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No vale lo mismo la muerte de una víctima que la de su verdugo

El pasado 29 de julio fue asesinada Dolores Moya González, en Serra (Valencia). Su marido, Marcos Cabo, de quien se estaba separando, habría rociado la vivienda con gasolina y le habría prendido fuego. Ella quedó atrapada en el baño. Días después, él se suicidó en la cárcel de Picassent, donde permanecía preso por orden judicial, acusado de asesinato.

El pasado 5 de agosto fue asesinada Maryna, en Castelldefels (Barcelona). Desconocemos sus apellidos porque la policía no se dignó en facilitarlos ni los medios de comunicación en averiguarlos; su origen bielorruso y que hubiera ejercido la prostitución seguramente influyó en que la identificación fuera de andar por casa. Su pareja, Ricardo Fernando, la mató a tiros a ella, a la hija de 7 años y al hijo de 12 que tenían en común. Después, se suicidó.

Los ayuntamientos de las localidades en donde tuvieron lugar los asesinatos machistas decretaron luto oficial por todas las personas “fallecidas”, incluidos los presuntos asesinos (...con todas las papeletas de ser asesinos a secas).

En el caso del consistorio de Serra, en una sesión conjunta y aprobada por unanimidad, el Pleno decretó un día de luto oficial “ante los hechos acontecidos desde el pasado 29 de julio, con el fallecimiento de la exedil Dolores Moya, y el hecho ocurrido ayer [por el domingo, 9 de agosto, en referencia al suicidio de su presunto asesino], en el que resultó el fallecimiento de su esposo y concejal electo en estas elecciones locales de 2015, Marcos Cabo, los dos miembros del grupo político municipal de Esquerra Unida de esta corporación”. Por otro lado, las banderas del Ayuntamiento ondearon a media asta al conocerse el suicidio del hombre, “hecho que no ocurrió con la muerte de la exedil de Esquerra Unida”, como advirtió el diario Levante.

El Ayuntamiento de Castelldefels, por su parte, lamentó “la muerte de una familia” y decretó tres días de luto oficial. Como si fuera una familia bien avenida en la que, ya se sabe, estas cosas pueden llegar a pasar...

Antes de que las instituciones conviertan esta práctica en tendencia y después en costumbre, alertamos sobre lo siguiente: los lutos conjuntos equiparan a víctimas con verdugos y hacen que el reconocimiento social de las víctimas se diluya. La que tendría que ser una rabiosa e indignada repulsa colectiva a la violencia de género –porque las mujeres deberían ser las dueñas de sus vidas y porque sus muertes son evitables– se torna entonces una muestra de congoja por la desaparición, tan cruel como incomprensible, de una desdichada pareja vecina del pueblo. La conmoción y la pena se acentúa aún más si el hombre acaba también con las criaturas que tenía con la mujer, como en el caso ocurrido en Castelldefels.

Por otro lado, que los ayuntamientos expresen el duelo por la muerte de todas las personas 'en general' –ya sean asesinadas o presuntos asesinos– y no se posicionen del lado de las víctimas deja en evidencia su complicidad con los crímenes machistas. Llamar a la ciudadanía a que llore asimismo la muerte de los verdugos representa una nueva forma de maltrato hacia las víctimas, esta vez institucional y social. Además, es irresponsable y denota una alarmante falta de conciencia frente a la desigualdad, la discriminación y la violencia contra las mujeres. ¿Qué harán estos ayuntamientos para combatirla si ni siquiera son capaces o no tienen la voluntad de reconocerla? ¿Qué transformaciones de calado abordarán a favor de los derechos de las mujeres cuando se niegan a honrarlas en un sencillo acto simbólico?

Miguel Lorente, experto en violencia de género, subraya que, en nombre de la neutralidad, los “posmachistas” dicen que “ellos no quieren beneficiar a hombres ni a mujeres, que buscan lo mejor para todos”. Lorente destaca también que para ellos “todo lo que sea corregir la desigualdad, que lógicamente se dirige a atender a las mujeres que sufren sus consecuencias, es presentado como un ejemplo manifiesto de desigualdad, por no contemplar dentro de esas medidas a los hombres”. En el adiós conjunto a todas las personas “fallecidas”, los ayuntamientos se escudan precisamente en la neutralidad y en el tratamiento igualitario –qué ironía–, recurriendo así a estrategias propias del patriarcado. Pues bien; de sobra sabemos que no se puede desmontar la casa del amo con las herramientas del amo. También, que “si eres neutral en situaciones de injusticia has elegido el lado del opresor”, según las palabras de Desmond Tutu, clérigo opositor al apartheid, que tanto circulan hoy por las redes sociales.

Otra conducta que Lorente tacha de “posmachista”, y que hace que estos consistorios le hagan la ola a los asesinatos, es “generar cierta confusión y desorientación, porque esa desorientación se traduce en duda y la duda, en una distancia que lleva a que la gente no se posicione respecto al tema en cuestión”. Con su pretendida actitud neutral, los ayuntamientos de Serra y Castelldefels enturbiaron la realidad de la violencia de género y vertieron sobre ella interrogantes y desconcierto. ¿Cómo va la ciudadanía a tomar conciencia sobre la violencia machista si las instituciones le indica que todas las muertes valen lo mismo? ¿Cómo se va a implicar en combatirla activamente si quienes tiene por garantes de sus derechos le dicen que es igual ser una mujer –niña o niño– asesinada que un hombre asesino?

