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Hartas del cuento del Barba Azul

Ruth Portela

20 de abril de 2022 06:01 h

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Clarissa Pinkola Estés, en su obra Mujeres que corren con los lobos, hace un análisis de varios cuentos populares de distintos lugares en clave feminista. No deja de sorprender que realice esa lectura precisamente de unos relatos que, por regla general, han estado muy marcados por el machismo. Pero su interpretación encaja con las historias que elige, lo que me lleva a pensar que, desde siempre, se enunciara o no, la lucha de las mujeres ha estado ahí. No somos ni hemos sido nunca esos sujetos dóciles ni frágiles que bajan la cabeza ante el mandato patriarcal, a pesar del peso que tiene la construcción de la subjetividad en el ser humano. Sí, a pesar de que el poder nos penetra, nos construye, como ya marcaron autores como Foucault o Silvia Federici, las mujeres y las disidencias han estado siempre ahí. Quizás ese sea el motivo de que en los cuentos populares encontremos esas mujeres salvajes, que nos muestra Pinkola. Quizás sea también la causa de que muchas de las revueltas, de las que habla Federici en su obra Calibán y la bruja, fueran llevadas a cabo por mujeres. Y quizás sea el mismo motivo que nos lleva a alzar la voz contra las violencias que sufrimos en nuestras relaciones afectivas y afectivo-sexuales.

No pretendo negar que haya un peso del sistema patriarcal en nosotras mismas. El sistema construye sujetos dóciles, las relaciones de poder nos penetran y nos conforman. Pero ante este poder, que se cuela en nosotras y nosotres, existe la resistencia, existe la sororidad, el alzar la voz. Ante estas relaciones de poder que nos asfixian, que nos violentan y nos silencian, siempre queda levantarse, librarse de su normatividad y de su violencia, incluso de aquella que tenemos interiorizada. Sé que luchar contra lo que yo misma he interiorizado del sistema cuesta. Sé que tengo conductas racistas, capacitistas, machistas. Sé que me tengo que revisar constantemente. Pero también sé y espero que mis luchas y las de mis compañeras debiliten esas relaciones de poder, que los hilos que nos atan se vayan relajando y nos permitan mayor libertad, que nos permitan una vida digna de ser vivida y unos vínculos afectivos que no nos dañen.

Eso me lleva al tema de mi artículo, que gira en torno al cuento de Barba Azul y también en torno a las relaciones tóxicas que he vivido en mi vida. ¡Con cuántos Barbas Azules me he cruzado en mi camino! ¡Y cuántas veces he jurado que era la última vez! ¡Cuántas amigas y compañeras veo en esa misma situación! Pero también veo que cada vez con mayor frecuencia desmontamos sus manipulaciones, que cada vez con mayor frecuencia nos enfrentamos a ellos. Que abrimos la puerta del sótano y ya no nos sorprende tanto encontrar a nuestras compañeras despedazadas, sino que nos enfurece. Por eso salimos a las calles, por eso gritamos en las manifestaciones y contestamos ante la mínima señal de ver en un hombre asomar una barba azul.

Esa lógica patriarcal se ha metido tanto en nosotras que seguimos aún cayendo en sus redes, seguimos pensando, como en el cuento, que su barba no es tan azul. A veces vemos o intuimos que hay algo que no encaja, que no es tan encantador como se quiere mostrar, que en el fondo de su psique esconde también una habitación manchada de sangre, de gritos, de manipulaciones, de trato condescendiente. Nos avisa nuestra mujer salvaje o nuestras compañeras de armas, nuestras amigas. Al final, una voz en el fondo de nosotras que nos mantiene alerta y a la que a veces, por desgracia, no escuchamos. De ahí que caigamos en sus redes, que nos líen con sus palabras, que enlazan muy bien con el discurso que llevamos oyendo toda nuestra vida. Hay que reconocer que tienen la mitad del trabajo hecho, ya que el sistema les ha preparado el terreno desde que nacemos. Nos ha metido en la cabeza que tenemos que cuidar de ellos, que tenemos que escuchar sus historias, aunque ellos no las nuestras, que tenemos que ser sumisas y obedientes, que tenemos que sonreír y estar pendientes de ellos. Por ello la lucha que libramos es doble o triple, luchamos contra ellos, contra el sistema, que legitima y fomenta sus conductas, y contra nosotras mismas.

