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Análisis

Agenda setting a la madrileña: cómo aplicar el VAR a Begoña Gómez mientras se hace la ola a Ayuso y familia

5 de diciembre de 2024 22:07 h

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¿Alguien puede imaginar qué pasaría en la España televisada si el Consejo de Ministros adjudicase en plena pandemia un contrato a un amigo de la familia de Pedro Sánchez y, como consecuencia, el hermano del presidente se hubiera llevado una comisión de 283.000 euros?

¿Cómo serían las portadas, editoriales y tertulias radiofónicas? 

¿Cuál sería el debate público en este país si –pongamos por caso– la pareja de Yolanda Díaz hubiese sacado otros dos millones como comisionista de material sanitario y no contenta con ello hubiera defraudado después 350.000 euros a Hacienda

¿Cómo se trataría en los medios que el jefe de gabinete del mismísimo Sánchez amenazase a un diario con cerrarlo y semanas más tarde se dirigiera en las redes sociales al fiscal general del Estado advirtiéndole de que si lo cita a declarar, la sexta autoridad del Estado irá “pa’lante? 

Todo lo anterior y bastantes cosas más pasan en el mismo país que debate sin descanso sobre si la esposa del presidente del Gobierno debió dejar las actividades académicas que venía ejerciendo desde mucho antes de que su marido aterrizase en la Moncloa. 

Aunque alguna gente va a leerlo así, este no es un artículo para defender a Begoña Gómez. Es difícil de discutir que se pueden poner reparos éticos a que la mujer del presidente tenga conversaciones con empresas que dependen del Gobierno (fundamentalmente, todas), aunque el supuesto beneficio económico para Begoña Gómez no dependa de ellas y su sueldo total en el máster, donde solo cobra por dar clases, sea de 8.000 euros anuales.

También es indudable que la historia, aunque penalmente acabe en nada como pronostican la mayoría de juristas, tiene interés periodístico. Un juez (muy dudoso en sus prácticas, pero juez al fin y al cabo) ha imputado a la mujer del presidente en una investigación sin fin donde las primeras noticias le atribuían formar parte de la trama de Koldo y Ábalos, después haber sido clave en el rescate de Air Europa y últimamente ejercer de codirectora de una cátedra en la Universidad Complutense, por la que no cobra y en la que colabora desde hace una década. 

No contribuye a rebajar el ruido que una empleada de Moncloa se haya implicado, enviando un correo electrónico, en los trámites de la cátedra universitaria de Begoña Gómez. Aunque solo fuesen un par de mails.

Todo eso es noticia por más que se pueda cuestionar la justicia creativa desplegada por el juez Peinado para imputar a la esposa de Sánchez, acudir a Moncloa a tomarle declaración e incluso citar al propio presidente en calidad de marido. Incluso si se comprobase que Peinado está prevaricando.

Este artículo no va de Begoña Gómez, sino de las diferentes varas de medir de los medios y de cómo la configuración de lo que los académicos llamaron hace décadas “agenda setting” (los temas que elige la prensa para situar en el debate público) no solo no es inocente, sino que tiene una incidencia directa en lo que votan los ciudadanos y, por tanto, en la evolución de las democracias.

En las últimas municipales y autonómicas, por ejemplo, todo el debate político se centró en el papel de Bildu como socio de Gobierno y el famoso “que te vote Txapote”. Esos comicios que decidían los gobiernos de 12 comunidades autónomas y más de 8.100 ayuntamientos se plantearon en muchos medios de comunicación con sede en Madrid como una primera vuelta para hacer caer al Gobierno. Año y medio después, todas las coaliciones de PP y Vox en las autonomías (el modelo que se planteaba como alternativa para La Moncloa) han saltado por los aires y puede que algunos valencianos estén echando de menos ahora que aquella campaña no se hubiera ocupado de asuntos relacionados con la gestión autonómica.

Cualquiera que repase las principales radios, televisiones y diarios puede concluir sin ningún esfuerzo que la agenda setting en España no solo está clamorosamente sesgada hacia la derecha, sino que un buen número de medios de comunicación consideran que su tarea más urgente es echar a Pedro Sánchez.

