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¿Cuánto duele?

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Hace unos días, en un taller de creación literaria, una alumna contaba que el dolor no la había hecho más fuerte ni mejor persona. “Solo he aprendido a convivir con él”, relataba. En su texto, la narradora hablaba de una época de su vida en la que había sufrido por una relación de maltrato. Una época dura y a la que ahora estaba poniéndole palabras. Lleva su tiempo nombrar la(s) violencia(s). Atendimos a su narración y no dijimos mucho. Sobre todo le devolvimos que se trataba de un texto muy honesto. Porque de eso no había ninguna duda: el relato rezumaba verdad.

El dolor es parte inherente al hecho de existir (aunque algunas vidas tienen más números que otras para la lotería del sufrimiento), pero dependiendo de lo azaroso de la vida, las situaciones que provoquen este daño pueden ser más o menos. Hay dolores por no saber hacer, por no poder. También hay dolores heredados, porque no elegimos la familia, el contexto ni el lugar del mapa donde nacemos. Así que, sobre todo, durante los primeros años de vida toca aguantar, no podemos elegir. Y ese daño prolongado con el que nos encontramos trae secuelas. Cómo no va a traerlas. Hay estudios, de hecho, que demuestran que la mayoría de los problemas psiquiátricos en personas adultas tienen su origen en la infancia o adolescencia. Esa es su raíz.

Suele pasar que, en el momento en que estamos atravesando una situación que nos supera, sobre todo cuando somos criaturas, no sabemos ponerle palabras. A veces pasa el tiempo y esas palabras siguen sin aparecer. El daño se queda dentro, silenciado, agarrado a las paredes del cuerpo. A veces es tanto y tan sobrecogedor eso que nos está pasando que no sabemos cómo contarlo. A veces nos da vergüenza contarlo, porque a nuestro alrededor la gente no parece tener esas vivencias descomunales. Porque nadie habla de eso. Te sientes la vaca morada. Y ante eso, te callas. Y ante eso, el dolor, que es tozudo, decide quedarse contigo.

Y así continuamos durante meses, años. Hasta que somos capaces de verbalizar lo que nos ha atravesado y aún lastima. Pero qué complicado es a veces encontrar la vía de salida del dolor. Y qué sencillo es que llegue a convertirse en sufrimiento. Porque por mucho que nos digan, no siempre tenemos a posibilidad de elegir.

No creo que sea positivo alabar solo a quienes han conseguido atravesar la sombra y llegar al otro lado sin ser absorbidas por ellas. Porque da la sensación de que, por mucho esfuerzo, por mucho que nos hayamos empeñado en sanar, si no lo hacemos en ‘el tiempo estipulado’ o de la manera correcta, no somos dignas de ovación. Cuando conocemos a personas que han sufrido mucho y, pese a ello, parecen no tener ‘lesiones’, o al menos parecen haber sorteado todos los obstáculos, alabamos su recorrido vital. Tiene mucha resiliencia, escuchamos. Y parece que ya está, que esa persona sacó de su bolsa de artículos mágicos una varita, pidió su deseo y ahora ya tiene la resiliencia que quería. La realidad es bastante distinta. Sobre todo porque la persona resiliente en muchos casos ha llegado a este estado después de mucho sufrimiento.

Decía la escritora Lidia Yuknavitch, hace un par de años en una entrevista, que la idea de que sufrir te hace más fuerte es un mito. “Tengo depresión y ansiedad”, añadía. Ya está bien de mitificarnos solo cuando superamos el sufrimiento, cuando parece no haber secuelas. Basta de ponerlo en un pedestal, de glorificar el después de la desdicha y alzarlo hasta la virtud más sublime. Nadie es mejor que nadie por sobrevivir a la adversidad y a la angustia, ni nadie es menos admirable por no saber afrontar el sufrimiento y no poder salir adelante, o salir con más magulladuras de las previstas. El último ejemplo ha sido Verónica Forqué. No logró encontrar cómo continuar, igual que les pasa a una media de once personas al día en el Estado español. Ya había dicho muchas veces que todo se le hacía cuesta arriba y que las energías se le agotaban. Seguramente, después de haberse mantenido fuerte durante mucho tiempo.