A esta lucha se une el hecho de que estamos luchando contra aquellas personas a las que queremos, con las que compartimos sueños y planteamientos de vida. Esto desgarra más. No es ya el antagonismo del trabajador contra el patrón, como ocurría en la huelgas y revoluciones del siglo XIX y XX, sino que se trata de personas con quienes hemos generado un vínculo, en las que confiamos. Al final, dormimos con nuestros enemigos, incluso en aquellos espacios que consideramos seguros, que pensamos que están libres de violencia machista, LGTIfóbica o de cualquier tipo.

El asesinato de una menor de tres años el diciembre pasado en el barrio de Lavapiés es una muestra de ello. Se trata de un caso de violencia vicaria, llevado a cabo además por una persona que se movía en círculos de izquierdas. No fue uno de estos hombres de la derecha, orgulloso de mantener un discurso patriarcal, sino que era conocido como activista en movimiento sociales. Esa noticia se me atragantó, se quedó flotando en mi mente como una señal, una forma de hacer salir algo que ya sabía, que mis compañeros y amigos pueden ejercer violencia y la ejercen en muchas ocasiones. Esa notica vino a recordarme que muchos esconden su barba azul en palabras y discursos feministas, que toman prestados, pero no interiorizan. Esa noticia vino a destacar que siguen aprovechándose de su privilegio y que se hacen los sordos y los ciegos ante nuestras exigencias, dejándonos un sentimiento amargo. ¿Cómo pueden, nuestros compañeros, amigos y parejas, generar esas violencias que ellos mismos critican? Parece que el vínculo no es tan importante para ellos, que solo son capaces de mirarse el ombligo.

Y ante esto una parte de mí, esa parte que Pinkola llama la mujer salvaje, grita, se rebela, se enfurece, harta de aguantar, harta de escuchar sin que se la escuche, harta de sus manipulaciones, de sus victimismos, de su verborrea. Harta, al fin y cabo, del sistema patriarcal. Salen de ese instinto profundo ganas de gritar, de quemar, de levantarse y decir que ya vale. Ganas también de no volver a ver a ningún Barba azul disfrazado de compañero, a ningún femilisto que enarbole discursos aprendidos de memoria, mientras esconde la llave del sótano.

Y es esa misma mujer salvaje la que indica el camino que conduce a alejarse de esas conductas, que nos previene de sus camuflajes y manipulaciones, y nos muestra vínculos que sí nos ayudan a crecer. Estos vínculos los encontramos en nuestras compañeras, como destaca Brigitte Vasallo.

Esta autora realiza una crítica al sistema monógamo, que esconde de fondo la idea de amor romántico. Afirma que la monogamia o las relaciones poliamorosas no tratan tanto de la cantidad de las personas con las que nos vinculamos de forma afectivo-sexual, sino de cómo se generan los vínculos. Las relaciones se buscan porque el ser humano tiene una necesidad afectiva, que se ve acrecentada por un sistema devastador, un sistema individualista que maltrata a las personas. En ese sentido los demás se convierte en un refugio, en un lugar donde resguardarnos. Pero desde ahí se legitima el pensamiento monógamo y el discurso de los distintos Barba azules de nuestras vidas, que mantienen un régimen jerárquico sobre nosotras. Esto se ve perfectamente en la relación de Barba Azul con su joven mujer, a la que aísla de sus hermanas, de sus vínculos, dejándola sola. De la misma manera opera esa idea del amor romántico y de la monogamia sobre nosotras, creando una jerarquía en la que la relación de pareja es la principal y las otras tienen que pasar a un segundo plano o desaparecer.

