Opinión y blogs

Sobre este blog

Esperanza, optimismo y lucha

Íbamos con prisa en el metro cuando me llamó, “Alicia, que al final esto es a las ocho y media, no a las nueve, pero da igual, parece que se retrasa un poquito”. Yo iba con nervios porque pensaba que era algo importante, a veces parece mentira que tenga 50 años, parezco nueva. Y llegamos al local con la lengua fuera, era un sótano, estaba lleno hasta arriba, no tenía ni idea de a qué iba, me encontré algunas caras conocidas, para algunas yo también era conocida, para otras no. Y empezó el espectáculo, que consistía en que cuatro… ¿humoristas?, no sé si humorista es la palabra que se usa ahora, cuatro personas que se dedican a ponerse delante de un público armadas solo de su ingenio con el objetivo de hacer reír. Pues estas cuatro personas extraían un papelito de una urna, de una de las auténticas urnas del referéndum del 1 de octubre, con su logo de la Generalitat y todo, y ese papelito contenía tres temas de “actualidad” que debían mezclar en un monólogo que tenían unos minutos para pergeñar. En medio, una pareja de presentadores hacían chistes huecos imitando —aspiracionalmente, no paródicamente— la estética y la actitud de quien presenta los Oscars.

Me llamaron la atención dos cosas, la falta de pulso político de los monólogos y el criterio de productividad que los animaba, con esto me refiero a que el objetivo era conseguir risas, a cualquier coste, a como diera lugar. Y para eso lo más eficaz es recurrir a lugares comunes, a un imaginario compartido por el público y la persona sobre el escenario. La apuesta más segura es la cultura de masas, y de esta, la televisión. Pasolini hubiera flipado. El público estaba compuesto de personas mucho más jóvenes que yo y era un grupo muy homogéneo no solo desde la perspectiva generacional, sino también de clase, de etnia y de filiación ideológica. A este último respecto imagino que se considerarían La Izquierda, yo los calificaría de socialdemócratas-dentro-de-un-orden-mientras-no-pase-nada-grave. Abundaban los chistes sobre políticos, pero ni uno sobre política. Obedecían el mandato de la cultura de la modernidad tardía, que diría Byung-Chul Han, evitando la confrontación, la tensión, que todo sea amable y blanco. Sobre todo blanco… Uno de los monologuistas, que en aras de lo políticamente incorrecto cultivaba un aura de macho alfa y le sacaba partido y todo porque era “gracioso” ser así en un entorno como aquel, y tuve que ver cómo compañeras que yo consideraba feministas se veían obligadas a seguirle el juego y reírle las gracias al machirulo de familia bien… bueno, pues este pavo introdujo en su monólogo una supuesta tensión al hacer chistes sobre personas negras. Pero no era una tensión real porque no había ni una sola persona negra, ni gitana, ni racializada en medida alguna en la muestra humana que configuraba el auditorio. Me pregunté si las hubieran dejado entrar.

Pero, ah, hermanas, lo peor de todo fue cuando la última humorista subió al escenario y mostró lo que todo el mundo allí llevaba dentro, esa sí que conectó con el sentir general, cuando en mitad de su perorata inconexa se preguntó “porque, ¿quién es hoy clase obrera?”

Al día siguiente tuve el inmenso honor de ser invitada a participar en un acto en la plaza de Lavapiés sobre la feminización de la precariedad. Allí el objetivo no era hacer reír a nadie, sino poner en común en la plaza, en el ágora, en el espacio público que como sociedad nos pertenece, historias de vida que ilustran el proceso de demolición y triturado del estado del bienestar de la última década. Muchas compañeras intervinieron contando sus experiencias en su relación con el mercado de trabajo, con el inmobiliario, la administración, los servicios públicos, el racismo institucional, el machismo en todos los órdenes de la vida, una serie de intervenciones interesantísimas llenas de datos que iluminan el esquema que cada quien tenga en su cabeza de la hoja de ruta del neoliberalismo al mando. Pero hubo un testimonio que me alumbró especialmente. Era una chica muy joven, muy flaquita, que dijo algo demoledor: “Yo por mi edad no conozco otra cosa que la austeridad y la crisis, no conozco otra forma de vida que la precariedad, sé que antes había becas y ayudas y que los sueldos daban para vivir, pero solo porque me lo han contado, yo nunca lo vi”. Pensé que a lo mejor esa era la idea, si un par de generaciones crecían así llegaría un momento en el que esta mierda nos parecería normal.

A ese testimonio siguieron otros muchos de mujeres de diferentes edades, unas simplemente contaban su experiencia, pero otras, las de mi generación, sobre todo, alertaban sobre el retroceso de derechos y libertades, sobre la consolidación de la precariedad como modo aceptable de vida, contraponían la descripción de cómo accedieron ellas al empleo, a la formación y a la vivienda, y las condiciones en las que acceden sus hijas o las hijas de sus amigas a esos “lujos” que vienen recogidos como derechos en un libro muy bueno de ciencia ficción que se llama Constitución Española.

Me dieron ganas de traer a la monologuista de anoche por las orejas y decirle “esto es clase obrera”.

Porque lo verdaderamente sobrecogedor era que muchas personas en aquella plaza cifraban sus esperanzas en la acción de un gobierno que se nutría de personas como las que estaban en el sótano de los humoristas, no de clase obrera, de hecho se les critica si por casualidad han sido cajeras en algún momento de su vida. Y por eso pensé en lo importante que era mantener viva aquella llama en la plazas y en las calles, porque el optimismo político, la confianza en las instituciones conduce a la desmovilización y, cuando todo colapse, habremos perdido además las redes y a ver qué hacemos entonces.

