Todo empezó con una plaza llena de gente. La respuesta inicial del sistema fue desdeñosa. Decían que los indignados eran cuatro gatos. Cuando no eran cuatro gatos, dijeron que no representaban a nadie. Cuando se vio que sí representaban a alguien, dijeron que eran peligrosos. Cuando empezó a vislumbrarse que el mayor peligro era no hacer nada ante este desafío, llegó la confusión. ¿Es posible reformar la democracia en España? Ante la amenaza de ruina del edificio, ¿vale con redecorar sus salas más importantes o son los cimientos los que hay que sustituir?
Qué tiempos aquellos en que todo parecía diferente y esas protestas podían ser ignoradas por el poder. ¿Cuándo? Hace sólo 21 meses. Algunas respuestas de entonces dejan ahora en evidencia a sus autores.
Ante la jornada de reflexión (aparentemente un nuevo pilar de la democracia) de las elecciones autonómicas de 2011, el director de El Mundo planteó el conflicto en términos apocalípticos: “Civilización o barbarie”. ¿Quién puede negar ahora que algunos de los rasgos distintivos de esa “civilización” han sido los sobres de Bárcenas, los sobornos de la Gürtel, las comisiones de Urdangarin, la cocaína de los ERE o los espías de Barcelona?
Los partidos políticos y sus diputados aún no tienen todas las respuestas y algunos ni siquiera saben cuáles son las preguntas. La comparecencia de Ada Colau en una comisión parlamentaria sobre la crisis de los desahucios reveló el abismo que se abre ante ellos.
En su intervención, Colau llamó “criminal” al representante de la patronal bancaria por no asumir ninguna responsabilidad, decir que la dación en pago “no resuelve nada” o que el sistema hipotecario es “eficaz”. El presidente de la comisión quiso que la portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca rectificara. Debería de estar agradecida de haber sido invitada. No guardaba las maneras adecuadas. Ellos (los diputados) eran representantes de la soberanía nacional y se sentían amenazados. Colau se negó a aceptar ese discurso.
“Se la sometió a un juicio de la transición. Se la acusó de violenta”, explica Guillem Martínez, coautor del libro 'CT o la cultura de la transición'. “Ese es el marco que ha existido en España. Todo lo que sobrepasa la cultura política española está formado por los violentos, los radicales. Ella no pudo ser sometida a este marco. Lo que ocurrió es que las personas que se manifestaron ante las sedes del PP tenían otra idea de violencia, denunciaban la que ejercen las entidades bancarias”.
Lo cierto es que en otra época, Colau habría sido apartada por los grandes partidos y olvidada por ellos. Pero han perdido la capacidad de imponer los límites del lenguaje político y se han colocado a la defensiva. Cuando se discutió la ILP sobre desahucios en el Congreso la PAH llevaba consigo 1.402.854 firmas. Los mismos partidos que, según Colau, les habían tratado en el pasado con “arrogancia y menosprecio” cambiaron de actitud. El PSOE, que había votado contra la dación en pago, estaba dispuesto a considerar la idea. Y los dirigentes del PP “nos pidieron que saliéramos un momento al pasillo del Congreso”, explicó después Colau, “y nos dijeron que estaban planteando cambiar el sentido del voto y nos intentaban pedir que bajáramos la presión social. Estaban reconociendo que era la presión social la que los hacía replantearse el sentido del voto”.
“No nos representan”
Ya no son sólo los políticos los que marcan lo que puede o no hacerse. Y son más que los manifestantes del 15M o los firmantes de la propuesta de la PAH. El 74% de los españoles cree que el Congreso no representa a la mayoría de los españoles, según un sondeo de Metroscopia publicado en febrero por El País. Es más, el 80% no se siente personalmente representado. ¿Se puede caer más bajo? Parece que sí. El 85% dice que los diputados no desempeñan su trabajo con honestidad, un nivel de descrédito sólo comparable al de los banqueros.
“No nos representan”. No ocurre con mucha frecuencia que una pancarta termine siendo más representativa del estado de opinión de un país que los discursos en la tribuna parlamentaria.
¿Pueden abstraerse los políticos de esa presión social y confiar en que al menos les seguirá apoyando su gente, las bases del partido? No deberían estar tan seguros. El diputado socialista Ramón Jáuregui admite que en muchos temas la moderación de los líderes no es bien recibida: “Cuando discuto con muchas personas, descubro que en las bases hay una posición más rupturista. Citemos el caso europeo, por no citar la monarquía, que es más clásico. Hay una tendencia a un discurso antieuropeo que está aumentando en la izquierda. Y así otros muchos ejemplos. Sí, creo que las bases han cambiado, y no existe la fuerza vertebradora que (los dirigentes) teníamos antes”.