Hay que destacar que cuando Brigitte Vasallo habla de romper la monogamia se refiere a generar nuevas formas de relación, no basadas en la exclusividad y la exclusión, en el aislamiento y los celos. Se trata de vínculos que construyen, que se basan en el afecto no exclusivo, en el apoyo y la escucha activa. Esos vínculos se encuentran más a menudo, según mi experiencia, en mis compañeras, hermanas y amigas, que en los hombres. Abrir el abanico de las relaciones no es caer en el terror poliamoroso, del que previene la autora, y que no es otra cosa que la misma dinámica relacional de toda la vida, que conduce a que los hombres sigan viviendo de su privilegio, mientras nosotras nos dejamos manipular. No, no se trata de disfrazar los cuernos de las relaciones monógamas con un atuendo hípster, sino de romper de verdad con el engaño de Barba Azul, de alzar la voz frente a sus mentiras y sus medias verdades. Se trata de generar vínculos basados en la confianza, la honestidad y la igualdad. No en legitimar su conducta de siempre.

Si la monogamia, como destaca Brigitte Vasallo, se apoya en la exclusividad de las relaciones, que nos lleva a dejar de lado a amistades y a nosotras mismas por él y sus necesidades, la ruptura con este sistema nos llevara a cuidarnos y a mantener esos vínculos de amistad.  Quizás la forma de mantenernos a salvo de las relaciones tóxicas sea a través de la sororidad, a través de tomar conciencia política de estas violencias. Quizás sea preciso desatar una cólera colectiva, como menciona Pinkola en otro pasaje de su obra, una cólera que nos una a nosotras para enfrentarnos al sistema, que nos cosifica, nos violenta y nos daña. Quizás el mejor remedio frente a Barba Azul sean nuestras compañeras y hermanas que, como en la historia, vienen a avisarnos de que se acercan ya nuestros hermanos para acabar con el tirano, con la relación tóxica. Cabe recordar que Pinkola interpreta a los hermanos del cuento como esa fuerza interior que nos hace romper el vínculo y la sumisión, que nos hace gritar que ya basta. Esa fuerza que se despierta en nosotras, apoyadas por nuestras compañeras, para hacer frente a la violencia del amor romántico, hacer frente a los vínculos basados en un sistema patriarcal, que sigue poniéndonos en el papel de cuidadoras, de auditorio, de objeto sexual, de madres. Al final, para enfrentar nuestras vidas desde nosotras mismas y no desde ellos.

Silvia Federici en su obra Calibán y la bruja muestra cómo se genera el control sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres como uno de los instrumentos de implantación del capitalismo, que condujo a la caza de brujas. Se sentenció a la mujer a vivir sumisa, a estar atada al varón y se prohibió otras formas de sexualidad y de afectividad que se habían dado durante la Edad Media, herederas del paganismo. La monogamia se asienta ahí, pero solo para la mujer, ya que se permite y se legitima que los varones tengan varias relaciones aparte de su pareja. Esto conlleva que el hombre ejerza un privilegio, que lo coloca en una posición de superioridad sobre la mujer. La monogamia se convierte en un mandato social que se acepta sin darnos cuenta y que nos lleva al castillo de Barba Azul. La ruptura con ese control pasa por ponerlo sobre la mesa y por desmantelarlo, a pesar de las dificultades. Como afirma Vasallo:

“Si la monogamia es un mandato, la subversión es contra la naturaleza del mandato mismo, contra la inevitabilidad del orden de las cosas. El trabajo vital que afrontamos es contra la imposición de un sistema que delimita nuestros deseos, nuestros espacios corporales, nuestras posibilidades y proyecciones emocionales, y que nos obliga a quedar ancladas en una única opción. (…) Tener varias relaciones sexo-afectivas simultáneas es solo un aspecto formal y visible de un inmenso entramado que, si no desmantelamos, solo reproduce el mismo sistema con otro nombre2”, escribe Vasallo en El poliamor ‘is the new black’, artículo publicado en el monográfico de Pikara Magazine sobre amor romántico.