Cómo, si no, puede explicarse, que el país entero con sus tertulias, radios y columnas de opinión esté debatiendo sobre Begoña Gómez y sus negocios de 8.000 euros anuales mientras parece haberse decretado el silencio sobre las relaciones de la pareja de Ayuso y el grupo sanitario Quirón, uno de los principales contratistas del Gobierno madrileño, que le paga millones y millones de euros al mismo tiempo que el novio comisionista le factura centenares de miles de euros a cambio de presuntos estudios y supuestas certificaciones de calidad.

Es frecuente escuchar o leer a los articulistas que menos fe demuestran en las maniobras del ya archi famoso juez Peinado que la cuestión de Begoña Gómez, quede ya como quede el asunto en los tribunales, tiene una dimensión moral que lo hace noticioso.

Es cierto, aunque convendría recordar que los baremos éticos no se rigen por unidades de medidas científicas, como el kilo o el metro cúbico. Cada sociedad establece los suyos en función de sus valores, de su conciencia democrática, de sus antecedentes históricos… Lo que sería aconsejable es que el listón fuese el mismo para todos, de lo contrario se corre el riesgo de establecer obligaciones diferentes para partidos que concurren a la misma competición electoral, lo que a su vez supone el camino más corto para desvirtuar la democracia. 

En muchos países, por ejemplo, la carrera de un dirigente público terminaría para siempre si se conociese que ese político, cuando ya estaba en las instituciones, mantuvo una relación de amistad y viajes pagados con un narcotraficante. No parece el caso de España ni de la prensa conservadora que acostumbra a cambiar los listones éticos dependiendo de a quién afecten y a ser mucho más condescendiente si el político es de derechas.

Diarios y tertulias muy influyentes en la derecha llegaron a pedir la dimisión de Mónica Oltra, por supuestamente ocultar desde la Generalitat los abusos a una menor de su exmarido, mientras defendían que Francisco Camps no sabía nada de la corrupción que inundó su gobierno y que Esperanza Aguirre tampoco conoció los manejos de sus dos secretarios generales que acabaron en la cárcel y el resto de altos cargos que acumulan condenas por más de 100 años de prisión.

Ya ni siquiera escandaliza que mientras se analiza cada papel relativo a la cátedra, por la que percibe 8.000 euros anuales la esposa de Sánchez, la opinión publicada en Madrid haya enterrado el cobro de 283.000 euros en comisiones del hermano de la presidenta derivados de un contrato que adjudicó su propio Gobierno en la pandemia a un amigo de los Ayuso. Ese asunto se finiquitó cuando la Fiscalía Europea determinó que no había ilegalidades antes incluso de entrar a investigarlo. Y se echó más tierra sobre él tras el magnicidio de Pablo Casado, quien un día después de pedir explicaciones a la presidenta madrileña fue decapitado con el beneplácito de los mismos medios y periodistas que invocan ahora la dimensión ética de la política en cada céntimo que recibe la esposa del presidente de la misma universidad pública donde llevaba más de una década colaborando. 

Siguiendo esa lógica de “la mujer del César” que se aplica a Begoña Gómez, la pregunta que dejó en el aire Pablo Casado en la Cadena Cope y que precipitó su caída mantiene plena su vigencia: “La cuestión es si cuando morían 700 personas al día se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 euros”.

Por la vía de los hechos la plana mayor del Partido Popular ha dado por hecho que no solo se puede, sino que su obligación era hacer caer al presidente del partido si se atreve a ponerlo en duda.

Sería bueno saber si los mismos medios que han puesto el microscopio a las implicaciones éticas de la actividad universitaria de Begoña Gómez comparten semejante diagnóstico del PP. 

El truco es sencillo: a la izquierda se le exigen estándares éticos de Helsinki. Para la derecha la escala que se maneja es la de cualquier república bananera: “Si no es ilegal…”

La lista de preguntas que puede hacerse cualquiera que se pare a analizar las escaletas de radio y televisión, los editoriales y portadas de los diarios, es interminable. 

¿Puede la opinión publicada asumir como normal que la pareja de Ayuso, más allá del juicio sobre su fraude fiscal confeso, cobre comisiones millonarias de una sociedad administrada por un directivo del grupo Quirón, el gigante sanitario que recibe cientos de millones de euros del Gobierno regional?

¿Resulta creíble escandalizarse con que una asesora de Moncloa mande un correo electrónico a una empresa hablando en nombre de la pareja de Sánchez mientras se acepta con total normalidad que el jefe de gabinete de Ayuso haya asumido sin ningún disimulo la defensa de su pareja comisionista? 

