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Opinión - Déjenme soñar. Por Rosa María Artal

La acusación popular: injerencia política en los casos más mediáticos o garantía de que salgan adelante

Pedro Fernández y Javier Ortega Smith, representantes de la acusación popular de Vox en el juicio del procés.

Elena Herrera

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La causa contra Begoña Gómez, mujer del presidente del Gobierno; la trama Koldo sobre supuesta corrupción en la compra de mascarillas, el procés, los ERE fraudulentos de Andalucía, la guerra sucia contra ETA de los GAL, el caso Gürtel sobre la financiación irregular del Partido Popular, el fraude fiscal de la pareja de Isabel Díaz Ayuso o las tarjetas black de Caja Madrid. Y así, una larga lista. 

Son procedimientos judiciales de gran relevancia pública y que tienen, además, otro elemento en común: fueron o están siendo impulsados —total o parcialmente— por acusaciones populares. Una figura jurídica que la Constitución define como un derecho de la ciudadanía a “participar en la Administración de Justicia” sin ser una víctima directa del delito, pero que genera controversia cuando es utilizada con intereses más encaminados a la propaganda o la obtención de información sensible que a la defensa de la legalidad. 

El debate —recurrente en los últimos años— lo ha puesto de nuevo encima de la mesa el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. Durante su discurso en la Apertura Judicial y ante las principales autoridades del ámbito de la Justicia, pidió hacer una “reflexión” sobre una figura “positiva” pero que puede tener un interés “perturbador” cuando se promueve con fines “privados, políticos, religiosos o mediáticos”. Las palabras de García Ortiz se interpretaron en sectores de la judicatura como una suerte de balón de oxígeno para Pedro Sánchez ahora que su mujer está siendo investigada en una causa impulsada únicamente por varias acusaciones populares vinculadas a la extrema derecha

En realidad, el debate lleva abierto más de dos décadas. Desde que PP y PSOE firmaron en 2001 el Pacto de Estado de la Justicia, ambas formaciones han tratado de limitar esta figura cuando han estado en la Moncloa. La hemeroteca recoge intentos en 2011, en 2013 y, el más reciente, en 2020 cuando el Ejecutivo de Sánchez propuso impedir a los partidos y sindicatos personarse como acusación popular y establecer un catálogo de delitos en los que se puede utilizar esta figura. Ese listado incluía muchos tipos penales relacionados con la corrupción, aunque excluía otros como la prevaricación de funcionarios públicos o la omisión de perseguir delitos. 

Esta última reforma está todavía en tramitación. Pero la controversia en torno a las acusaciones populares ha resurgido de nuevo en pleno auge de entidades de extrema derecha erigidas como auténticas fábricas de querellas. Destaca el papel de Manos Limpias, un pseudosindicato que ha vuelto recientemente a la carga con una batería de iniciativas, sobre todo, contra miembros del Gobierno. Pero también el de entidades ultracatólicas como Abogados Cristianos, Hazte oír o Alternativa Española que llevan años intentando resucitar el delito contra los sentimientos religiosos a golpe de titular. 

Un instrumento “útil”

Sin embargo, las acusaciones populares también han permitido el impulso de investigaciones ante estrategias más cautas e incluso de inacción por parte de la Fiscalía. Una realidad que lleva a jueces, abogados y juristas consultados por elDiario.es a defender su “utilidad” a pesar del riesgo de que asociaciones o partidos la empleen para instrumentalizar procesos judiciales según sus intereses y de que su utilización torticera pueda derivar en cierta injerencia política en los casos más mediáticos. 

“La acusación popular mal ejercitada puede provocar excesos y distorsiones porque hay quien la usa para darse notoriedad o instrumentalizar la Justicia. Pero es un instrumento del que no se puede prescindir porque así lo dice la Constitución y porque en muchas ocasiones ha demostrado que es útil”, sostiene el magistrado Miguel Pasquau, miembro de la Sala Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Una utilidad que, a su juicio, radica en la importancia de evitar el “monopolio” de la acción penal por parte de la Fiscalía, especialmente ante intereses colectivos y delitos que no tienen una víctima directa. Y cita como “ejemplo más claro” la prevaricación, uno de los tipos penales más habituales en los casos de corrupción.

Noemí Jiménez Cardona, doctora en Derecho e investigadora posdoctoral en la Universitat de Barcelona, apunta que “suprimir, sin más, la figura del acusador popular” supondría “atentar directamente contra el derecho de participación ciudadana” reconocido en la Constitución“ y, además, podría ”desequilibrar los pesos y contrapesos“ del sistema. ”Facilitar el acceso de  cualquier ciudadano al proceso para sostener una acusación ante la sospecha de la comisión de un hecho delictivo es una garantía con la que contrarrestar hipotéticas inacciones del acusador público“, defiende esta experta.

“Desde el punto de vista de calidad democrática tenemos un instrumento heterodoxo en el ámbito europeo [donde no existe esta figura] pero que ha servido para mejorar e impulsar muchas investigaciones. Hay acciones que se ponen en marcha gracias a la acción popular. Especialmente, en casos de corrupción o delitos medioambientales, donde hay miedos o condicionantes que hacen que la Fiscalía no actúe o que un particular se sienta solo y tampoco acceda a dar el paso de denunciar”, añade Juan Moreno, letrado de Izquierda Unida que ejerció la acusación popular en casos como el de los papeles de Bárcenas y que ahora es asesor en el Grupo Parlamentario de Sumar. 