Vasallo critica tanto el sistema monógamo como las prácticas poliamorosas cuando esconden lo mismo de siempre, cuando nos vuelven a atar a relaciones tóxicas que consentimos por la construcción social y política que pesa sobre nosotras. Si queremos romper con Barba Azul no vale solo con ampliar el número de relaciones. Ya sabemos que no se cambia un sistema que nos ha construido de la noche a la mañana, como bien muestra que sigamos cayendo en las redes y manipulaciones de los hombres. Pero, si se visibiliza el problema, si abrimos la puerta del sótano, damos el primer paso hacia esa ruptura. Quizás la ruptura no sea saltar de una relación a otra o mantener varias a la vez, sino construir relaciones, como ya se ha marcado, desde el afecto real y desde los cuidados. “Acompañarnos –dice Vasallo– en nuestros caminos, en nuestros pasos y saltos, amarnos desde gestos pequeños y construir dúos, tríos, o redes desde otros lugares que sean liberadores, espacios amorosos en los que dejarnos caer, temer, sufrir y también acertar, transformarnos y construirnos es, tal vez, nuestra apuesta más radical”, escribía la autora en el mismo artículo.

Esas redes de las que habla Vasallo, esa cólera colectiva que propone Pinkola las he encontrado en mis compañeras, hermanas y amigas. Por ello este artículo se lo quiero dedicar a ellas, quiero que sea una carta de agradecimiento por estar allí cuando he caído de lleno en las garras de Barba Azul, por enseñarme que hay formas de querer sin dañar y que se puede romper con el sistema de manera radical, escapando, a veces, de las nuevas trampas que nos pone en el camino con nombres hípster. Pero no creo que se trate solo de mi vida privada, creo que lo personal es político y que estas violencias, las manipulaciones, el caer en el rol de cuidadora y un largo etcétera, están presentes en la vida de la mayoría, si no de todas, las mujeres. Por ello mismo somos todas mujeres salvajes que buscamos acabar con la habitación del sótano y acabar también con el condicionamiento que nos lleva a pensar que su barba no es tan azul.

Clarissa Pinkola Estés, en su obra Mujeres que corren con los lobos, hace un análisis de varios cuentos populares de distintos lugares en clave feminista. No deja de sorprender que realice esa lectura precisamente de unos relatos que, por regla general, han estado muy marcados por el machismo. Pero su interpretación encaja con las historias que elige, lo que me lleva a pensar que, desde siempre, se enunciara o no, la lucha de las mujeres ha estado ahí. No somos ni hemos sido nunca esos sujetos dóciles ni frágiles que bajan la cabeza ante el mandato patriarcal, a pesar del peso que tiene la construcción de la subjetividad en el ser humano. Sí, a pesar de que el poder nos penetra, nos construye, como ya marcaron autores como Foucault o Silvia Federici, las mujeres y las disidencias han estado siempre ahí. Quizás ese sea el motivo de que en los cuentos populares encontremos esas mujeres salvajes, que nos muestra Pinkola. Quizás sea también la causa de que muchas de las revueltas, de las que habla Federici en su obra Calibán y la bruja, fueran llevadas a cabo por mujeres. Y quizás sea el mismo motivo que nos lleva a alzar la voz contra las violencias que sufrimos en nuestras relaciones afectivas y afectivo-sexuales.

No pretendo negar que haya un peso del sistema patriarcal en nosotras mismas. El sistema construye sujetos dóciles, las relaciones de poder nos penetran y nos conforman. Pero ante este poder, que se cuela en nosotras y nosotres, existe la resistencia, existe la sororidad, el alzar la voz. Ante estas relaciones de poder que nos asfixian, que nos violentan y nos silencian, siempre queda levantarse, librarse de su normatividad y de su violencia, incluso de aquella que tenemos interiorizada. Sé que luchar contra lo que yo misma he interiorizado del sistema cuesta. Sé que tengo conductas racistas, capacitistas, machistas. Sé que me tengo que revisar constantemente. Pero también sé y espero que mis luchas y las de mis compañeras debiliten esas relaciones de poder, que los hilos que nos atan se vayan relajando y nos permitan mayor libertad, que nos permitan una vida digna de ser vivida y unos vínculos afectivos que no nos dañen.