Antisistemas y la crisis de la democracia liberal

La misma noche electoral que consagró el acceso de Donald Trump a la Casa Blanca vio nacer un debate que a día de hoy aún permanece: ¿cuál fue la causa de su victoria? ¿Cómo un político extremista, sin experiencia de gobierno, con un programa errático en lo político y en lo económico, con un discurso abiertamente ofensivo contra las minorías, enfrentado a los medios de comunicación y al establishment político del país había logrado acceder al cargo representativo de mayor poder del país, y seguramente del mundo? ¿Por qué casi 63 millones de norteamericanos decidieron apoyarlo?

¿Fueron fundamentalmente motivos económicos —el declive de ciertos sectores económicos y de ciertas regiones del país y la pérdida de perspectivas y de oportunidades entre determinados grupos de población— los que le dieron la victoria a Donald Trump, o fue esta más bien el resultado de una reacción nativista, xenófoba y autoritaria ante un presente cada vez más complejo en términos culturales, incomprensible para muchos, y la expectativa de un futuro cosmopolita donde el orden y los valores tradicionales pasarán a un segundo plano y acabarán desapareciendo?

Preguntas y controversias similares reemergen cada vez que en este ciclo político nuevos partidos o propuestas rupturistas o contestatarias logran éxitos electorales: el ascenso de partidos de derecha xenófoba en el centro y norte de Europa, el de partidos contra el establishment en el sur o el triunfo de los euroescépticos en Gran Bretaña en el referéndum de 2016 sobre la permanencia del país en la Unión Europea: ¿en qué medida son estos fenómenos una respuesta a las nuevas tensiones de carácter cultural sobre la capacidad de nuestras sociedades de gestionar una cada vez mayor diversidad cultural, sexual o de modos de vida?, ¿o son el reflejo de unos conflictos de naturaleza genuinamente económica que nuestros sistemas políticos están teniendo problemas serios para canalizar de forma efectiva?

Por supuesto, fenómenos tan complejos como estos no se pueden explicar con referencia a una única causa, pero resulta ilustrativo hacer un repaso de cuáles son los mejores argumentos y la mejor evidencia de la que disponen los defensores de cada una de las dos principales hipótesis que explicarían el auge de estos movimientos antisistema: la de la reacción cultural o la del estancamiento económico. 

La definición de los movimientos “antisistema”: ¿otra forma de decir populismo?

Conviene decir algo sobre los criterios que usaré para catalogar a un movimiento, un candidato o un partido político como “antisistema” en el contexto actual. Propongo una definición blanda, sencilla, que no implica connotaciones normativas de ningún tipo, y que es empíricamente operativa: llamo “antisistema” a todos aquellos ejemplos de oferta política novedosa que tienen como centro de su discurso la crítica no solo a las políticas públicas y los actores políticos existentes, sino hacia el orden económico y político que las sostiene.

Contra muchos de los significados que se dan a “antisistema”, esta definición no exige ni que las estrategias de estos movimientos sean violentas, antidemocráticas, o directamente ilegales —de hecho, una característica de los estos nuevos movimientos es que su acción política es presentada como perfectamente compatible con el marco procedimental de la democracia liberal en la que operan—, ni tampoco la adscripción a un programa político determinado, pues el mínimo común denominador en el contenido ideológico de sus propuestas es prácticamente inexistente. Ya sea en términos del papel que ha de jugar el Estado para regular la actividad económica y corregir las desigualdades, de reconocimiento de derechos a las minorías o los migrantes o de extensión de las libertades civiles, la heterogeneidad entre los partidos “antisistema” es incluso mayor que la que hay entre los partidos del “sistema”.

Esta definición sirve también para mostrar por qué trato de evitar la etiqueta de “populista”, ampliamente usada y algunos de cuyos usos podrían en principio encajar en esta definición. Existen a grandes rasgos dos formas de definir el populismo, una como retórica, es decir, como una caja de herramientas discursivas usadas por los líderes políticos para conectar con el electorado, y otra como ideología, como un conjunto de creencias destinadas a guiar la acción de gobierno.

De acuerdo a su primer significado, se hace complicado catalogar fuerzas políticas como “populistas” o “no populistas”: aunque algunos los usen con más intensidad que otros, es difícil encontrar políticos que no hagan apelaciones a los valores del pueblo llano como fundamento central de sus principios políticos.

La canciller alemana Angela Merkel, una de las políticas actuales que muchos catalogarían como la perfecta antítesis del populismo, usó repetidamente los principios con los que las amas de casa tradicionales del sur de Alemania gestionaban la economía familiar (“uno solo tiene que preguntar al ama de casa suaba para saber que no se puede vivir por encima de sus posibilidades”) como argumento en defensa de las controvertidas políticas de austeridad, que eran, de acuerdo a este ejemplo, a la vez antídoto y remedio a la crisis económica.