Una opinión similar expresa el empresario Gonzalo Postigo, que era presidente de la Confederación Intersindical de Crédito (CIC) cuando esta entidad ejerció la acusación popular en causas muy mediáticas como la de las tarjetas black de Caja Madrid y otra decena de casos relacionados con los desmanes de las entidades financieras. También se presenta como un firme defensor de una figura que, a su juicio, es un “derecho de los ciudadanos” y que, en ocasiones, es “la única vía de poder implantar la Justicia”. 

Una vía que también utilizan muy a menudo las propias formaciones políticas que, paradójicamente, abogan por limitarla cuando están en el poder. Por ejemplo, el PSOE fue acusación popular en la trama Gürtel o el caso Kitchen que afecta al PP. Y el PP en los ERE de Andalucía o el ‘caso Koldo’ vinculados a administraciones en manos de los socialistas. También Vox ganó presencia mediática por sus iniciativas como acusación popular en el procés. Y otras formaciones como la extinta UPyD hicieron de la acción popular prácticamente su razón de ser al personarse en multitud de causas de corrupción. 

Pese a ello, es una figura que “siempre ha sido contestada por el poder político”, dice el abogado Juan Moreno (IU), que defiende que “no hay razones de eficiencia ni de justicia” detrás de las iniciativas para limitarla. Y aunque todas las fuentes consultadas admiten que han existido algunos “excesos” en el ejercicio de la acción popular —sobre todo en los casos más mediáticos—, la mayoría cree que el sistema tiene mecanismos para impedir lo que la jurista Jiménez Cardona define como una “utilización de forma instrumental, con motivaciones espurias y dirigida a satisfacer otras finalidades que nada tienen que ver con los objetivos del proceso judicial”.

“Es un riesgo que sobre todo se materializa cuando la emplean entidades, partidos políticos o asociaciones de todo signo y condición ideológica (...) cuando la finalidad es cualquier otra motivación extraprocesal”, añade esta experta, que apunta que esas finalidades pueden ir desde la obtención de repercusión mediática con tintes electoralistas, a tratar de desplegar una estrategia de desgaste político mediante la conocida “pena de banquillo”, facilitar el acceso a fuentes de prueba y obtener de este modo información o, incluso, utilizarse como una medida de presión para lograr otras pretensiones a cambio de retirar la acusación. 

Los jueces de instrucción, claves

El magistrado Miguel Pasquau dirige la mirada a los jueces de instrucción. Esto es, a los encargados de admitir o no una querella y dirigir la investigación antes de que la causa se archive o vaya a juicio. “El problema está en los jueces de instrucción, que no filtran lo suficiente. Dejan que ruede el balón y esperan a ver cómo avanza la instrucción y si la Fiscalía acaba acusando. Muchas veces, se genera una bola que no conduce a nada. Hace falta un mayor rigor en el momento de la admisión a trámite de una querella, en particular cuando no acusa la Fiscalía y tampoco hay acusación particular”, señala. 

La jurista Jiménez Cardona recuerda, además, que la ley ya prevé diversas medidas que pueden utilizar jueces y tribunales para paliar posibles excesos y usos ilegítimos de la acción popular. Entre ellas, las incompatibilidades que impiden a determinadas personas constituirse en acusadores populares o la fijación de fianzas. No obstante, cree que son medidas eficaces cuando la acción popular recae en personas físicas, pero “insuficientes” en el caso de personas jurídicas que tienen más medios económicos y organizativos. 

Es por eso que esa jurista cree que la tendencia marcada por la reforma de 2020 —que no se llegó a aprobar— puede ayudar a reducir algunas de estas “sombras” al incorporar parámetros que facilitan el “control judicial y la seguridad jurídica”. El anteproyecto imponía, en principio, unos requisitos más estrictos para permitir la entrada en el procedimiento de acusaciones populares. De hecho, Jiménez Cardona defiende que habría sido más acertado someter a esos “estrictos parámetros de control judicial” a partidos y sindicatos en lugar de privarles automáticamente de ese derecho. 

El magistrado Pasquau también se muestra “totalmente escéptico” sobre la eficacia de excluir a las formaciones políticas de esta figura. Cree que podrían sortear esa hipotético veto accediendo a los procedimientos con asociaciones afines a los mismos como ya hacen en la actualidad. Asegura que sería más interesante elevar la exigencia para ver quién puede interponer la acción popular.

“Por ejemplo, que sea una asociación acreditada, consolidada, con cierta implantación y afectada directamente en sus estatutos por el asunto del que se trate”, dice este magistrado. Y, sobre todo, apunta que la responsabilidad es de jueces y tribunales, que tienen en su manos instrumentos contra quienes hacen un “ejercicio abusivo” de esta figura y que permite imponer multas económicas cuando se aprecia mala fe. Así lo hizo el Tribunal Supremo cuando impuso en 2015 una multa de 1.500 euros a Manos Limpias por un “manifiesto abuso de derecho” al querellarse contra dos de los magistrados que habían absuelto a los acusados por el asedio al Parlament de Catalunya. 

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