Muchos de los malestares que nos atraviesan ni los elegimos ni los controlamos. Cómo no sufrir ante un maltrato, ante un machismo desgarrador, ante los desahucios, ante la precariedad prolongada, ante las deudas que asfixian, ante las consecuencias de no claudicar, ante la gran decepción. Cómo no padecer ante una avalancha constante de información tóxica, por todas las vías imaginables. Cómo perpetuarse fortalecida cuando no se da una reparación del daño. Cómo salir con el corazón descubierto ante un día igual de frío que el anterior. Cómo no caer hasta el subsuelo cuando vivir se convierte solo en sobrevivir.

Hacemos lo que podemos. Y no siempre podemos risa, ni siempre podemos fiesta. Dejarle espacio al dolor es irremediable y, muchas veces, necesario. Y no quiere decir que ese espacio se vaya a convertir en un hogar bonito con vegetación fresca y luz cálida. Y no pasa nada. Lo ideal es que el dolor se quede en eso, en un espacio-tiempo en el que reposar, digerir, transformar, aprender, y luego pasar a otra etapa. Pero, a veces, el dolor se convierte en sufrimiento, y ahí llega lo más difícil.

Hemos leído y escuchado durante mucho tiempo que “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. No estoy de acuerdo en absoluto y además no creo que estas palabras ayuden, porque si no sabemos afrontarlo como se supone que tenemos que hacerlo, ¿es que hay algo que no estamos haciendo bien? ¿La única responsable de mi angustia vital soy yo? ¿Nada tiene que ver que vivamos en una sociedad enferma? Es elocuente, no solo que los malestares psiquiátricos vayan en aumento, sino que desde 1980 hasta hoy la cifra de suicidios en el Estado español haya aumentado en más de 2200 personas al año. Las cosas no van bien, llevan mucho tiempo sin ir bien, pero parece que solo nos damos cuenta cuando una triste noticia como la de Verónica Forqué nos impacta. Nadie quiere sufrir, pero muchas veces no tenemos los mecanismos ni herramientas para dejar de hacerlo. Ojalá las tuviéramos. Ojalá supiéramos siempre hacerlo. Pero en esta sociedad de la urgencia nuestros malestares no son prioritarios. La producción y el espectáculo, sí.

¿Qué camino nos queda? Parece que el de cuidarnos, colaborar con otras, transformar. Cagarla cien veces por un dolor demasiado infiltrado. Redirigir energías. No saber ni hacia dónde mirar, ni si puedes respirar. Intentarlo otra vez, romperte varios huesos y fatigarte hasta el llanto. No poder muchas veces y conseguirlo algunas otras. Continuar con la sangre intoxicada. Agarrarte, si alcanzas, a los apoyos, y seguir hasta donde haya que seguir. No, seguramente no llegaremos a la gloria, pero a algún sitio iremos. Seguro que a algún buen sitio.

Hace unos días, en un taller de creación literaria, una alumna contaba que el dolor no la había hecho más fuerte ni mejor persona. “Solo he aprendido a convivir con él”, relataba. En su texto, la narradora hablaba de una época de su vida en la que había sufrido por una relación de maltrato. Una época dura y a la que ahora estaba poniéndole palabras. Lleva su tiempo nombrar la(s) violencia(s). Atendimos a su narración y no dijimos mucho. Sobre todo le devolvimos que se trataba de un texto muy honesto. Porque de eso no había ninguna duda: el relato rezumaba verdad.

El dolor es parte inherente al hecho de existir (aunque algunas vidas tienen más números que otras para la lotería del sufrimiento), pero dependiendo de lo azaroso de la vida, las situaciones que provoquen este daño pueden ser más o menos. Hay dolores por no saber hacer, por no poder. También hay dolores heredados, porque no elegimos la familia, el contexto ni el lugar del mapa donde nacemos. Así que, sobre todo, durante los primeros años de vida toca aguantar, no podemos elegir. Y ese daño prolongado con el que nos encontramos trae secuelas. Cómo no va a traerlas. Hay estudios, de hecho, que demuestran que la mayoría de los problemas psiquiátricos en personas adultas tienen su origen en la infancia o adolescencia. Esa es su raíz.