¿Hasta qué punto está corrompido el sistema político para que tanta gente haya perdido la confianza en los políticos y para que la palabra reforma parezca hasta insuficiente? Guillem Martínez lo ve claramente como una crisis sistémica. A diferencia de los bancos, el Estado ya no es demasiado grande para caer, y la corrupción ha dado el tiro de gracia a un proceso de decadencia: “Desde el momento en que comenzó a apuntarse el caso Bárcenas y el caso Urdangarin, todos los profesionales del sistema político sabían que se había acabado, que esto es el fin. Es la explicación de que el sistema es corrupto, no es soberano y actúa sólo en beneficio propio”.
“En fase terminal”
Las críticas más duras a la situación actual no conducen necesariamente a una posición rupturista. El periodista José Antonio Zarzalejos introduce una distinción interesante: el sistema político, que cuenta con mecanismos para su reforma, y el régimen político, “que es el que ha entrado, digamos, en barrena y que está en una fase terminal”. ¿Qué entiende el exdirector del diario ABC por lo segundo?: “Me refiero a funcionamientos y hábitos de las élites dirigentes, no sólo de la política, sino también empresariales, financieras y hasta culturales. Se mueven con unos patrones impropios de un sistema democrático. Nadie se apea del poder. No hay renovación en la clase política, y tampoco en la empresarial. Hay un falseamiento de la democracia. No se atiende a la opinión pública y se la ignora con un cierto despotismo”.
Ante este panorama tan deprimente, parece poco probable que una reforma de la Constitución o de cualquier ley pueda surtir efecto. Es un problema de mentalidad de la clase dirigente. España tiene un defecto estructural en la maquinaria de fabricación de sus élites. La fidelidad al líder, nacional o local, es el activo más poderoso para hacer carrera. La conexión del diputado con sus votantes es entre reducida y nula. Los rebeldes son expulsados de las listas electorales. Los puestos de mando intermedios en la Administración son utilizados para alimentar una amplia red clientelar. En algunas CCAA, hasta los empleos de conserje se conceden a las personas conectadas con el partido, aunque sea sólo vía familiar.
Y, como decía Zarzalejos, el problema no se reduce a los políticos. Un personaje como Gerardo Díaz Ferrán, hoy en prisión, llegó a ser presidente de la CEOE. En cuanto a la falta de relevos en la cúpula, hay pocos ejemplos tan llamativos como el de Cándido Méndez, que lleva casi 19 años al frente de UGT. No hay que saber mucho de sindicalismo para saber que será reelegido de forma abrumadora. Y en cuanto a niveles astronómicos de negligencia, pocos pueden superar a los financieros y políticos que hundieron a las cajas de ahorro y que vieron premiada su incompetencia con indemnizaciones millonarias.
No va a salir una nueva generación de los políticos en cuestión de meses, pero las posibilidades de mejora aumentan si se cambia la forma de elegirlos. El financiero César Molinas provocó una intensa discusión con un artículo en el que decía tener el remedio para acabar con las llamadas “élites extractivas”. Todo se solucionaría con el sistema electoral británico: “Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan las urnas está menos mediatizada”.
La letra suena bien, pero la melodía desafina. El sistema británico no impidió la extensión de privilegios en una casta desconectada de sus votantes, como demostró el escándalo de los gastos de los parlamentarios. Los beneficios existen pero al precio de reforzar el bipartidismo. Hacerlo en la época en la que el PP y PSOE están viendo erosionada su base electoral no parece muy inteligente. O sí lo es, si la única prioridad es salvar al bipartidismo de sí mismo.
Hay algo más importante: en el Reino Unido el Parlamento es el auténtico centro de la vida política nacional. Pongamos un ejemplo. El viernes 23 de febrero pasadas las diez de la noche, la agencia Moody's quitó a la deuda soberana británica la calificación AAA. El lunes a las tres y media de la tarde, el ministro de Hacienda compareció en la Cámara de los Comunes a petición propia para hacer una declaración sobre la política económica del Gobierno y responder a las preguntas de los diputados. Sólo habían pasado 63 horas. Algo así sería imposible en España. Los gobiernos mantienen controlado al Parlamento. No quieren sorpresas.
Cambios constitucionales
Casi cualquier llamamiento a reformas estructurales pasa por cambios constitucionales. Algunos creen que ese remedio ya no es suficiente. “Se está depositando en la reforma de la Constitución unas expectativas que no creo que se cumplan”, dice Belén Barreiro, presidenta del CIS hasta septiembre de 2010. “Si coges los problemas más graves, crisis económica y corrupción, sinceramente me pregunto qué tiene que ver la Constitución con todo esto”.
El Gobierno ya ha dejado clara su posición sobre tocar la Carta Magna: no a todo. “Lo peor que podría hacer España es abrir un paréntesis indefinido sobre su propio rumbo político. Conmigo, no cuenten”, dijo Rajoy en el debate del estado de la nación.
Si bien el PSOE se muestra más abierto a cambios, se mueve con extraordinaria cautela y en función de los acontecimientos de Cataluña. Sí tiene una propuesta concreta de reforma constitucional centrada en acercarse al federalismo.
