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CRÓNICA
“Afortunadamente, vivimos en un Estado de derecho y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley. La justicia es igual para todos”. Lo dijo Juan Carlos I en su discurso de Navidad de 2011. Afortunadamente, la Fiscalía General del Estado ha decidido que no puede esperar más tiempo a ver qué llega de los tribunales suizos o de los medios de comunicación extranjeros y se ha rendido a la evidencia. La Fiscalía del Tribunal Supremo se ocupará de la investigación de las comisiones pagadas por el AVE La Meca-Medina y de la fortuna escondida por Juan Carlos I de Borbón en Suiza. Juan Ignacio Campos, fiscal especializado en delitos económicos, se ocupará del asunto ayudado por otros tres fiscales del Supremo. “Ya era hora”, comentó Idoia Villanueva, responsable de la Secretaría de Internacional de Podemos.
Los indicios acumulados permiten asignar al anterior monarca la condición de presunto delincuente y recordar también que sigue siendo inocente hasta que se demuestre lo contrario. La investigación supondrá la mayor caída a los infiernos de la persona a la que la versión oficial de la Cultura de la Transición™ adjudicó el papel de gran conseguidor de la vuelta de la democracia a España. Pasaron los años, pasaron las décadas, llegó la vida fácil y la fascinación por el dinero, llegó Corinna, y el rey decidió ocuparse de conseguir otras cosas. Para sí mismo.
Una de las grandes instituciones del Estado asumirá la responsabilidad de investigar al anterior jefe del Estado, lo que deja en una posición muy complicada a otra gran institución que hasta ahora había decidido fingir que no pasaba nada: el Parlamento. PSOE, PP y Ciudadanos han vetado en numerosas ocasiones iniciativas relacionadas con las acusaciones dirigidas contra Juan Carlos. No ya comisiones de investigación, sino incluso preguntas que, como es sabido, pueden responderse de la manera que se quiera. “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, dice la Constitución. El sistema político decidió hace tiempo que eso significaba aplicar una suave pero firme mordaza a los representantes de la soberanía nacional. Si no hablas de un problema, no existe.
Hace sólo unos días, el vicepresidente del Congreso, Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, que presidía el pleno en ese momento, ordenó retirar del diario de sesiones unas palabras de la diputada de la CUP Mireia Vehí: “Cuando ayer se supo que la monarquía quería dar un premio a los sanitarios (por el Premio Princesa de Asturias de la Concordia), empezó una campaña en Twitter que decía 'no quiero premios de ladrones'. Sugiero a la señora ministra que si los señores Borbones pasan por el juzgado, vamos a tener más recursos para la educación, la sanidad y para lo que se quiera”.
Más allá de que los números no dan –ni con todo el presupuesto de la Casa Real da para financiar “todo lo que se quiera”– y la opinión que tenga cada uno sobre la monarquía, resulta llamativo que España haya puesto un velo de silencio sobre su funcionamiento como institución durante tanto tiempo. La oscuridad crea monstruos en democracia, lo que quedó demostrado con la actitud de Juan Carlos I en la última década de su reinado y en los años posteriores a su abdicación.
La decisión de la Fiscalía remite de forma específica al tiempo a partir del cual Juan Carlos I dejó de ser rey y por tanto perdió la inviolabilidad, un concepto extraño ya en este siglo porque presupone que el monarca puede cometer delitos, aunque luego no se le pueda investigar. Qué poca confianza en las instituciones. Si los grupos de izquierda reclaman otra vez en el Congreso una comisión de investigación, ya no valdrá el argumento de la inviolabilidad. Tendrán que pensar en otro para rechazar la idea.
Donde menos debería sorprender la noticia es en el Palacio de la Zarzuela. A los pocos días de iniciarse el confinamiento y un año después de enterarse de lo que estaba pasando, la Casa Real procedió a dar el finiquito al padre de Felipe VI, cortándole los fondos anuales que salen del presupuesto del Estado y desligando al actual monarca de sus derechos de herencia sobre la fortuna guardada en Suiza. Era un reconocimiento implícito de la culpabilidad del padre con la intención de salvar al hijo del bochorno.
Como medida desesperada, funcionó, aunque de la reacción del PSOE y el PP se dedujo que les hubiera valido cualquier cosa, excepto que se hubiera empleado el dinero obtenido de forma ilegal para pagar los estudios de las infantas.
La Casa Real salió del shock y, después de un silencio poco explicable en relación al coronavirus y a las medidas extraordinarias adoptadas, organizó para los reyes un largo listado de actividades que al principio –al hilo de estos nuevos tiempos– se limitaron a una videoconferencia tras otra. Pasado un tiempo, han realizado numerosas visitas a todas aquellas instalaciones que tengan alguna relación con la lucha contra la pandemia. El rey no toma decisiones sobre asuntos de gobierno, así que al menos se le tiene que ver.
La implicación de Felipe VI ha tenido algún patinazo de imagen, como su orden o petición a las órdenes aristocráticas para que aporten 38.000 litros de leche y 25.000 litros de “aceite de oliva virgen de la mejor calidad” para las familias necesitadas. No es que esa ayuda sea desdeñable, sino que a estas alturas de la evolución de la civilización la idea de aristócratas repartiendo leche a los menesterosos recuerda demasiado al mundo anterior a la Revolución Francesa.
En el mundo contemporáneo, preguntaron a la portavoz del Gobierno sobre la intervención de la Fiscalía del Tribunal Supremo. No es que María Jesús Montero tuviera que ponerse nerviosa, pero, por la tranquilidad con que respondió, parecía que pedían su opinión a cuenta de un decreto ley sobre ayudas a la agricultura de montaña. ¿Cuál era la frase que llevaba preparada? Efectivamente, “la justicia es igual para todos”. El remedio que nunca falla.
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