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España vuelve a las urnas sin que los partidos difuminen sus líneas rojas para alcanzar acuerdos

No es un sueño que se repita a modo de pesadilla, aunque pudiera parecerlo. Es la España multipartidista. Plural, diversa y políticamente fragmentada. La realidad es esa, que los ciudadanos ya votaron en abril, que a ellos –a los políticos– no les fue bien como lo hicieron y ahora les convocan a repetir de nuevo. Estas elecciones, las segundas en siete meses y las cuartas en cuatro años, se celebran tras un segundo bloqueo. El primero se vivió  después de las generales de 2015. La diferencia es que antaño eran cuatro partidos nacionales los que se repartían los escaños y ahora son seis. Más difícil todavía. Cada vez que se llama a las urnas, aparece una nueva formación política. En abril, fue Vox. En noviembre, Más País. Y el resultado es el tránsito del bipartidismo al bibloquismo.

Parece obvio que el escenario de fragmentación obligará a redoblar las negociaciones si lo que se pretende no es solo una investidura, sino garantizar la gobernabilidad de los próximos años. Pero en el horizonte no hay señales que animen al optimismo. La campaña, que pasará a la historia por haber sido la más corta en democracia –o las más larga, si se toma como inicio el fracaso de la investidura de julio– y por la ausencia de contenidos más allá de agenda catalana, algo de memoria democrática y bastante menos del enfriamiento económico, no ha servido para que los líderes aclaren sus preferencias de pacto sobre una fórmula de gobierno que acabe con la provisionalidad iniciada en 2015.

Ni Pedro Sánchez se ha pronunciado sobre posibles alianzas ni Casado está dispuesto a ninguna abstención patriótica. El resto se ha dedicado a poner condiciones a potenciales aliados. Ningún candidato ha difuminado sus líneas rojas. Y eso que las urnas hace tiempo que enterraron las mayorías absolutas y no parece que esta vez vayan a despejar más que el estricto orden de la posición de cada cual en el tablero. El PSOE quedará primero, sí, pero sin fuerza suficiente para proclamarse vencedor indiscutible porque en un sistema parlamentario no sirve de mucho reclamar el derecho a gobernar solo por haber sido el más votado. Así lo defendía el propio Pedro Sánchez hace tan solo cuatro años, aunque ahora reclame lo contrario, esto es, una abstención masiva que le permita gobernar en solitario por ser primera fuerza, y al margen de los escaños que logre.

La política española sigue dispuesta a ser la excepción europea en cuanto a gobiernos de coalición. Solo Pablo Iglesias, Albert Rivera –en su enésima pirueta por salir de la irrelevancia política– e Íñigo Errejón están por la labor. El primero y el último para un gobierno de izquierdas –con o sin apoyo de los nacionalistas– y al segundo le da lo mismo que sea a diestra que a siniestra. Lo suyo no va de responsabilidad sino de supervivencia ante la descomposición de su proyecto que pronostican las encuestas. Pero ni Sánchez desea una alianza que dependa de un partido cuyo líder ha sido sentenciado a 13 años de prisión por un delito de sedición ni Casado está por la labor, no ya de explorar una gran coalición, sino de una abstención técnica o condicionada a una investidura de Sánchez. Cada escaño que ha subido Vox en los sondeos –y han sido muchos desde que comenzó la campaña– ha alejado las posibilidades del entendimiento entre PSOE y PP por el que algunos apostaban para superar el multipartidismo.

El próximo Gobierno no debiera construirse sobre una exigua minoría que, tras la investidura, sume al resto de partidos en contra del ganador de las elecciones, sino sobre un pacto de largo recorrido que orille intereses personales o partidistas y  garantice la necesaria estabilidad. Lo contrario supondría más bloqueo y quién sabe si una nueva repetición electoral, que ya pocos se atreven a descartar. Y todo aquel que contribuya a ello debería echarse a un lado para dejar paso a otros que estén dispuestos a tejer acuerdos.

La tesis de que estamos ante una generación política fallida está a punto de confirmarse. Tres de los seis candidatos –Sánchez, Rivera e Iglesias– ya fueron en 2015 protagonistas, como después de abril, de una escena de disenso y bloqueo que llevó por primera vez en democracia a una repetición electoral. Una vez, vale. Dos, bueno. Pero, no debería haber lugar a una tercera sin consecuencias. Demasiada broma para un país con tantos desafíos por delante. La crisis catalana, el enfriamiento de la economía, la guerra comercial o las consecuencias del Brexit precisan de dirigentes que estén a altura y, sobre todo, dispuestos a sentar las bases de una nueva cultura política distinta a la del adanismo, el frentismo y el bloqueo.

Así las cosas, si los resultados son de equilibrio entre bloques como se augura,  alguien tendrá que salir de su carril habitual para que haya un Gobierno que pueda gobernar, y no solo residir en La Moncloa. Todo indica que será imprescindible la concurrencia de más de dos partidos, salvo en el caso improbable de gran coalición. La cuestión es quiénes suman para que así sea y si los que lo logren están dispuestos a enterrar toda la miseria de la política que aflora el juego de arañar votos desde la confrontación y los extremos, que es lamentablemente lo que se ha visto durante esta corta campaña, en la que la izquierda ha vuelto a usar el miedo a Vox como reclamo para una participación masiva que, según los expertos, estará por debajo de la de abril y las derechas, a radicalizar su discurso a rebufo de los nostálgicos del franquismo a los que, dicho sea de paso, ellos mismos han blanqueado con sus acuerdos en autonomías y ayuntamientos.

Mal vamos si lo que sale de esta nueva cita electoral es la banalización de lo que representa el partido de Abascal. Ya no es solo la gobernabilidad, sino los avances conquistados durante 40 años y la actual arquitectura constitucional, incluido, sí, el Estado de las Autonomías y hasta la libertad ideológica y el derecho a la información. También nos jugamos eso.