“Todo lo que hemos elaborado se inspira en el modelo alemán”, dice Ramón Jáuregui. Proponen la eliminación del Senado y la creación de una “Cámara de representación territorial de los gobiernos autonómicos” (como el Bundesrat alemán). El Título VIII de la Constitución es “enormemente complejo y confuso”. La alternativa: “Un solo artículo en la Constitución explicando las competencias exclusivas del Estado, punto. Todas las demás a las comunidades autónomas”. También hay que respetar las singularidades de las nacionalidades con lengua propia: “Creemos que tenemos que hacer un marco en el que Cataluña –y también Euskadi– se sienta cómoda sin cercenar la igualdad”.
Jáuregui admite que en España hay muy poca cultura federal y que existe una “confusión entre igualdad y uniformidad”, a pesar de que el Tribunal Constitucional ha dejado claro que el sistema autonómico entraña diferencias. La crisis ha acentuado las críticas a las CCAA y reforzado a los que apoyan un giro centralizador. “Ahora hay toda una corriente mediática muy recentralizadora y antiautonomista que el Gobierno no ha combatido”, lamenta Jáuregui. En este caso, olvida que los socialistas extremeños se han distinguido a lo largo de años en sus críticas a las peticiones de los nacionalistas catalanes o del PSC. Barreiro recuerda además que antes de la crisis las críticas del PP habían hecho crecer “las posiciones a favor de un Estado centralista”.
Lo que no considera el PSOE bajo ningún concepto es discutir la existencia de la monarquía. El monarca ha sido respetuoso con el marco democrático, dice Jáuregui, y además sólo hablamos de elegir a “un jefe de Estado con facultades simbólico-formales”.
El colapso de la monarquía
Quien siente más urgencia es Zarzalejos, que se considera monárquico y ha escrito varios artículos sobre la crisis de la Casa Real. Cree que la monarquía puede ser “funcionalmente democrática” en la medida de que sirva a los intereses del Estado. Pero es consciente del deterioro de su posición ante la opinión pública, y no por razones políticas, sino por la conducta del rey, es decir, “por razones de edad, salud y deterioro de la gestión del titular”.
El exdirector de ABC cree que ha llegado el momento de plantear seriamente la opción de la abdicación y que la corona pase a manos del príncipe. No sería “un fracaso”, sino hacer posible la continuidad de la institución.
Lo que ya no es posible es mantener el discurso oficial del papel básico del rey en el establecimiento de la democracia al que se apuntan constantemente los grandes medios de comunicación. Esas 'hazañas bélicas' (“episodios nacionales” en expresión del periodista) son irrelevantes para las nuevas generaciones.
El riesgo está claro: “Si no hay un debate sobre cómo tiene que ser la monarquía más allá del carisma que ha tenido don Juan Carlos, si aquí seguimos con el prietas las filas y seguimos haciendo de la monarquía un tabú, estamos abocados a que la monarquía colapse”.
Ya a finales de 2011 en una encuesta de El País los partidarios de la monarquía y la república alcanzaban el mismo porcentaje entre los menores de 35 años: 45%. Las revelaciones sobre los negocios de Urdangarin y el accidente de caza de Botsuana han empeorado la posición del rey.
Zarzalejos insiste en que la cuestión de la abdicación no es un episodio de la vida privada del monarca ni una cuestión familiar, sino que debe ser un debate público en el que participen el Gobierno y la oposición. De otra manera, ¿cómo se le puede llamar monarquía parlamentaria?
No es eso lo que opina el PSOE, que casi parece aterrorizado ante la simple mención del asunto. “La decisión sobre el futuro del rey corresponde al rey”, ha dicho Soraya Rodríguez, portavoz parlamentaria del partido. Los socialistas no quieren entrar en ese debate. Es probable que la mayoría de sus votantes no piense igual.
Y todo eso antes de que Corinna se paseara, presumiblemente con el permiso del rey, por las portadas de El Mundo y Hola luciendo joyas de gran valor y en calidad de amiga “entrañable”. Al menos, esta vez María Antonieta no ha pedido a los parados que si no tienen pan, coman pasteles. La conducta del yerno y de la amiga íntima hace cada vez más insostenible la actitud de los dos grandes partidos de aislar al rey del escrutinio público habitual en una sociedad democrática.
Dentro del sistema, las reformas estructurales no son viables si no hay un acuerdo básico. ¿Consenso? Es una de las palabras mágicas de la Transición, el grial de la CT, pero ya sólo funciona como placebo de la clase política. Las propuestas de “pactos de Estado” ya no impresionan a nadie. Lo nuevo es que los ciudadanos han perdido ya toda esperanza en que unos políticos resignados a seguir las instrucciones de Bruselas puedan cambiar el curso de los acontecimientos. Un Estado zombi, eso sí, podría durar mucho tiempo. Ha ocurrido antes en la historia de este país.
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Artículo publicado en el número 1 de la revista Cuadernos de eldiario.es