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Blindar las escuelas frente al fascismo

12 de junio de 2021 22:23 h

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Hace unos meses estuve dando unas charlas en un instituto cerquita de Bilbao. Llegué más o menos ilusionada. A mí no me gusta especialmente hablar delante de adolescentes, pero bueno. Me animé en aquella ocasión porque me parecía que podía ser una experiencia interesante tanto para ellos y ellas como para mí. Pensé que podría interesarles conocer un proyecto de comunicación feminista como Pikara Magazine. Llevamos más de diez años dando guerra y tenemos mucho que contar. Allí me planté con ganas de contarles quiénes éramos, a qué nos dedicamos, por qué era importante que desarrollasen una mirada crítica que les ayudase a entender mejor el mundo convulso que les ha tocado vivir.

Estuve con un par de grupos. El primero mostró cierto entusiasmo y me acribillaron a preguntas: hablamos de periodismo, de sexo, de amor romántico, de violencias machistas. Me hicieron muchísimas preguntas y charlamos tranquilamente. Nos reímos bastante también. Algunos no estaban de acuerdo conmigo en algunos de mis planteamientos y los debatimos con cariño. Fue una experiencia bonita, que se enturbió cuando tuve que enfrentarme al otro grupo. Lo noté según entré: tenían ganas de jarana. Sabían que iban a tener un encuentro con una periodista feminista y tenían claro por dónde iban a tratar de atacarme. Lo noté desde el principio, así que respiré y traté de exponer mi punto de vista. Iba a ser un encuentro complicado, sí.

No hablaron todos los chavales, pero es que no dijo ni mu ninguna de las chicas de esa clase. Los que estaban más rabiosos con un feminismo que creían que iba a arruinarles la vida me hablaron de Santiago Abascal y de “Un tío blanco hetero”; aseguraron conocer a un montón de chicos que habían acabado en prisión acusados falsamente de ser agresores y llegaron, incluso, a cuestionar que las políticas públicas de discriminación positiva fueran una buena cosa. 

Les puse la típica foto de unos críos, de diferentes tamaños, tratando de ver un partido de fútbol. En una imagen, todos tienen el mismo alzador así que el más bajito no consigue ver el partido. En la otra, el más pequeño tiene un alzador más grande y todos pueden ver lo mismo. Seguro que sabéis de qué foto os hablo. Me impresionó y me preocupó profundamente que no les pareciera bien que los recursos se adapten a las distintas circunstancias para lograr una situación de igualdad. Las profesoras y los profesores que me acompañaron se preocuparon también. ¡Cómo no! ¿Por dónde empiezas si creen que la igualdad es su campo de batalla? ¿Qué les dices si les están vengan a decir que el hecho de que las mujeres consigamos estar en una situación de igualdad respecto a ellos les pone en peligro? A ellos. No a sus privilegios: a ellos. Tienen miedo. 

No había vuelto a acordarme de esto hasta que estos días se ha gestado la campaña de acoso que se ha gestado contra Pamela Palenciano a partir de un vídeo descontextualizado de una de sus intervenciones en un instituto. No he visto su monólogo nunca en directo, pero conozco su trabajo y la conozco a ella. Se me encoge el cuerpo ante tanta violencia y me sobrecoge pensar que muchas de las que nos dedicamos a tratar de difundir el pensamiento feminista estamos tan expuestas a tantas violencias. Pamela es mucho más valiente que yo y, estoy segura, ella no dejará de agitar conciencias en instituciones, universidades, barrios. Sé que no va a tambalearse ni un poquito aunque tenga todo el derecho a caerse ante un acoso de tal magnitud. Otras, sin embargo, ahora pensamos mucho qué decir y dónde decirlo. 

En unas declaraciones que le dio el otro día a mi compañera June Fernández, Pamela Palenciano aseguraba que la campaña de desprestigio que había iniciado la diputada de Vox, Alicia Rubio Calle, se había articulado en torno a unas “críticas artificiales, oportunistas y antifeministas” que forman parte de una estrategia fascista para defender el pin parental, una propuesta que permite que las familias puedan intervenir en las actividades que los colegios desarrollan para seguir formando a los chavales y las chavalas en valores democráticos. Así, una familia con valores racistas, machistas o fascistas puede impedir que sus criaturas sepan que esas opiniones son contrarias a los Derechos Humanos y atentan contra infinidad de tratados y acuerdos internacionales. 

La libertad de las familias para elegir la educación para sus hijos e hijas —y la libertad en general— no puede poner en tela de juicio ciertos valores que nos hemos dado como sociedad. Por eso es tan importante la escuela: porque en casa puedan decirte que una boda entre dos mujeres, por ejemplo, es una barbaridad, pero en el colegio tienen que decirte no solo que es legal sino que el matrimonio igualitario es el resultado de una conquista social democrática. Es solo un ejemplo, pero ya me entendéis. Por suerte, la libertad de nuestros padres y de nuestras madres no está por encima de los derechos que todas las personas tenemos en una sociedad democrática y libre.

Tardaremos más o menos, pero lograremos blindar las escuelas frente al fascismo. Mientras, eso sí, algunas están soportando unos niveles de violencia, menosprecio y acoso intolerables. Pamela le decía a mi compañera que estaba un poco más fuerte que otras veces, pero que estaba cansada. ¿Cómo no va a estarlo? Que estas palabras sean aliento porque somos —tenemos que ser— el muro de contención que se merecen nuestras criaturas para evitar que el fascismo les arruine la vida.

Hace unos meses estuve dando unas charlas en un instituto cerquita de Bilbao. Llegué más o menos ilusionada. A mí no me gusta especialmente hablar delante de adolescentes, pero bueno. Me animé en aquella ocasión porque me parecía que podía ser una experiencia interesante tanto para ellos y ellas como para mí. Pensé que podría interesarles conocer un proyecto de comunicación feminista como Pikara Magazine. Llevamos más de diez años dando guerra y tenemos mucho que contar. Allí me planté con ganas de contarles quiénes éramos, a qué nos dedicamos, por qué era importante que desarrollasen una mirada crítica que les ayudase a entender mejor el mundo convulso que les ha tocado vivir.

Estuve con un par de grupos. El primero mostró cierto entusiasmo y me acribillaron a preguntas: hablamos de periodismo, de sexo, de amor romántico, de violencias machistas. Me hicieron muchísimas preguntas y charlamos tranquilamente. Nos reímos bastante también. Algunos no estaban de acuerdo conmigo en algunos de mis planteamientos y los debatimos con cariño. Fue una experiencia bonita, que se enturbió cuando tuve que enfrentarme al otro grupo. Lo noté según entré: tenían ganas de jarana. Sabían que iban a tener un encuentro con una periodista feminista y tenían claro por dónde iban a tratar de atacarme. Lo noté desde el principio, así que respiré y traté de exponer mi punto de vista. Iba a ser un encuentro complicado, sí.