¿Qué pasaría si un alto cargo del Gobierno central amenazase directamente al Fiscal General del Estado, tal y como ha hecho en sus redes sociales Miguel Ángel Rodríguez hace solo una semana? 

¿Tiene algo que ver su bula en la mayoría de medios conservadores con que sea él mismo quien reparte los millonarios presupuestos de publicidad institucional de la Comunidad de Madrid?

El debate sobre el tratamiento del caso de Begoña Gómez en realidad tiene todo que ver con el doble listón que los medios de la derecha utilizan para fiscalizar a unos gobiernos y a otros. El truco es sencillo: a la izquierda se le exigen estándares éticos de Helsinki. Para la derecha la escala que se maneja es la de cualquier república bananera: “Si no es ilegal…”

Por eso se equivoca el presidente del Gobierno con su batalla contra lo que él llama “pseudomedios” o “digitales”. El problema que tiene el Gobierno, y que influye de forma determinante en la democracia, es bastante más grave y complejo: una parte del país, entre los que se cuentan partidos como PP y Vox, fiscales y jueces con sus respectivas asociaciones que se han creído en el deber de salvar a España tras el papel de héroes que algunos le atribuyeron en el procés, y por supuesto buena parte de los medios de comunicación (sobre todo sus dueños y accionistas) han llegado a la conclusión de que el Gobierno es ilegítimo. Este, que nació del 23J, y también los dos anteriores: todos desde que la moción de censura de 2018 descabalgó al PP del poder. Si ese es el punto de partida, se puede entender que cualquier medio es lícito para derrocarlo. Ya sea amplificar querellas de organizaciones ultras, discursos y editoriales en los que se llama tirano, dictador, amigo de los terroristas, político con las “manos manchadas de sangre” al presidente, programas que eran de entretenimiento y ya solo se dedican a zurrarle al Gobierno e incluso otrora intelectuales que hoy atribuyen a Sánchez un plan para que los españoles “perdamos el juicio”.  La frase es literal.

En el país que todo lo mide en metáforas futboleras, la prensa madrileña de derechas (valga la redundancia), que hace la ola a Díaz Ayuso, a su familia y a su jefe de gabinete, se ha puesto a revisar con el VAR cada movimiento de Begoña Gómez.

Con ese indisimulado objetivo de hacer caer al Gobierno, determinada prensa de Madrid improvisa a diario exigentes baremos éticos para Sánchez, su familia y el resto de la izquierda, mientras pasa por alto conductas infinitamente más graves, cuando no directamente delictivas, del círculo más cercano a la presidenta madrileña. 

En el país que todo lo mide en metáforas futboleras, la prensa madrileña de derechas (valga la redundancia), que hace la ola a Díaz Ayuso, a su familia y a su jefe de gabinete, se ha puesto a revisar con el VAR cada movimiento de Begoña Gómez.

El asunto tampoco es nuevo para Feijóo, acostumbrado desde hace dos décadas a aplicar esa ley del embudo. ¿Cómo olvidar que fue él mismo, en 2009, quien pidiese la dimisión del vicepresidente de la Xunta Anxo Quintana al ver publicada una foto del dirigente nacionalista con un empresario de la construcción? Con todos los muertos que tenía en el armario, incluidos los años de viajes al mar y la montaña con el narco Marcial Dorado, Feijóo se atrevió a exigir el cese de Quintana. También entonces la prensa amiga manejó el mismo argumento: “No es ilegal, luego…”

Ni siquiera es la izquierda la única damnificada por la eterna ley del embudo que practican el Partido Popular y algunos de sus más entusiastas opinadores. Viajemos a la Galicia de 2016, a un momento en que asesores y dirigentes populares temían que el despegue de Ciudadanos pusiese en peligro la mayoría absoluta de Feijóo, como había hecho en otros territorios. Había encuestas que daban al partido de Rivera un escaño en Pontevedra que podría resultar decisivo. El episodio puede parecer menor, pero explica bien cómo funciona el sistema. Visto el riesgo que podía suponer Ciudadanos para mantener la Xunta, la prensa amiga de Feijóo rescató un viejo episodio de una candidata semidesconocida del partido de Albert Rivera en Pontevedra que había sido multada dos años antes, cuando todavía no estaba en política, por aparcar en una zona de movilidad reducida con una autorización falsa. El asunto ocupó páginas, más páginas y editoriales donde se repetía el mantra: “No es ilegal, pero…” 

La mujer había pagado la multa antes de entrar en Ciudadanos, pero Feijóo y la trompetería mediática martillearon en aquella campaña: “Quitarles una plaza de aparcamiento me parece que no es muy compatible con pedir la confianza de los ciudadanos”. Lo dijo así, con esas palabras y tono muy grave.

