros colegas en las ciencias “duras”, los científicos sociales difícilmente podemos examinar las consecuencias de los fenómenos en condiciones de laboratorio, es decir, aleatorizando la exposición de las unidades de análisis (los individuos, los municipios, los países,…) a los diferentes tratamientos (ser una democracia, tener una distribución de ingresos igualitaria, estar más o menos expuesto a la internacionalización económica,…).  Para muchas preguntas de investigación, la posibilidad de “aleatorizar tratamientos” sencillamente no existe: los politólogos podemos hacer muchas cosas, pero aún no nos dejan seleccionar aleatoriamente un número de municipios, imponerles un gobierno de coalición, forzar que en el resto haya un gobierno unitario, y observar las diferencias entre ellos. Ante esta imposibilidad, buena parte de los esfuerzos de las ciencias sociales empíricas se han dedicado a buscar soluciones a este problema. Una de ellas es la explotación de lo que en el gremio se conoce como experimentos naturales.

Un experimento natural es un estudio que explota el hecho de que la exposición de las “unidades” (los individuos, los países) al “tratamiento” en cuestión, aunque no es realizado por el propio investigador (es “natural”), puede defenderse que se deba al azar. Así, por ejemplo, hay estudios que usan como experimento natural el haber sido premiado por la lotería, lo que les permite medir el efecto de los ingresos en las preferencias políticas (spoiler: los ganadores se vuelen más contrarios a la redistribución), o el haber sido un territorio alcanzado por las invasiones napoleónicas, lo que permite evaluar las consecuencias económicas de las rupturas institucionales (spoiler: cargarse las instituciones del antiguo régimen hizo más bien que mal).