No son de extrañar las declaraciones del vecindario, en plena consonancia con lo que provocan las conductas de sus dirigentes políticos. Por un lado, están las citas que encierran extrañeza y desorientación: “Era una familia muy bien avenida”, “Es un chico maravilloso, buena persona donde la haya. Y enamorado de su mujer”, “En la política era la más valiente del pueblo. Decidida, con las ideas claras; le podía plantar cara a lo que fuera y a quien fuera”. Por otro lado, están las opiniones que siembran dudas: “Se peleaban los dos, pero los dos, ¿eh? Tanto él como ella. Se insultaban mucho”, “Nadie sabe lo que pasa de puertas para adentro de una casa”. Finalmente, figuran las palabras que culpabilizan a la víctima: “Quién sigue con alguien que, además de golperla, tiene pistola en casa...”. La lectura que hace la ciudadanía es, en definitiva, que la violencia de género es un problema privado, que las mujeres se lo han buscado y que los hombres que asesinan no están en su sano juicio; pobres. Habida cuenta de estas valoraciones, es lógico que la opinión pública tienda a equiparar todas las muertes.

Igualmente preocupante es el análisis sobre el suicidio del presunto asesino de Dolores Moya González. “Se le ha juzgado sin juicio y no ha podido soportarlo”, lamentaba una mujer. “Lo cierto es que buena parte de los vecinos no quiere creer en la responsabilidad de Cabo en el asunto y responsabilizan a agentes externos como la Guardia Civil, la jueza, o la prensa, de que el regidor de esta localidad decidiera suicidarse”, recoge el diario Levante.

Lo que ocurre es que el suicidio machista no tiene sus raíces en un temor al escarnio público ni en una impotencia infinita porque el presunto asesino crea que la justicia se ceba con él. Es otro el motivo que le lleva a quitarse la vida: desaparecido el objeto de dominación, su existencia deja de tener sentido. “El agresor sistemático de una mujer está convencido de que está haciendo lo correcto. No teme especialmente el juicio social, y no tanto la cárcel, como para suicidarse (...) Casi todos los agresores matan a la mujer después de que ella haya decidido abandonarles. Es la pérdida de control lo que precipita el asesinato y también el suicidio posterior. En violencias sistemáticas, el agresor machista ha construido su universo vital prácticamente alrededor de la dominación traumática de una mujer. Cuando es prolongado, el sometimiento de otro ser humano es el referente que le otorga significado primordial a su existencia”, aclara Andrés Montero Gómez. Esto vendría a explicar que el 74% de los hombres que matan a su pareja o expareja se entregue voluntariamente y que un 16% se suicide. “El suicidio machista es una expresión más de la violencia hacia la mujer”, zanja el expresidente de la Sociedad Española de Psicología de Violencia.

Las instituciones del Estado deben conocer la realidad de la violencia contra las mujeres para poder enfrentarla y, como les corresponde, garantizar sus derechos humanos. Hace diez años que entró en vigor la Ley Integral contra la Violencia de Género, que ya podría estar dando sus frutos. Lejos de eso —da vergüenza pensar en los recursos y esfuerzos desaprovechados en todo este tiempo—, nos encontramos con que las administraciones no han entendido, siquiera, la teoría.

El Ayuntamiento de Serra decidió que hasta que no se abriera el secreto sumarial “no iban a condenar lo que a ojos de otras instituciones, como la Generalitat, era un caso de violencia de género”. El Consistorio mantuvo que “las cosas se ven diferentes cuando las tienes tan cerca” y que “cada administración tiene libertad para decretar lo que considere”. Asusta mucho que la arbitrariedad juegue un papel importante en la identificación de la violencia, tanto como que la cercanía del presunto asesino a los cargos de poder sea determinante. Así, ¿cómo se va a situar la ciudadanía del lado de las víctimas si todas las señales de 'la gente que entiende' indican que la violencia de género es una cuestión de opiniones y que todas ellas son válidas?

Otro hecho que engordó el galimatías fue que la misma dirección autonómica de Esquerra Unida sí se posicionara ante los acontecimientos. Ya cuando Cabo fue detenido como presunto autor de la muerte de su mujer, la coordinadora de Esquerra Unida del País Valencià anunció que le suspendían de la militancia y que, de confirmarse los hechos, le reclamarían el acta de concejal. Marga Sanz justificó así esta decisión: “Los cargos públicos han de ser en todo momento un ejemplo de comportamiento ético y referentes incuestionables para la ciudadanía”.

El duelo público y colectivo es crucial para combatir de raíz aquello que mata y restablecer la justicia social. “Es una herramienta liberadora y sanadora que reconoce la vulnerabilidad de todas las personas” y permite que la sociedad empatice con las víctimas y sus seres allegados, como apunta la socióloga mapuche Leandra Leiva Macías. Las instituciones son conscientes de ello. Por eso guardan luto en memoria de la familia arrollada por un conductor borracho, en recuerdo del hincha de fútbol asesinado por un fanático del equipo rival o celebran funerales de estado si unos yihadistas segan la vida de nuestras conciudadanas y conciudadanos. A todo el mundo le parecería reprobable que esos duelos oficiales incluyeran el homenaje al conductor borracho, también fallecido en el accidente, o a los yihadistas que se inmolaron después de detonar las bombas. Porque no vale lo mismo la muerte de una víctima que la de su verdugo. En el caso de los asesinatos machistas, tampoco.

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