En aquel momento el PP tenía 37 acusados en Gürtel, incluido quien había sido su secretario de organización en Galicia, Pablo Crespo, y había severas sospechas sobre su financiación irregular durante décadas y también sobre los sobresueldos en B que el tesorero había escrito en unos papeles subrayados en amarillo. En Galicia la Justicia ya había condenado a quien fuera su presidente provincial en Ourense, José Luis Baltar, por usar la diputación como si fuera su empresa privada y enchufar a 104 personas de las distintas familias del partido, pero el PP y sus potentes altavoces mediáticos centraron la campaña en si merecía ser votada una persona que dos años atrás había aparcado en una plaza de movilidad reducida. 

Ciudadanos no obtuvo representación, Feijóo revalidó su tercera mayoría absoluta y del discapacitadosgate no se volvió a saber. 

No hace falta recordar a estas alturas tampoco cómo acabó el asuntillo aquel de Gürtel y la condena que todavía hace unas semanas ratificó el Supremo, aunque no encontrase hueco en las portadas de papel de la prensa conservadora que sí reservaron un espacio a Begoña Gómez (igual que hicieron el día que estalló la DANA).

Tampoco debería causar sorpresa si se recuerda que cuando explotó el caso Gürtel con las primeras detenciones, allá por febrero de 2009, la misma prensa de derechas puso el acento en que el ministro de justicia socialista, Mariano Fernández Bermejo, había coincidido en una cacería con el juez del caso, Baltasar Garzón. Aquello fue tal vez el triunfo más clamoroso de la agenda setting de la derecha: lograr que el primer dimitido por Gürtel fuera un dirigente socialista. Imposible de olvidar aquellas jornadas en que Mariano Rajoy en plena campaña gallega, la que llevó a Feijóo a su primera mayoría absoluta, exigía a sus adversarios responsabilidades por Gürtel: “Son las 11 de la mañana y Fernández Bermejo no ha dimitido”.

Una mínima cultura democrática obligaría a que la opinión publicada empezase por reconocer la legitimidad del Gobierno, en lugar de intentar derribarlo por lo civil y por lo criminal

Por ir acabando la columna, claro que el Gobierno de Sánchez, como todos los gobiernos, merece ser fiscalizado y criticado: ahí están todas sus contradicciones con Puigdemont, sus bandazos con la emigración, el abandono del Sahara, sus raquíticas medidas en materia de vivienda que ahogan a una generación entera, y sobre todo el gravísimo caso de corrupción que llegó a alcanzar (presuntamente) en su primer gobierno a quien fue 'número dos' del PSOE y ministro de su departamento más inversor.

Pero antes de fiscalizar todo eso, una mínima cultura democrática obligaría a que la opinión publicada empezase por reconocer la legitimidad del Gobierno, en lugar de intentar derribarlo por lo civil y por lo criminal, incluso alentando y celebrando la violencia física contra sus integrantes, tal y como hemos visto en las últimas semanas en algunas columnas y soflamas radiofónicas.  

La coda tragicómica al debate es ese sector del columnismo canalla que imparte lecciones sobre la necesaria distancia con el poder y proclama que en España el periodismo transgresor y el que se la juega de verdad es el que insulta día tras día a Sánchez o a cualquiera que esté a su izquierda. Repiten eso mientras compran toda la mercancía averiada que produce la factoría Ayuso-Rodríguez.

Para cerrar el artículo igual que arrancó, una pregunta más: ¿Se imagina alguien qué pasaría en España si el presidente del Gobierno se hubiera ido a una comida privada (o pública, en el caso de que lo sea almorzar para ofrecer en persona la dirección de una tele pública que debe adjudicarse por concurso) en lugar de tomar decisiones y alertar a la población en las horas previas a una DANA que se ha cobrado ya 220 vidas? ¿Y si días más tarde el mismo presidente que se niega a dimitir decidiese subir el sueldo a los nuevos consejeros nombrados tras el desastre?