Si por el contrario entendemos populismo como una ideología, nos enfrentamos con el problema de que el mínimo común denominador programático de todos estos movimientos es un conjunto extremadamente pequeño de ideas, algunos dirán que hasta vacío, que apenas sirven para caracterizarlos. Entre este mínimo común denominador se suelen incluir tres elementos: el antielitismo, una especial dificultad para convivir con el pluralismo político y el rechazo a la existencia de poderes contramayoritarios (Poder Judicial, prensa, organismos independientes…) que limiten o modulen el ejercicio del poder a las fuerzas políticas que ganan las elecciones.

Creo, sin embargo, que estos tres criterios son también problemáticos para clasificar a los partidos como populistas. Respecto al primero de ellos, aunque haya diferencias de grado, la animadversión hacia las elites es casi universal en todos los movimientos políticos que nacen con la aspiración de representar preferencias que, a su entender, no están siendo tenidas en cuenta por el sistema político existente.

Partidos que hoy en absoluto clasificamos como populistas, como los socialistas que irrumpieron en los sistemas políticos occidentales a finales del siglo XIX o los partidos ecologistas que aparecieron en algunos países de la Europa occidental en el último tercio del siglo XX, tenían como parte central de su discurso el rechazo a las elites políticas del momento, a las que hacían responsables de la incapacidad de los sistemas políticos para canalizar las demandas de las nuevas realidades sociales.

El segundo criterio que se usa para definir el populismo es el de enfrentarse con el pluralismo político. Aunque es cierto que los nuevos movimientos y candidatos a los que se aplica la etiqueta de populistas suelen abrazar un discurso que tiende a desdibujar los conflictos de intereses dentro de los diferentes grupos e individuos que constituyen “el pueblo”, esta es una patología que tampoco sirve para discriminar de manera clara entre partidos, pues también los “no populistas” rehúyen de la aceptación explícita de que representan únicamente a ciertos segmentos de la sociedad: no hay partido que renuncie a representar a los obreros, las empresarias, los estudiantes, los jubilados, las mujeres, las trabajadoras cualificadas, los desempleados o los residentes en zonas rurales. En cierto sentido, todos los partidos son hoy partidos atrapalotodo, es decir, tratan de resultar atractivos a todo tipo de votantes y defienden que sus propuestas son beneficiosas para todos los estratos sociales.

Pero igual que nadie cree que estos partidos atrapalotodo son necesariamente hostiles a que existan fuerzas políticas adversarias que representen legítimamente otros intereses, creo que sería igualmente erróneo deducir de las frecuentes apelaciones a la transversalidad en el discurso de los nuevos movimientos políticos una animadversión intrínseca hacia el pluralismo político. Se podría incluso argumentar a partir de la corta experiencia de algunos de estos nuevos movimientos que no han sido particularmente hostiles a la colaboración con las fuerzas tradicionales.

Por poner ejemplos de movimientos clasificados como “populistas” pero con ideologías totalmente opuestas entre sí, en España Podemos y sus aliados alcanzaron las alcaldías de las principales ciudades del país gracias al entendimiento con el PSOE, en Noruega los “populistas” de derecha del Partido del Progreso forman parte de un Gobierno de coalición liderado por los conservadores, y en Italia, en el momento de escribir estas líneas, el Movimento Cinque Stelle está negociando con algunos de sus competidores electorales la formación de un Gobierno de coalición.

El tercer elemento definitorio de la supuesta ideología populista es el rechazo a la existencia de límites institucionales al ejercicio del poder por los que gozan del apoyo popular. Aunque es cierto que la crítica a la excesiva influencia de poderes no democráticamente elegidos (instancias supranacionales, agencias reguladoras independientes, poderes económicos y mediáticos no fiscalizados en las urnas…) suele formar parte del discurso de estos nuevos movimientos políticos, el que haya una considerable variación en la intensidad y centralidad de estos argumentos en sus programas políticos podría poner en cuestión en qué medida es este criterio suficientemente discriminador para diferenciar partidos populistas y no populistas.

Más allá de su retórica, es pronto para evaluar cómo se comportan ante estos límites institucionales al ejercicio del poder una vez que logran representación y comienzan a hacer política institucional, y si hay un patrón general entre todos estos movimientos que los diferencia con claridad de los partidos tradicionales. En todo caso, conviene no olvidar que el caso más flagrante de enfrentamiento abierto (y lamentablemente exitoso) de un Gobierno contra las instituciones contramayoritarias en nuestro contexto más próximo es el del Gobierno húngaro de Viktor Orbán, líder de un partido que hasta hace bien poco se incluía dentro de la familia liberal-conservadora y que, aún a día de hoy, a pesar de su explícito rechazo a la democracia liberal, forma parte del Partido Popular Europeo.

Los argumentos que mostraré en los siguientes capítulos acerca de la emergencia de los movimientos que llamo “antisistema” hacen muy plausible la hipótesis de que al menos en parte las derivas antiliberales que estamos observando en la actualidad tengan también similares causas, pero creo que es un fenómeno que ni está circunscrito a los nuevos actores políticos, ni sirve para caracterizarlos de manera nítida respecto al resto.