Luego tuve que tocar en otro sitio en el que justo antes había una mesa constituida por cinco compañeras de la Asamblea 8M de Madrid en un formato muy ágil en el que cada una de ellas iba respondiendo a una pregunta concreta que formulaba una moderadora. Todo muy bien, muy interesante, pero había una que brillaba con el triple de intensidad que el resto, una líder natural, una bomba. Construía sus argumentos con precisión, concisión, claridad, como si estuviera fabricando agua con atomitos ante nuestros propios ojos, nadie me había explicado el concepto de revuelta feminista con tanta luz. Era muy joven, muy muy joven, comentó que tenía catorce años cuando se inició en el movimiento feminista en el instituto como respuesta al proyecto de reforma de la ley del aborto de Ruiz-Gallardón, por la época en la que empezó mi gira, en la que aún sigo, para mí es la misma, en un camión en la Plaza de Callao en una manifestación contra esta intentona regresiva e integrista. Veía a esta compañera, envuelta en el contraste entre su sabiduría y su juventud, con dos trenzas rodeándole el cráneo como un casco mitológico de alguna diosa ctónica de las que habitaban el palmo de tierra en el que ocurre el milagro de la vida, una diosa agrícola de antes de que Cronos empezara a teñir de patriarcado las genealogías divinas, una diosa de las que el culto a Eleusis era un pálido recuerdo, como el que del estado del bienestar pudiera tener la compañera de Lavapiés. (Tengo que devolver el libro de Eleusis a la Fundación Entredós antes de que me manden un burofax. O un sicario.)

Hay un libro de Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo (Taurus, 2016), un libro que no me he leído, pero que me encanta citar. Me encanta citar libros y autores que no me he leído, uno de mis favoritos es Jameson, que no sé ni cómo se llama en realidad, siempre cito la idea esa de que somos capaces de imaginar un mundo sin árboles, un mundo postapocalíptico, sin agua, sin insectos, es posible imaginar cualquier distopía menos una sociedad sin capitalismo, simplemente hemos dejado de ser capaces. Pues no sé ni en qué libro de Jameson sale eso, nunca he leído ni una sola línea. Leí la cita en un libro de Daniel Bernabé y la di por buena, y como me encanta, la repito siempre que puedo. Como para fiarse de mí cuando cito. Bueno, pues el libro de Eagleton se estructura, por lo visto, en torno a la diferencia entre esperanza y optimismo. El optimismo está fundado en evidencias, un presente en el que la situación es buena permite proyectar un futuro en el que las condiciones serán aún mejores, mientras que la esperanza es lo que nos permite soñar con un futuro mejor aunque el presente sea una caca. Supongo, ya te digo que no lo he leído.

Pues el caso es que compañeras como la de la Plaza de Lavapiés y la de la mesa feminista convierten mi esperanza en optimismo. Y eso era todo.

Para seguir leyendo:

1.La ira, el odio, la rabia

2. Yo es que ya vengo terfada de casa

3. Branquias y pulmones

Íbamos con prisa en el metro cuando me llamó, “Alicia, que al final esto es a las ocho y media, no a las nueve, pero da igual, parece que se retrasa un poquito”. Yo iba con nervios porque pensaba que era algo importante, a veces parece mentira que tenga 50 años, parezco nueva. Y llegamos al local con la lengua fuera, era un sótano, estaba lleno hasta arriba, no tenía ni idea de a qué iba, me encontré algunas caras conocidas, para algunas yo también era conocida, para otras no. Y empezó el espectáculo, que consistía en que cuatro… ¿humoristas?, no sé si humorista es la palabra que se usa ahora, cuatro personas que se dedican a ponerse delante de un público armadas solo de su ingenio con el objetivo de hacer reír. Pues estas cuatro personas extraían un papelito de una urna, de una de las auténticas urnas del referéndum del 1 de octubre, con su logo de la Generalitat y todo, y ese papelito contenía tres temas de “actualidad” que debían mezclar en un monólogo que tenían unos minutos para pergeñar. En medio, una pareja de presentadores hacían chistes huecos imitando —aspiracionalmente, no paródicamente— la estética y la actitud de quien presenta los Oscars.

Me llamaron la atención dos cosas, la falta de pulso político de los monólogos y el criterio de productividad que los animaba, con esto me refiero a que el objetivo era conseguir risas, a cualquier coste, a como diera lugar. Y para eso lo más eficaz es recurrir a lugares comunes, a un imaginario compartido por el público y la persona sobre el escenario. La apuesta más segura es la cultura de masas, y de esta, la televisión. Pasolini hubiera flipado. El público estaba compuesto de personas mucho más jóvenes que yo y era un grupo muy homogéneo no solo desde la perspectiva generacional, sino también de clase, de etnia y de filiación ideológica. A este último respecto imagino que se considerarían La Izquierda, yo los calificaría de socialdemócratas-dentro-de-un-orden-mientras-no-pase-nada-grave. Abundaban los chistes sobre políticos, pero ni uno sobre política. Obedecían el mandato de la cultura de la modernidad tardía, que diría Byung-Chul Han, evitando la confrontación, la tensión, que todo sea amable y blanco. Sobre todo blanco… Uno de los monologuistas, que en aras de lo políticamente incorrecto cultivaba un aura de macho alfa y le sacaba partido y todo porque era “gracioso” ser así en un entorno como aquel, y tuve que ver cómo compañeras que yo consideraba feministas se veían obligadas a seguirle el juego y reírle las gracias al machirulo de familia bien… bueno, pues este pavo introdujo en su monólogo una supuesta tensión al hacer chistes sobre personas negras. Pero no era una tensión real porque no había ni una sola persona negra, ni gitana, ni racializada en medida alguna en la muestra humana que configuraba el auditorio. Me pregunté si las hubieran dejado entrar.