Nora Quintanilla
Naciones Unidas, 7 nov (EFE).- El secretario general de la ONU, António Guterres, se perfila como uno de los líderes más ruidosos, o al menos más dramáticos, en la conferencia COP29 de Bakú (Azerbaiyán) tras años de insistencia en tono apocalíptico sobre la gravedad de la crisis climática y la necesidad de financiar su reversión.
Desde que recogió el testigo de Ban Ki-moon en 2016, con los Acuerdos de París recién firmados, Guterres ha hecho de la cuestión del clima una prioridad, si bien múltiples crisis posteriores, entre ellas la pandemia de covid-19, la han dejado en un segundo plano de donde él ha buscado sacarla una y otra vez.
En agosto, el ex primer ministro portugués se desplazó a Tonga no para disfrutar de sus vacaciones, sino para lanzar un “SOS” de los océanos desde el foro de las islas del Pacífico, ya que serán las primeras víctimas de los gases de efecto invernadero que están “cocinando el planeta” y haciendo subir el nivel del mar, advirtió.
Las emisiones de los gases invernadero aumentaron un 1,3 % el último año hasta alcanzar un nivel récord, es decir, que creció la “brecha” entre la realidad y la meta de la ONU: que las emisiones se reduzcan un 9 % anual hasta 2030 para que el calentamiento global se limite a 1,5 grados celsius.
Al presentar esas cifras en el nuevo Informe mundial de emisiones, a finales de octubre, Guterres no escatimó en palabras de alerta, cada vez más creativas: “Estamos colgando de una cuerda floja planetaria, o los líderes cierran la brecha de emisiones o nos tiramos de cabeza al desastre climático”, dijo.
“Unas emisiones de récord significan temperaturas marítimas de récord que sobrecargan huracanes monstruosos; un calor récord convierte a los bosques en polvorines y a las ciudades en saunas; unas lluvias de récord dan lugar al diluvio universal de la Biblia”, enumeró, reclamando “ambición y apoyo” para la COP29.
Pero esa ambición y apoyo que pide va más allá de la voluntad individual: es a la comunidad internacional, y en concreto a los países desarrollados, a quienes debe convencer para que arrimen el hombro y contribuyan a unos objetivos de financiación que no se han cumplido en los últimos años.
Retórica por el cambio
El recurso a la retórica de Guterres, generalmente dirigida a esos países ricos, podría hacer mella en las negociaciones que tendrán lugar en Bakú, donde se avista como un escollo la polarización entre el Sur y el Norte Global, avivada por la desconfianza de los primeros hacia los segundos.
“Hemos abierto las puertas del infierno”, dijo con contundencia a los líderes de los países desarrollados hace ya un año, cuando les recordó por enésima vez el compromiso nunca cumplido de aportar 100.000 millones de dólares anuales para luchar contra el cambio climático en los países pobres.
Recientemente, instó a los Gobiernos a combatir su “adicción a los combustibles fósiles” y elaborar para el año que viene planes nacionales del clima alineados con las metas de emisiones de gases, que achaca en un 80 % a las grandes economías del G20, por lo que a ellas les corresponde “dar un paso adelante”.
También se dirigió a ellas en la recién finalizada cumbre COP16 de Cali (Colombia), sobre la biodiversidad: “Los que se están lucrando con la naturaleza deben contribuir a su protección y restauración” y “convertir las palabras en acciones”, es decir, “cumplir las promesas de financiación”.
No obstante, en el contexto de tensión geopolítica que domina la ONU desde la pandemia, agravada por las guerras Rusia-Ucrania e Israel-Gaza-Líbano, y que ha desnudado los fallos del aparato diplomático internacional, el jefe de la organización ha intentado apelar, llanamente, a la solidaridad.
“Si somos, de verdad, una familia global, hoy parecemos más bien una disfuncional”, dijo en la última reunión del G20 en la India, llamando al trabajo en equipo ante una “fractura que sería profundamente preocupante en los mejores tiempos, pero que en nuestros tiempos es sinónimo de catástrofe”.