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Forever Rajoy

En la cruel jungla de la política española cohabitan, en feroz competición, varios tipos de depredadores. Está el depredador alfa, siempre desafiando a los demás con sus gestos espectaculares y sus palabras que resuenan como rugidos; el depredador rata, que siempre ataca a sus víctimas por la espalda; el depredador camuflado, que se confunde con el entorno y no se muestra hasta tener la yugular de la presa al alcance; el depredador silencioso, que se limita a esperar calladamente a que los demás se destrocen ruidosamente; y luego está el depredador inesperado, el tipo al cual pertenece Mariano Rajoy. Las leyes de la evolución le han dotado de una habilidad única: los demás creen que es él quien está en peligro y cuando finalmente se dan cuenta de que él es el peligro, ya resulta demasiado tarde y están todos muertos.

Mariano Rajoy hizo de estar siempre al borde de la muerte política su manera de hacer política. Siempre había un líder dispuesto a sacrificarle, una conspiración en marcha para derribarle, una corriente crítica dispuesta para desafiarle, una reunión de señores de traje y corbata buscando un tecnócrata que le sustituyera… pero al final siempre prevalecía. Era la presa que siempre acababa convertida en cazador sin que nadie entendiera muy bien cómo lo había logrado. Hasta que topó con el único adversario que ni él mismo sabía cómo neutralizar. A Rajoy no le mata ninguno de los sospechosos habituales: ni su torpeza, ni su soberbia, ni su estupidez. Le matan con su propio código.

A Pedro Sánchez le sale, solo por estar en el sitio justo y en el momento adecuado, una moción de censura que le trabajó Pablo Iglesias, otro seguro de que iba para Papa, y le facilitó la estupidez estratégica de Albert Rivera, otra presa que se creía depredador alfa en la política española. La famosa sobremesa de los chupitos de whiskey solo resulta incomprensible para alguien que no sea gallego. Nosotros no nos rebelamos ante la fatalidad, nos sentamos a beber con ella. Nosotros sí lo entendemos pero no vemos la necesidad de revelar a los profanos esa información. Como en la escalera y la duda de si subimos o bajamos; no es asunto vuestro.

El arma más letal que ha conocido la política española ha sido, sin duda, el abrazo mariano: ni una mala palabra, ni una buena acción; mátalos a abrazos. Las listas de víctimas no tienen fin. José María Aznar, el líder que le eligió para que no le hiciera sombra y acabó asombrado. Rodrigo Rato, el triunfador cosmopolita que no tenía rival en aquel señorito de casino y acabó en la cárcel. Esperanza Aguirre, la heroína liberal que se reía de aquel señor tan antiguo de provincias y ha acabado paseando sus penas por los juzgados. Todos cayeron muertos a abrazos. Rajoy les ganó como lo ha hecho siempre: dejándoles creer que eran más listos, más altos, más guapos y sabían más.

En el currículo de Mariano Rajoy solo falta llegar a Papa. Todo lo demás ya lo ha sido, para sorpresa de una mayoría entre quienes pensaron llegar a ser todo eso mucho antes que él. Comenzó su carrera política como concejal, que es como se aprende de verdad el oficio: negociando parques y puntos de luz. Lo que sabe de política, lo bueno y lo malo, lo aprendió en el Partido Popular de Galicia, que ya era un partido como Dios manda cuando en la derecha aún andaban a bofetadas en torno al monolito del poder, como los monos de Kubrick en 2001: Una odisea en el espacio.

Ya lo había sido todo a los treinta en la política gallega y se fue a Madrid, escapando de las penosas calamidades que venían a contarle a su despacho de la Diputación todos los alcaldes de Pontevedra. De su plácido parnaso madrileño le sacó la urgente necesidad de volver a Galicia, en plena guerra civil de la derecha, para ejecutar un trabajo de limpieza a lo Míster Wolf en Pulp Fiction. De aquella época de dosieres, chantajes y Judas le quedó la firme determinación de no volver jamás a la política gallega, ni con las boinas ni con los birretes.

Su segunda huida a Madrid le coloca en la nueva dirección de Aznar. Desde la secretaría de organización aplica el modelo de reunificación de la derecha que se había ensayado antes en Galicia. Igual que la política española del siglo XXI no se entiende sin el marianismo, aquella estrella de la muerte que llegó a ser el Partido Popular no se concibe sin un Rajoy que hizo del partido y su conexión con los militantes y su organización su principal recurso y su fuerza. A Fraga se le temía, a Aznar se le tenía miedo pero a Mariano se le conocía.

Ganó la carrera de la sucesión y sobrevivió a un castigo electoral que era para Aznar desde el partido, tumbó a Esperanza Aguirre en Valencia con la fuerza del partido, capeó la tormenta perfecta de la corrupción atado al mástil del partido y llevó al Gobierno la misma política que le hizo invencible en el partido: dejar que todos pensasen que mandaban mucho mientras él tomaba las verdaderas decisiones.

Los mayores recortes sociales de la historia de nuestro país van camino de pasar a la historia como hechos por nadie. Acabarán pareciendo un accidente, una desgracia que se nos vino encima a todos sin que nadie pudiera hacer nada por evitarla. No pueden ser culpa del presidente que nunca hacía nada y era famoso por no tomar nunca decisiones. Sería ir contra todas las cosas que se han dicho de Rajoy durante décadas. Ese es el secreto de su éxito: se le echa de menos porque todos le recordamos mucho mejor de lo que en realidad fue. Un bien muy valioso cuando quienes vinieron después ni siquiera tienen su sentido del humor.